2016년 4월 1일 금요일

Opiniones 23

Opiniones 23


Este garzón venía conduciendo el ganado,
Y este ganado era por seis vacas formado;
Lucidas todas ellas, de pelo colorado,
Y la repleta ubre de pezón sonrosado.
 
Dijo el garzón:--Dios guarde al señor forastero.
--Yo nací en esta tierra. Morir en ella quiero
Rapaz.--Que Dios le guarde. Perdióse en el sendero.
En la cima del álamo sollozaba el jilguero.
 
Sentí en la misma entraña algo que fenecía.
Y quedó dulcemente otro algo que nacía.
En la paz del sendero se anegó el alma mía.
Y de emoción no osé llorar. Atardecía.
 
Tal es la manera de exteriorizarse que tiene esta fragante alma en su
más amable estación. Es una primavera sentimental color de otoño. Hay
después sensaciones rurales y familiares que tan solamente pueden
compararse a las de Francis Jammes. Son de una modernidad intensa, y en
su manera clara y en su ingenuidad desnuda hay mucho de lo que complica
en nuestro espíritu el acendrado cultivo mental. ¡Cuán extraordinario es
encontrar en las almas nuevas de todos los puntos del mundo la alegría!
Pérez de Ayala no es una excepción. De la tristeza principesca e
hiperestésica de Juan R. Jiménez, a la casi rústica de «La paz del
sendero», no hay gran diferencia. Es una diferencia de decoración, de
ambiente, de música. El sutil veneno es el mismo. Hay amor,
naturalmente; amor de verdad, a la antigua, amor de _clair-de-lune_ y de
adoración romántica. Lo sexual no tiene gran importancia cuando la
primera ilusión llega con sus manos llenas de jazmines. Cuando el poeta
de los «Jardines lejanos» ve que sus princesas de ilusión tienen blancos
y rosados senos, es que un fauno-diablo, Verlaine quizá, le ha hablado
al oído.
 
He de señalar, sobre todo, una cosa. Pérez de Ayala, de abolengo
literario que obliga, es en la generación a que pertenece de los poetas
que piensan. Las nuevas influencias que han transformado la poesía
castellana han traído con la renovación de la forma un grande amor a las
ideas. Un escritor de gran valer y de extrañas violencias, el Sr.
Unamuno, se enreda en eso de las ideas, desdeña las ideas, sin ver que
ellas son nuestra única manifestación, el único fruto que da constancia
de la existencia del árbol humano. Nuestro ibseísmo no es una fantasía,
y el sabio no halló sino una gran verdad con lo de «pienso, luego soy».
Pensemos, pues, y que el sentir no se excluya, pues el sentimiento mismo
se produce en nuestra máquina cerebral. El palacio de Psique está entre
las paredes del cráneo, allí donde Cajal y compañeros van encontrando
desconocido en la mina misma de los pensamientos.
 
* * * * *
 
Otro es Antonio de Zayas, poeta diplomático. Es un señor. Continúa la
tradición propia; es de la familia de los viejos poetas hidalgos,
prendados de nobleza, de prestigios, de heroísmo, de ceremonia. Con
todo, su vocabulario, su elegancia decorativa, los saltos libres de su
pegaso, le ponen entre los innovadores. A veces «con pensamientos nuevos
hace versos antiguos», y con pensamientos antiguos hace versos nuevos.
El verso libre en España no ha llegado a la licencia de ciertos
versolibristas franceses, con todo y haber escrito Manuel Machado versos
libérrimos. Los de Antonio de Zayas son voluntariamente sujetos a un
ritmo general que no desentona ni se rompe nunca. En «Paisajes» los hay
magistrales. Hay una oración por el alma de Felipe II que en cualquier
literatura honraría a un poeta; pero que en este caso concentra el alma
española, la cristaliza en un diamante verbal sorprendente. Sus
«sonetos» se resienten de heredianos algunos: los escritos en
alejandrinos. Los otros siguen la influencia gallarda que nos viene de
los grandes sonetistas del siglo de oro: Quevedo y el admirable Góngora.
 
