2016년 8월 23일 화요일

Tierras Solares 3

Tierras Solares 3


Esta es Málaga la Bella, de donde son las famosas pasas, las famosas
mujeres y el vino preferido para la consagración.
 
 
II
 
Por la mañana he ido a ver «sacar el copo» a los pescadores, a un
lado del esbelto y blanco faro. Las gentes están ya de fiesta como
la mar y el sol. Miro animación por las calles, sobre todo cerca de
la Plaza de la Constitución, donde un puñado de barracas atrae a los
transeuntes y forasteros. La calle de lujo, la calle Larios, ofrece
sus vitrinas llenas de dulces, de pintura _criarde_ y de artículos
de París. Allá en la playa hay ropas más vistosas que de costumbre,
mantones blancos y azules, pañuelos y corbatas policromas, entre las
gentes que van a presenciar la sacada de la red. Tirada por unos
cuantos hombres y muchachos, sostenida en las aguas por odres infladas,
va saliendo poco a poco ante la inmensidad del Mediterráneo azul y
del cielo azul. Cuando llega a la arena y la recogen rápidamente los
pescadores--después de larga fatiga,--se ve la carga de boquerones
semejantes a vivas rebanaduras de plomo, los opalinos y flácidos
calamares, la pescadilla como una lanza, la sardina plateada y profusa.
De allí los recoge el vendedor callejero, que va después gritando su
calidad y llevando, como la balanza los platillos, dos cestos laterales
colgantes del palo que sostiene sobre sus hombros.
 
Por las calles va la gente atareada en busca de los preparativos de
las cenas caseras. Los paveros, «de su banda de pavos en compañía»,
como canta la sonora guitarra del poeta Rueda, van, en efecto,
conduciendo, con una vara larga como de alcalde y un ancho sombrero,
a los suculentos animales que son de costumbre y ley en noche de
Navidad. Se compran en las dulcerías y confiterías las sabrosas cosas
miliunanochescas o monjiles, hechas de harinas y mieles, y cuya
nomenclatura regocijaría a pantagruélicos abates: turrones y mazapanes,
pestiños, roscas, tortas de aceite y manteca, y entre cien otros, los
polvorones de Estepa y Laujar, los alfajores exquisitos y golosinas de
almendras y azúcar que se deshacen inefablemente en el paladar. Apenas
me referiré a la _charcuterie_ nacional, con sus salchichones de Vich,
sus chorizos de Candelario y la Rioja y Extremadura, sus incomparables
morcillas y salazones, y la egregia butifarra catalana. Las frutas
tienen admirable representación en los puestos que se establecen a la
entrada de la calle Nueva, con una variedad y lozanía que sorprenden.
Junto a la uva deliciosa del país, cuya fama es universal, y junto a
las doradas naranjas dulcísimas, se ve la americana chirimoya y la
misma caña de azúcar, y la banana, que han brotado en este suelo al
amor de un clima casi tropical. El mercado de frutas en plena calle
es a la manera de un zoko árabe, por su bullicio y movimiento, lo
pintoresco de las gentes, los borriquillos cargados, los tipos mismos
populares y la invisible y perdurable influencia que los antiguos
habitantes africanos dejaron en el ambiente de esta ciudad indolente,
poética y llena de cálida gracia.
 
