2016년 4월 1일 금요일

Opiniones 24

Opiniones 24


Continuaba el rezar de los canónigos, y la fina vocecita casi no se daba
tiempo:--«Estas son ocho espinas de la Corona Sagrada, de la Corona
cruel que los judíos pusieron en la cabeza de Nuestro Redentor.» Y vi,
en una a modo de custodia, las negras espinas, que más bien se me
representaron clavos. Recordé una que antes viera en ya no sé cuál
templo romano, y la corona despojada de sus espinas que se muestra el
Jueves Santo a los fieles en la basílica parisiense, corona que parece
un círculo de secos mimbres... Mas surgió en la lejanía de lo pasado, en
la tarde lívida y eléctrica del Calvario, la dolorosa y portentosa
Figura, con la frente ceñida por la diadema de martirio, sangre y
palidez, amargura humana y desconsuelo divino.
 
--«He aquí--prosiguió la lengua infantil--un pedazo de la caña que los
judíos pusieron a Cristo por burla.» Recordé a las iluminadas, a las
videntes Emerich y Agreda. Lo que pude ver fueron unas a manera de dos
hojas de palma resecas, de amarillento color. Mas se apareció la
indestructible canalla burladora e insultadora de las majestades
espirituales, y el triste Cristo, vestido de melancolía, soportando la
tortura de las risas miserables.
 
--«Un pedazo de la túnica inconsútil...» no logro verla en el relicario;
«de su sepulcro», tampoco; «de los pañales en que estuvo envuelto en el
pesebre», tampoco, «del pan de la última cena», esto sí. Me hace pensar
en los panes encontrados en las ruinas de Pompeya. Y después me entra un
pueril deseo... Si pudiera probarse esa supernatural pasta, en la cual,
antes que por las palabras de la consagración, estuvo la carne simbólica
de la divinidad, simbólica y efectiva para el creyente... ¡Y si probando
esos relieves del ágape de los 13 no conseguiría uno la visión de lo
inmortal, la potencia de lo infinito, los dones que traen las lenguas de
fuego del Santo Espíritu...!
 
Mas el monago no da paz a la palabra:--«He aquí uno de los treinta
dineros porque Jesucristo, nuestro bien, fué vendido por Judas.»--¿En
dónde está? «Dentro de esa caja.»--Lo creo.--¡Judas, desastrado Judas,
precioso chivo emisario del cristiano triunfo, pobre cabeza de turco de
la Redención! El libro de Petruccelli della Gatina es un curioso
libro... Mas, sobre todo, hay que meditar, ¡oh creyentes mis hermanos!,
en que Judas cumplió las disposiciones del Padre; y en que sin la obra
inconsciente suya _no se hubieran cumplido las profecías_.
 
En cuanto a este dinero, uno de los treinta famosos, creo que debería
sacarse de aquí, de esta quieta y venerable catedral ovetense, y
llevarse a París, a ser guardado en la caja de Rosthschild, o a otra
parte cualquiera del mundo, a la casa de otro congénere, donde pudiera
devengar los racionales intereses.
 
Ocultos también están los que canta la boca del eclesiástico gnomo
«preciosos cabellos y vestidura de la Santísima Virgen; lienzos
humedecidos con la leche de la misma Madre de Dios.» Aquí mi duda no fué
sino teológica. Pregunta: ¿Fué por disposición divina llevada a la
inmortalidad de los cielos María con todo lo que constituyó su cuerpo
mortal sobre la tierra? ¿El día de la Ascensión, no subió la Virgen,
completa e intacta, al empíreo? Si esto es de fe, no corto sacrilegio
están cometiendo los canónigos que conservan y se glorian de poseer algo
de la figura corporal de María, madre de Jesucristo, en San Salvador de
Oviedo. Yo opino que habría que sacar a la luz esos cabellos. Y si son,
en efecto, ya veríais, como en el poema de Hugo los de Cristo en la mano
del sayón, tornarse éstos hebras de luz sobrenatural; notar los sabios
una descomposición en la máquina del día, y la humanidad sentir
entrársele por los ojos una miel de aurora que haría desleírse las almas
en un deseo de amor universal y de fe profunda.
 