* * * * *
 
Del poeta más sutil y sentimental, Juan R. Jiménez, he dicho en otra
ocasión lo que pensaba. Hablaba yo de su don musical. Decía de él...:
«lejos del desdoro de la imitación y ajeno a la indigencia del calco, ha
aprendido a ser él mismo--_être soi même_--, y dice su alma en versos
sencillos como lirios y musicales como aguas de fuente. Este poeta está
enfermo, vive en un Sanatorio, en Madrid. Así, en su poesía no busquéis
salud gozosa ni rosas de risa. Cuando más, a veces, una sonrisa, una
sonrisa de convaleciente,
 
Convalescente di squisitti mali...
 
pero en la cual se insinúa uno de los más grandes misterios de la vida».
 
* * * * *
 
Otro es Francisco Villaespesa. Enamorado de todas las formas, seguidor
de todas las maneras, hasta que se encontró él mismo, si es que se ha
encontrado. Dice ya sus propios ensueños y canta su mundo interior de
modo que, ciertamente, seduce y encanta. También es cierto que ha
sufrido mucho, y que no hay mejores indicaciones que las de Nuestro
Maestro el Dolor.
 
* * * * *
 
En resumen: un movimiento nuevo se ha iniciado desde hace algún tiempo y
ha producido ya los mejores frutos. No puede negarse que hoy impera una
influencia extranjera, cosmopolita, pero principalmente francesa e
italiana. Mejor dicho, d’annunziana. (Villaespesa, Pujol--un joven poeta
que comienza con los mejores bríos, muy sentimental, muy musical, muy
elegante, muy poeta; Nilo Fabra, que ha expresado sus quereres y soñares
con modos refinados, dando a veces un tono menor que traduce sus
prematuras melancolías contagiosamente.)
 
No dejan de encontrarse--sobre todo, en los sujetos a las ordenanzas
académicas--gestos pasados, libreas mentales, poesías «a la manera
de...», o a _l’instar_, como se diría en París. Mas los que imperan son
los otros.
 
Hay, por ejemplo, uno de los más nuevos, Andrés González Blanco, que se
ha impuesto desde los comienzos. Sus versos revelan una gran cultura,
una gran mentalidad, y, como antes se decía, una gran «inspiración». En
estas líneas olvido, seguramente, a otros buenos poetas, gentiles
adoradores de las musas. Mas hay que ver que aquí indico únicamente mis
preferencias.
 
[Illustration]
 
 
 
 
[Illustration] EN ASTURIAS
 
 
I
 
Desilusión del milagro.
 
Por Palacio Valdés y el difunto _Clarín_ sospeché la vida ovetense, en
tierra de Asturias. La existencia ciudadana, como en nuestras antiguas
villas hispano-americanas, aún tibias de la empolladura colonial, con
sus curas, bachilleres, señoronas y chismes. Las iglesias siempre
triunfantes, la alta sociedad untada de _sports_ por el contagio de los
viajes. En el ambiente universitario, aún rancio, invasión de cosas
nuevas que llegan del extranjero. Para ver bien todo eso, ahí tenéis _El
Maestrante_ y _La Regenta_. Y en las revistas podéis saber que es aquí,
en Oviedo, donde tiene su asiento principal esa ciencia internacional y
periódica que posee sus mejores representantes españoles en los
profesores Posada, Buylla, Dorado y Altamira.
 
Yo voy a lo que más puede interesar vuestra curiosidad y halagar vuestra
fantasía. Os ofreceré un poco de maravilloso.
 
Sabía yo que la catedral de Oviedo poseía un tesoro de reliquias más
rico que el de cualquier basílica italiana o que el de Nuestra Señora de
París; y que entre las cosas que aquí se encuentran las hay
extraordinarias. Yo me había imaginado muchas de ellas a través de
cristales de poesía. Saludé, pues, la torre esbelta y labrada, la
plazoleta antigua y estrecha, y me encontré en el ambiente oloroso a
incienso de las vastas naves ojivales. Era la hora del coro y los
canónigos celebran el oficio. Resonaba el canto llano. Un órgano se
hacía oir de tanto en tanto. Y como vibrantes chirimías, las voces de
los monagos se unían a los agudos del instrumento. Uno de esos levitas
en miniatura andaba por ahí con su balandrán y su blanca sobrepelliz. A
una seña se me acercó. Le pregunté por el lugar de las reliquias, y el
duende, no exento de gravedad, me dijo que tuviese paciencia por unos
instantes. Y fué a unir su voz con la de sus compañeros, allá, junto al
facistol. Algunos minutos después salió acompañado de dos canónigos. A
una indicación les seguí.
 
