2016년 4월 1일 금요일

Opiniones 12

Opiniones 12



Los frutos que se anticipan a su tiempo, o que, por manejos y artes de
horticultor, precipitan su madurez, no son buenos al paladar. En las
almas pasa lo propio. La excesiva precocidad, en talento como en crimen,
no puede sino ser signo de degeneración. Debe afligirse un padre ante el
espectáculo de un retoño que se hace árbol antes de tiempo. En los
paseos públicos, en los jardines, suelen verse aquí niñitas que en sus
maneras y aspectos son Linianitas de Pougy, bebés de las Camelias. Si
no con el espíritu pervertido, con una idea muy especial de la
existencia, crecen y se desarrollan chicuelas como la autora de la carta
que he citado, la que quiere hogar y comprar hijos. Si a los doce años
se piensa así, ¿qué será a los veinte?
 
[Illustration]
 
 
 
 
[Illustration] ROSTAND, O LA FELICIDAD
 
 
Monsieur Edmond Rostand, el célebre autor de _Cyrano_, el benjamín de la
Academia Francesa, es, indudablemente, un hombre feliz. Sus muchas
docenas de admirables camisas son las camisas del hombre feliz. Tiene
millones, tiene una linda mujer que le comprende dos veces y que se
llama Rosamunda. Va a hacerse una casita de soñar y gozar en Cambo,
lugar meridional y florido. Cada paso que ha dado ha sido un triunfo.
París y las parisienses se han enamorado del rey Rostand. Su entrada al
palacio Mazarín ha sido un acontecimiento nacional. Si viene una
emperatriz, él es quien la saluda en verso. Los _reporters_ publican sus
menores gestos y comentan sus menores deseos. En el Museo Grevin tiene
su estatua de cera. La fotografía le ha popularizado en todas las
posturas. En las ilustraciones se le ve kodakeado en el campo,
ilustremente, al lado de su esposa, como antes a Daudet con la suya. El
día de su recepción de inmortal, Sarah llevaba el compás de las frases y
Coquelín le besó. Es un poeta. Y tiene lo que es para un poeta más que
para nadie indispensable: tiene millones. Gusta, naturalmente, de la
elegancia y del lujo, y en ellos vive. Era enfermizo; hoy tiene hasta
salud. Cada vez que escribe un verso se gana un luis, si no más:
 
Ce sont les cadets de Gascogne
De Carbon de Castel-Jaloux,
Bretteurs et menteurs sans vergogne
Ce sont les cadets de Gascogne...
 
Diez luises por lo menos. _L’Aiglon_, _La Samaritaine_, la mar de
luises. Escribe cuando quiere, como quiere, en donde quiere. Su pegaso
tiene una excelente caballeriza, y como cierto caballo de cierta novela
de Henry de Regnier, «hace» monedas de oro. Siendo su fama parisiense,
es mundial. Ha tenido el honor de que un poeta chicaguense quiera
disputarle sus hallazgos. Don Quijote le ha tendido la mano a través de
los Pirineos. M. de Vogüe le dice sin ironía: «En pocos días llegáis a
ser rey de la escena, emperador, mesías, poeta nacional y luego poeta
universal.» Ninguna exageración le sienta mal. Su gloria es gascona.
Tiene la suerte de hablar en una lengua que todo el mundo entiende. Sus
piezas son representadas y aplaudidas en todos los teatros de la tierra.
El poeta Mendès escribe de la Francia: «La patria de Corneille, Hugo y
Rostand». Su mujer, que puede hacer tan bellos versos como él, se dedica
a admirarle y a quererle, y a hacerle una musa, una esposa y una amante
incomparable. A los treinta y cuatro años es el Napoleón de la rima, el
César de las tablas. La muchedumbre no le discute. La nobleza le sonríe,
la sabiduría le aplaude. El, sencillamente, habla. «He encontrado la
felicidad en Cambo. Allí paseo, respiro, sueño. Voy a hacerme construir
una casa en un sitio incomparable. Tengo flores, tengo montañas, tengo
el agua del gentil Nive, tengo la compañía de magníficos vascos. He ahí
mi vida. ¿Para qué recargarla de cuidados superfluos? ¿Y por qué he de
trabajar a la fuerza? ¿Qué es esa obligación de trabajo que se quiere
imponer a todo el mundo? Si no tengo ganas de trabajar, ¿por qué he de
trabajar?» Hombre feliz, Rostand, el rey Rostand, el que hace nacer a su
_Cyrano_ en una cuna de oro y a su _Aguilucho_ en un nido de marfil. Y
luego él mismo se da a entender pescador de luna, en Lunel, cazador de
sueños en Cambo, acaparador de dicha en todas partes. _¡Veinard!_:
Rostand, o la Felicidad.
 