Y he de celebrar siempre, ante todo y después de todo, el hechizo de
la mujer malagueña, indudablemente la primera en hermosura en todo el
reino de belleza que es la tierra de España. Hay que ver Málaga en
un día como éste, con sus calles y paseos, su Caleta y el Palo, su
Alameda y su nuevo Parque, animados de maravillosas rosas vivientes,
que van y vienen, sin coqueterías de países más parisienizados, pero
todas carne floral y colores de vida, de salud y amor. Lo mismo las
malagueñas de la aristocracia, que saben bien los usos y modas de París
y Londres, que las de la clase media y las del pueblo, llevan en sus
rostros un poema de encanto natural y una atávica chispa encendedora de
corazones que hacen revivir en las más prosaicas almas de este tiempo
práctico, un enamorado son de guzla, o una declamación que valga por
una kásida. La malagueña es sultana u odalisca. O impera con la mirada,
o halaga con la sonrisa. Hay cuerpos que van rítmicamente andando con
manera tal, que el _incensu patuit dea_ os sale de los labios. Hay ojos
malagueños que son inmensos, y en su inmensidad está todo el cielo y
todo el mar y todo el amor, junto con la inmensa voluptuosidad. Este es
don particular de la hembra de aquí, como saturada del perfume de la
ilusión moruna del mahometano paraíso. Son las anticipadas huríes. Y
como a sus abuelas les impuso el catolicismo la devoción, hay en ellas
una inquietante mezcla de ángeles católicos y zoraidas sarracenas.
Tienen el más provocador de los pudores. Las cabelleras son copiosas y
doradas o renegridas. He visto pasar dos hermanitas de las más opuestas
cabelleras: la una nocturna, de noche tempestuosa; la otra auroral.
Llevaban el pelo caído por la espalda, y no se podía menos de pensar ya
en Margarita, ya en Mignon. ¿Y Esmeralda? A Esmeralda la veis a cada
paso. Y si vais al suburbio, en el medio gitano, veis aparecer, aun en
horribles tugurios, sus dos ojos negros llenos de pasión y maleficio.
 
La goletera, la heroína de Arturo Reyes, sale multiplicada de su
barrio, seguida del novio y de los varios Pipirigañas que andan
alrededor suyo. Como no soy muy ducho en distinguir las de la Goleta
entre las del Perchel y de la Trinidad, se me antoja una Trini cada
moza de las que llaman barbianas, con bellos ojos y caras y cuerpos
de celeste pecado mortal. En el paseo, por la tarde, a orilla del mar
quieto y amoroso en su dulce infinito, se juntan todas esas Trinis en
grupos familiares, cerca de pequeñas hogueras en que en sartas se asan
las ricas sardinas recién salidas del copo, y que se comen calientes,
regadas después con el chispeante Montilla que pone luz solar en la
cabeza y suelta estas ágiles lenguas, estas ágiles manos y estos ágiles
pies, pues siempre se toca la guitarra, siempre se jalea, se acompaña
al tocador con las palmas, siempre se cantan las gimientes malagueñas
o los rítmicos tangos, y a veces se ve a una brava muchacha iniciar
un paso en que luce el garbo heredado de las antiguas danzarinas
andaluzas. Las percheleras y las trinitarias son famosas por su gracia
y su habilidad para el canto y el baile. Así las he admirado al pasar,
mientras un sol cariñoso teñía ya de oro, de violeta, de púrpura, el
inmenso cristal mediterráneo.
 
Los hombres pasan con sus trajes nuevos, las americanas ceñidas a la
torera, los sombreros grises cordobeses, los zapatos de charol con la
inevitable caña de color claro. Y con ciertos andares y ademanes que
hacen ver que el compadrito bonaerense ha heredado algo de por acá.
Y las mujeres andan como que se deslizan, con los mantones de lana,
blancos, rojos, azules, como las corbatas de los novios y amigos, y
llevan las cabezas hermosísimas, adornadas con flores, profusamente,
rosas fresquísimas y rosadas, claveles ultraviolentos, y unas especies
de crisantemas pajizas que llaman goyetinas, y que completan la
decoración floral. Quién va a la casa a preparar la cena de la noche,
quién va a las barracas a comprar juguetes con los niños; juguetes que
tienen todo el carácter local: guitarritas, castañuelas, panderetas
y figuras de nacimiento, que se venden al lado del pin-pan-pum,
divertimiento grotesco en que la brutalidad y el instinto de agresión
humanos encuentran contentamiento, lo mismo en la feria de Neully que
en la diminuta fiesta pascual malacitana. Las borracheras populares
comienzan a hacer ruido por la noche. Se oyen pasar las sonoras
«parrandas», reuniones de muchachos y muchachas del pueblo, que van
cantando coplas por las calles, coplas que recuerdan la celebración
del día, la Virgen en el pesebre, José, el niño Jesús, el buey y la
mula. Y de paso va entremezclada la copla amorosa o satírica, al son
de las zambombas, al grito de los pitos, al chocar de las almireces
y castañuelas, al rasgueo de la inseparable guitarra. Hay quien se
acuerda todavía de por qué se celebra esa noche; hay quien piensa,
por la tradición, en la estrella de los reyes magos, en la aldea de
Belén, en el Dios de los cristianos que nació pobremente, que murió
hace muchos siglos, y por el cual se pasan ratos muy agradables y
regocijados.
 