Después, aquí están un lignum-crucis, que no me interesa tanto después
del buen trozo, que parece petrificado, del tesoro de Notre-Dame; un
pedazo del pez asado y del panal de miel que Jesús comió con los
apóstoles después de la Resurrección--cosas que no me mostraron--;
tierra sobre que puso los pies Jesucristo cuando subió a los cielos, y
tierra del sepulcro de Lázaro; algo de la piedra que cerró el sepulcro
del Señor, y del ramo de oliva que llevó en sus manos cuando la entrada
en Jerusalem. Nada de esto veo con mis ojos carnales. Me presentan una
redoma «con sangre derramada por el costado de una imagen que los
cristianos habían hecho a semejanza de Jesucristo, a la cual los judíos,
obstinados por su antigua incredulidad, fijaron por señal o blanco, y
con una lanza hirieron el costado derecho, del cual salió sangre y
agua.» No veo nada, absolutamente nada, en la opaca redoma. Pero
_credo_.
 
* * * * *
 
Mas he aquí que vienen en seguida, chillados por el monaguillo: algo de
la frente y cabellos de San Juan Bautista; un hueso del mismo San Juan
Bautista: reliquias de los doce apóstoles ¡y de los profetas!; la suela
de la sandalia del pie derecho del apóstol San Pedro, que me parece de
un cuero demasiado fresco, como diría Mark Twain; un buen pedazo del
pellejo de San Bartolomé, que se asemeja a viejo pellejo de cerdo; la
cartera, ¡sí, la cartera! de San Andrés, semejante a esas bolsas en que
los gauchos guardan el tabaco; cabellos, ¡oh, profanación!, con que la
Magdalena enjugó los pies de Jesús, y huesos y reliquias de todos los
que vais a oir: San Juan, San Esteban, San Lorenzo, San Vicente, Santos
Cosme, Damián, Esteban papa, Cipriano, Facundo, Primitivo, Justo,
Pastor, Fructuoso, Emeterio, Celedonio, Adriano, Mamés, Verísimo,
Máximo, Vedulo, Pantaleón, Cucufate, Sulpicio, Eugenio, Eulogio,
Víctor, Sergio, Bachio, Juliano, Félix, Pedro el Exorcista, Eugenio,
otro Félix, Fausto, Colegio, Esportalio, Hieremías, Martino, obispo
Cristóbal, Grato Luciano, Tirso, Librada, Ana, Natalia, Agueda, Justa,
Rufina, Servanda, Germana, Beatriz, Petronila, Eulalia de Barcelona,
Emilia, Pomposa y una navaja de la rueca con que fué martirizada Santa
Catalina.
 
¡Ah, no!
 
Y El Angelón y su compañero siguen rezando.
 
* * * * *
 
Y luego me muestran «una parte de la vara con que Moisés dividió las
aguas del mar Rojo, ¡y veo un fragmento de palito como un lápiz, yo, que
soñaba con tal luminoso garrote que al agitarse en el aire pondría
espanto en el tropel de los truenos y en la madriguera de los rayos!
 
Y después se me muestra «una cruz de oro purísimo, labrada por mano de
los ángeles», y que clama ser labor de plateros bizantinos; y se me dice
que existen aquí mismo: una piedra del monte Sinaí, sobre la cual ayunó
Moisés; maná que llovió Dios a los israelitas en el desierto; ¡el manto
del profeta Elías!; huesos de los tres niños del horno de Babilonia,
Ananías, Azarías y Misael; una de las «hidras» en que Cristo convirtió
el agua en vino; los cuerpos de los mártires Eulogio y Lucrecia; el de
Santa Eulalia de Mérida, el de San Vicente Abad, y los de San Julián y
de San Serrano, y la espaldilla de San Pedro Regalado y otros huesos
más...
 
¡Ah, no! ¡Ah, no! Sospecho que el angelito, El Angelón y su colega me
están jugando una mala pasada... Guardo, orantes y piadosos barnums, mis
cristales de poesía y mi fe para mejor ocasión.
 
Tomad dos pesetas... ¡Creo en Dios! Creo en Dios... Pero, ¡idos al
diablo!
 
 
II
 
A la orilla del mar.
 
Me he venido a un rincón asturiano, pequeño, solitario, sin más casino
que ásperas rocas, ni más automóviles que los cangrejos--ante el
caprichoso Cantábrico.
 