* * * * *
 
Todo no está, en la lógica de la existencia, muy puesto en razón. Es un
caso excepcional... Y, en realidad de verdad, ¿para quién debía vaciar
su cornucopia la riqueza, sino para el artista que tan bello uso sabe
hacer de ella? Hay en el inmenso vulgo la creencia de que, al contrario,
al artista le es necesaria la penuria, la miseria. Hay absurdos bimanos
que saben y repiten que Cervantes no cenó cuando concluyó el _Quijote_;
que Homero fué un mendigo; que muchos grandes poetas vivieron y murieron
en el sufrimiento y en la escasez. A título de poeta me decía una vez un
amable hotentote: «Dios quiera que nunca le sonría a usted la fortuna»,
y pensaba hacerme un cumplimiento. Cumplimiento que se haría al pato y
al ganso, cuyas patas se clavan para engordarles el hígado que ha de ser
paté-de-foie-gras, o al pájaro armonioso cuyos ojos se sacan para que su
canto sea mejor, según se asegura. No. El ruiseñor canta mejor bien
mantenido y en jaula de oro. El pensamiento nace mejor sin cuidados, sin
los miserables cuidados de la vida cotidiana. Horacio cantaba
hermosamente en su quinta, colmado de los oros del César; Lamartine
nunca tuvo más melodía que cuando fué príncipe de riqueza; la lírica
ancianidad de Hugo fué fecunda y frondosa al calor de los millones. ¿Qué
no hubieran hecho Laforgue con fortuna, Verlaine poderoso, Mallarmé con
rentas copiosas? La gloria de D’Annunzio es pactolizada. Y el talento
innegable de Rostand no se alzaría tanto si, como se sabe muy bien, no
hubiese sido sostenido por la omnipotencia de los cheques. Sus dramas
han sido lanzados como cocotas. ¿Cuántos talentos como el de Rostand
habrán desaparecido ignorados en Francia por no tener la llave que abre
todas las puertas en nuestro tiempo de negocios? Claro es que lo que
Dios no da, ni Salamanca ni el Banco de Francia lo prestan.
 
La mediocridad, la ineptitud, no serán nunca más que ineptitud y
mediocridad, a pesar de cuantas maneras de brillar ofrezca el dinero. Lo
primero es ser pescador de luna; si se pesca desde un puente de plata,
la dicha es mayor. Nadie como el artista sabe valorar y amar los bellos
espectáculos, los exquisitos interiores, el mármol, la seda, el oro, el
lujo, en cuyo medio las almas comunes no saben qué hacer, entre el gozo
irrazonado y el fastidio...
 
¿Es injusta la suerte con M. Rostand? De ninguna manera. El mérito del
portalira es evidente. Solamente que, lo que es un grato jardín, como el
«Verger de Coquelín», se confunde bajo el imperio de la _réclame_ con un
monte olímpico. Se ha llegado a pronunciar la palabra genio. ¡No, por
Dios! Talento. Se ha dicho: «El verbo de la Francia». ¡No, por Dios! El
verbo de la Francia se llama Rabelais, Pascal, Voltaire, Hugo. M.
Rostand, que sucede a M. de Bornier en su sillón de la Academia
Francesa, es un poeta superior a M. de Bornier. Es un poeta elegante,
delicado, bravo, sonoro, ágil, excelente rimador; y como teatral, como
poeta de la escena, de primer orden. Nada más. ¡Y es mucho eso! No se
burle de él la imbecilidad. No hay muchos como él. Pero hay otros que
son más que él, y que no logran sus victorias porque no los lanzan los
arregladores de fama y porque no hablan a la muchedumbre en el idioma de
la muchedumbre. Axel no logra lo que Cyrano. Y entre Rostand y Villier
de l’Isle Adam hay su distancia...
 