Entramos por una puerta cercana a la sacristía. Subimos una escalera;
bajamos otra corta. Henos ante otra puerta junto a la cual hay una
campana que el monaguillo hace sonar dos veces. Entre tanto, los
canónigos rezan. Uno de ellos, algo encorvado, misterioso, de ojos
agudos, llama mi atención. Mientras le miro me instruye en voz baja un
poeta del país que me acompaña: «--Ese es un bravo y terrible
sacerdote... Ha sido periodista de combate, hombre de empuje... Le
llaman El Angelón...»
 
La puerta se había abierto, y tanto El Angelón, semejante a un Claudio
Frollo, como el otro canónigo, nos precedieron al entrar al Relicario,
sin dejar de mascullar sus rezos. Entraba claridad por la puerta y no
recuerdo si por algún ventanillo; mas el monago encendió un cirio, y con
el tono y manera de un cicerone que se respeta, comenzó a pronunciar su
sabida lección y a mostrar a mi intranquila curiosidad un cúmulo de
sacras maravillas. Poco me faltó del «Breve sumario de las santas
reliquias que en la cámara santa de Oviedo se veneran manifiestas, fuera
del arca santa, después que por la misericordia divina, por el año de
mil setenta y cinco, a instancia del señor Rey Don Alfonso el VI, fué
abierta con asistencia de varios de los prelados de España, que por la
general devastación del reino se hallaban refugiados en dicha ciudad; y
asimismo de las indulgencias concedidas a este santuario, que ganan los
que visitan y asientan cofrades en virtud de esta bula». Poco me faltó,
digo; pero con lo que percibí tuve para copiosa provisión de ensueños en
una exploración de invisible por espacio y tiempo.
 
Mas antes os he de decir la historia milagrosa de estas riquezas
benditas, tal como consta en episcopales documentos. Reinaba Cosroes de
Persia sobre Jerusalem, dominada por sus ejércitos, cuando por
disposición divina fué llevada de la ciudad superilustre a tierras
africanas una caja, hecha en «madera incorruptible», por cristianos que
habían recibido la doctrina de los apóstoles mismos. Siempre
prodigiosamente, la caja erró de Africa a Cartagena de España, de
Cartagena a Sevilla, de Sevilla a Toledo, de Toledo al Monte Sacro de
Asturias y del Monte Sacro a la iglesia de San Salvador, de Oviedo,
«donde dicha arca fué abierta, y hallaron en ella los fieles muchos
cofrecitos de oro, de plata, de marfil y de coral, los cuales, abiertos
con suma veneración, ciertas cédulas atadas a cada reliquia de las que
dentro estaban, manifiestamente declaraban lo que cada una era». El arca
estaba central ante mí, mas cubierta de antiguas chapas y bien labrada
orfebrería. Y dentro del arca, algunos de los objetos venerados que no
se muestran sino en señalados días del año, con ocasión de fiestas
especiales y con gran aparato ritual y manifestaciones de fe.
 
* * * * *
 
La vocecita dijo:--«Esta es una pequeña parte de la sábana santa en la
cual envolvió José de Arimatea el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo.»
Yo sentía una vaga emoción, con un vago perfume de infancia..., a pesar
de que un mal diablillo me andaba por lo interior diciéndome: «¡Muy
bien, muy bien! ¿Qué van a decir, si usted cuenta esto, ciertos amigos
suyos que saben tanto del protoplasma?» Dejé murmurar al diablillo, y vi
en frente de mí, bajo un fanal en un marco de oro, un trozo de tela
blanca, que me pareció demasiado blanca para tantos siglos, y muy
semejante a ciertos tejidos manchesterianos. Mas luego abandoné las
influencias razonadoras, y con el admirable poder imaginativo pude
agrandar el pedazo de tela y ver el inmortal cuadro del descendimiento,
y el del lavado del santo cuerpo, y la piedad del vecino hierosolimitano
que primero que todos los celebrantes de la misa colocó sobre el
Corporal la misteriosa y carnal Hostia antes de la transubstanciación.

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