Está el pueblo de San Esteban de Pravia a un paso de Oviedo, junto a la
desembocadura del Nalón. La ría semeja más bien un lago. En frente se
divisa un viejo castillo en ruinas que da nombre a un cercano caserío; y
más allá del lado del mar, está la población de Arenas. Más allá no
debía decir, sino más acá, puesto que escribo en ella, en una casita
nueva y fresca, que tiene un mirador frente a las olas. San Esteban está
al pie de una pequeña altura; hay pocos habitantes, una fábrica de
conservas marinas y un restaurant que se ve bullicioso y se siente
sonoro los domingos. La Arena es lugar de pescadores, y por el lado de
la costa tiene una que otra casita pintoresca que alquilan las pocas
familias que vienen durante el verano.
 
Desde la que yo ocupo veo, en frente, el muelle en construcción que
avanza en el mar, las colinas cultivadas, a un lado y a otro, la costa
abrupta que termina su diseminación de rocas obscuras.
 
Las mañanas doradas de sol, o empañadas de bruma, son tranquilas y
serenas. Por la calle no pasa más que una que otra vendedora de pescado,
y, una vez por semana, el hortelano, que viene con su asnillo cargado de
frutas y verduras. Ayer oí una inusitada algazara, y un son de
panderetas. Me asomé a la ventana y me encontré con un oso, que la no
muy bien aprendida danza ensayaba en dos pies. Dos cobrizos gitanos
cantaban su melopea, un mono saltarín volteaba al extremo de una cuerda
y unos cuantos muchachos admiraban el espectáculo.
 
Por la tarde salen, con el sol aún picante, las lanchas de los
pescadores. Las filas de remos brillan a la luz áurea, y las
embarcaciones del trabajo rudo y arduo toman el aspecto de galeras
antiguas en desfile. Allá lejos se van, a buscar el bonito o atún, y la
suella, la rebosilla y la sardina. Cuando se enciende el poniente es el
retorno, a la vela. La mar brava, o el agitado nordeste, impiden a veces
la pesca. Y la mala faena se ve en los rostros de los pescadores, cuando
se acercan a la costa, en donde hay redes tendidas y mujeres que
aguardan.
 
Viven estos excelentes hombres en pobres habitaciones. Tienen algunos un
huertecito que aprovechan para sembrar maíz, patatas y coles. Esto no
les deja morir cuando falta el producto del trabajo. Tienen una iglesia
chica y triste, en donde los más devotos forasteros retroceden ante el
formidable ejército de pulgas, que sin duda el rey de las moscas, o sea
Satán mismo, mantiene allí para perjuicio de los católicos veraneantes.
Se divierten cada ocho días los buenos pescadores jugando a los bolos y
emborrachándose convivialmente con vino de dos «perrones» botella.
Sabréis que dos perrones son veinte céntimos de peseta.
 
* * * * *
 
El carácter de estas gentes curtidas por vientos y mares es pacífico y
amable. Jamás he visto ni oído escándalos o riñas. Además, son generosos
y altruístas. Unos a otros se ayudan y confortan. Cuando uno está en
días de enfermedad o de escasez, los que pueden le prestan el apoyo que
les es posible. Hablan su jerga asturiana casi siempre en voz alta, y
esto se explica por la cotidiana labor que tienen sobre el mar, en donde
están hechos a dominar el fragor de las aguas y el ruido de las rachas.
 
Estos mares son duros. El Cantábrico tiene celebridad terrible. Y aun en
esta parte que ahora me parece tan poco hostil, pasan, en ciertas
épocas, dramas tremendos. «Por allí--me dice un pescador, señalándome el
extremo del rompeolas--, por allí murieron el invierno pasado catorce
hombres. No se pudo salvar ni uno solo.» Estas aguas cambian de humor
con rarísima rapidez; tan pronto hay calma azul, tan pronto carnerea la
espuma. Recuerdo ya viejos versos:
 
Claudicante, viejo, solo.
Viene del Polo el Invierno.
Eolo sopla en su cuerno
Saludando al rey del Polo.
Al son del cuerno de Eolo
Lanza el gran mar su clamor.
Sobre el oceánico hervor
Da el tritón su canto extraño,
Y con su crespo rebaño
Pasa el terrible pastor...

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