La nochebuena se viene,
la nochebuena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más.
 
¡Carrasclás, que gordo está el pavo;
carrasclás, que gordito está;
carrasclás, qué enjundia que tiene;
carrasclás, carrasclás, carrasclás!
 
¿Quién se acuerda en París, al engullir el «boudin» blanco, ni de
Cristo ni de la muerte...?
 
Luego se va aquí a la misa del gallo. Las gentes invaden la iglesia,
iluminada como para la alegre fiesta. El órgano lanza sus chorros
armoniosos. Los villancicos resuenan, como las coplas de una celeste
juerga. Los registros de la voz humana, del bombardón, de la chirimía,
derraman sus sonidos como en un trueno de música. Hay verdadero gozo
en el ambiente, aunque la devoción no sea muy grande. Las campanas han
anunciado el nacimiento del buen Pastor, celebrado por los pastores
y adorado por los reyes. Todo eso está muy bien; y así ha llegado la
hora de ir a los ágapes copiosos en que hay tanta golosina, tanto vino
encendedor de sangre y el animal de ritual:
 
¡Carrasclás, que gordo está el pavo;
carrasclás, que gordito está;
carrasclás, qué enjundia que tiene;
carrasclás, carrasclás, carrasclás!
 
Luego será la danza, los cantos; airosas sevillanas, donairosos
panaderos, saltantes y garbosas jotas. Y el buen pueblo continuará
en la zambra; saldrá por la población caminando al compás de sus
instrumentos, echando al aire, bajo las estrellas, estrofa y estrofa;
la parranda llenará con sus ecos todos los barrios; el vino irá
dejando vencidos, y la última canción se escuchará hasta después de
que haya salido el sol.
 
* * * * *
 
Sol andaluz, que vieron los primitivos celtas, que sedujo a los
antiguos cartagineses, que deslumbró a los navegantes fenicios, que
atrajo a los brumosos vándalos, que admiró a los romanos, pero que,
sobre todo, fué la delicia de los africanos de ojos y sangre solares;
él es más que todo el donador de gracia y amor en esta tierra. Málaga
es predilecta del divino Helios. «En otros días, dice D. Juan Valera,
cuando teníamos en España un pronunciamiento cada seis meses, Málaga
se jactaba de ser la primera en el peligro de la libertad. Ahora que
felizmente la libertad no peligra, Málaga, con su región, bien puede
jactarse, si no de ser la primera, de ir muy adelante y de descollar
mucho en el cultivo de las letras humanas y de la palabra hablada y
escrita. Es singularísimo que los hijos de esa región se distingan
hablando y escribiendo, por dos cualidades extremas en las que se
cifra todo el poder de la palabra humana. El discurso hablado del
malagueño es torrente impetuoso que arrebata y conmueve: acusaciones
serias, chistes, burlas, sistemas políticos y económicos, y hasta
filosofías de la historia, inventado todo de repente y convertido en
masa de proyectiles para derribar a los contrarios y meterlos debajo
de los bancos; tal es la elocuencia torrencial de la región malagueña:
algo semejante a una venida del Guadalmedina.» Esas son cualidades
solares. El sol da su brillo a la imaginación malagueña, su fuerza a
la fecundidad malagueña, su singular encanto a la hembra malagueña;
Castelar no era de Málaga, era de Cádiz; hermana solar también; pero
Cánovas era malagueño. La paleta del egregio maestro Moreno Carbonero
concentra mucho de esta luz poderosa y dominante. Los poetas malagueños
Díaz de Escovar, que hace cantares oyendo el latir del corazón de su
pueblo; Reyes, que lleva la primacía, ardoroso moro, y más que andaluz
supermalagueño; Rueda, maestro en gay saber andaluz; Urbano, delicado;
Sánchez Rodríguez, triste y melodioso; González Anaya, enamorado
melancólico de su tierra; Fernández de los Reyes, que labra el verso
sincero y vibrador; todos los portaliras malagueños son dignos de su
raza solar. Son almas que sufren lejanos atavismos, de los cuales brota el canto como la rosa del rosal.

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