* * * * *
 
En todo esto hay algo de consolador. Y es el hecho de que, por más que
se diga, un poeta ha sido el ídolo de París en momentos en que tan
solamente logran laureles y premios los automovilistas y los reyes de la
bicicleta. Looping-the-loop; sí, pero también el ideal, la poesía. El
clown de Banville hizo también una especie de looping-the-loop, y
entonces fué cuando dió aquel salto que le hizo romper el plafón azul
del cielo y desaparecer en lo infinito. Rostand, o la Felicidad... Sin
embargo, he ahí que el unánime triunfo se ve turbado por agrias
protestas. Ya es un crítico que, entrando en comparaciones, encuentra en
cualidades diferentes al autor del _Aiglón_, inferior a Banville, a
Mendés, a Ponchon. Ya es un fogoso meridional, del puro riñón del
Mediodía--no hay peor cuña que la del mismo palo--, Jean Carrère, que
es, con el victorioso, terrible y flagelante. Y señala esa victoria
resonante como exteriorización de un mal francés que trae decadencia y
mengua nacionales: el histrionismo. Diríase que ha leído a M. Groussac
en ciertas páginas de antaño. «¡Ah! ¡Mirad nuestra historia desde hace
un cuarto de siglo! ¡Mirad nuestra vida en estos últimos años! ¿Qué
amamos? ¿Qué celebramos? ¿Qué contemplamos? El teatro, los actores, los
autores dramáticos. ¿Qué acontecimientos nos conmueven en nuestra vida
interior? ¡Acontecimientos de teatro! Cuando se quemó la Comedia
Francesa los diarios, al unísono, hablaban de un desastre nacional;
parecía que la Francia había concluído su misión. Una pobre actricilla
se quemó allí: duelo universal. Se la enterró con una pompa solemne que
no conocerá nunca un libertador de la patria o un descubridor de nuevas
rutas. ¿Cuál ha sido el gran asunto de las polémicas en estos años
recientes? ¡La querella de M. Claretie y sus cómicos! ¡Una mediocre
cabotina no se puede enojar con su director sin que el ministro se
mezcle y toda la prensa se revuelva! ¿Y de qué nos enorgullecemos en
nuestras relaciones con el vasto mundo? De nuestras piezas dramáticas,
del éxito de nuestros actores, de las _tournées triomphales_, de
nuestras grandes _vedettes_. Mme. Réjane no puede volver de Inglaterra
sin que se la vaya a esperar al desembarcadero, como si acabase de
conquistar pueblos nuevos. Mme. Sarah Bernardt nos representa en
América, y M. Coquelin es nuestro supremo intérprete con reyes y
emperadores.» Y luego señala las palabras de Claretie, que hablaba de la
«misión civilizadora de M. Truffier», y la locura de los diarios con
cualquier acontecimiento de bambalinas. El teatro es todo, dirige todo,
absorbe todo, aumenta todo, aniquila todo y nos oculta nuestra propia
situación. Lo más doloroso, en efecto, es que, semejantes a los actores
que se embriagan con su papel, nos embriagamos con esa gloria ficticia
del teatro, y creemos en una grandeza que no es sino la ilusión de la
escena. Creemos que los pueblos aclaman a Francia cuando aplauden a los
actores franceses, y no suponemos todo lo que hay para nosotros de
desprecio real en esa exaltación ruidosa de nuestra superioridad
teatral. ¡Oh, cuánta ironía sangrienta y sarcasmo hasta hacer llorar a
los que saben comprender había en la actitud de ese emperador feudal y
guerrero, soñador de imperio y de expansión mundial, que recibía como
representante de la Francia, a su ilustre _valet de comédie_!» Monsieur
Jean Carrère, que también es poeta, exagera un poco como meridional;
pero no deja de tener razón, sin que la teatralidad sea un desdoro para
este país brillante y amable. Juvenal alaba ya la elocuencia de los
galos, que enseñaron sus gestos y palabras a los britanos. Juana de Arco
representó un papel que el buen Dios de los ejércitos escribió
expresamente para ella. Y un Papa calificó al gran Emperador que fué a
las Pirámides y a Santa Elena, tragediante, comediante... Rostand

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