2016년 4월 1일 금요일

Opiniones 15

Opiniones 15


Monsieur Charles Wiener, el muy estimable diplomático francés, tan
conocido en la América del Sur, dió en una ocasión una conferencia sobre
el Uruguay; en la cual conferencia, publicada después, se leen estas
palabras: «El número enorme de los animales matados permite juzgar la
importancia del comercio de las pieles secas o saladas, en gran parte
acaparado por un _trust_ norteamericano. Permitidme aquí una explicación
etimológica: los hombres que manipulan las pieles de los animales
desollados, y que, además, no son destazadores artistas, constituyen una
categoría de obreros llamados «arrastracueros», de donde viene, por
corrupción, la palabra extraña de _rastaquouère_. Aprovecho ese
paréntesis filológico para hablaros algo sobre la palabra y sobre la
cosa».
 
La etimología de M. Wiener es, como otras semejantes, muy poco segura;
pero en todo caso, mejor que la que hace venir la palabra de la jerga
del Greluche de Meilhac, brasileño de pega. Su hablar--«¿Quo resta buena
avatas salem pampas?»--es de la misma especie que el turco de cierta
farsa clásica. Parecida a la opinión de M. Wiener es la que trae el
Larousse: «Otros pretenden que los primeros americanos del Sur, cuya
prodigalidad y lujo chillón llamaron la atención, eran antiguos
hacendados enriquecidos con la venta de pieles y cueros. Se les había
llamados «rascacueros», y de allí «rastacueros». ¿Aurelien Scholl
inventó su personaje de D. Iñigo Rastacuero, marqués de los Saladeros, o
en efecto, como él lo afirmaba siempre, el tipo fué amigo suyo y persona
en carne y hueso? Es de creer que el finado expresidente del «Cercle de
l’Escrime» tuvo muchas oportunidades de conocer a muchos americanos del
Sur, cuyos hábitos y figura pudieron dar vida a su retratado. «Desde el
día en que D. Iñigo Rastacuero, marqués de los Saladeros, bajó en el
hotel del Louvre, desde donde irradió sobre la sociedad parisiense,
pocos extranjeros han osado presentarse en el café de la Paix sin
haberse encasquetado un título cualquiera.» Rastacuero, «que debía dar
su nombre a la gran tribu de los exóticos», está aún presente en todas
las memorias: una cara de _pain d’épice_; dos ojos negros, con el
movimiento de rotación de los ventiladores; una gran nariz de loro, bajo
la cual un espeso bigote de alambre se retorcía orgullosamente
poniéndole un punto de admiración en cada mejilla. Tenía en su bolsillo
pepitas de oro y naipes, cartas de Hernán Cortés y direcciones de
damas. Cuando estaba sin blanca, Rastacuero hacía un viajecito a la
América del Sur y volvía algunos meses después con dos millones en
cartera. Se decía que había ido a matar a alguien en la Cordillera de
los Andes, y que traía sus despojos. Al partir, tenía cuidado de dejar
su dirección: «poste restante, en Buenos Aires», o «poste restante, en
Valparaíso». Rastacuero tenía los dedos cargados de sortijas; una cadena
de reloj que hubiera podido servir para atar el ancla de una fragata;
tres perlas, gruesas como huevos de garza, le servían de botones de
camisa, y usaba un alfiler de corbata que era una garra de tigre rodeada
de brillantes. El personaje que corresponde a las señas del de Scholl se
puede aún encontrar, con más o menos variantes en todos lugares. Y algún
personal motivo de malignidad tuvo el famoso cronista para hacerlo
aparecer como argentino o como chileno. No solamente de Valparaíso y de
Buenos Aires venían y vienen a París los dueños de las pepitas de las
garras de tigre y de los bigotes de alambre. Y justo fué el redactor del
_Figaro_, Gaston Jollivet, al decir en un artículo: «Muchos parisienses
enriquecidos son rastacueros»; cosa que ha repetido hace poco, y de
manera dura, Luis Bonafoux: «Rastacuería o Rastilandía están en todas
partes...»
 
Pero ¿en qué consiste esencialmente el ser rastacuero? ¿En ser exótico?
Jamás se le ocurriría a nadie aplicar el calificativo a Krüger o a
Li-Hung-Chang. ¿En el amor y uso de las piedras preciosas? Nadie se
atreverá a tachar de rastacuero a Robert de Montesquiou... ¿En los
muchos anillos en las manos? Mi buen amigo Ernesto Lajeunesse anda con
las suyas semejantes a las de un rey bárbaro. ¿En el tipo? El mismo
Scholl tuvo bigotes de alambre y muchos parisienses tienen los ojos de
D. Iñigo. ¿En el color? _El pain d’épice_ no se le puede aplicar a todos
los exóticos. ¿El derroche inopinado y ridículo? Los _petits-sucriers_
abundan en este maravilloso país.
 
A mi entender, el rastacuerismo tiene como condición indispensable la
incultura; o, mejor dicho, la carencia de buen gusto. Desde lejanos
tiempos, desde los embajadores que envió Harun-al-Raschid a Carlomagno,
los diplomáticos y los viajeros extranjeros de fausto y de riqueza han
venido a París a dejar una huella de oro y de lujo. Se necesitó que
viniesen de tales o cuales países americanos opulentos caciques o
arregladores de empréstitos para que la célebre figura representativa
surgiese. Puesto que de esos países vinieron, no los más cultos, sino
los más hábiles, con todos los defectos nativos sin barnizar. _Parvenus_
o señorones de aldea, creyeron que Lutecia era conquistable con exceso
de colorines y mala ostentación de grandezas. Luego fueron los ingenuos
ricachos, como el personaje de una de las novelas del escritor chileno
señor A. del Solar. Y el rastacuero agrega entonces a su mujer y a sus
hijas, esas hijas que formarán lo que llamaba Juan Montalvo matrimonios
deslayados; jóvenes ricas que se casan con nobles arruinados. Por eso
el mismo Scholl se atrevió a decir en otra ocasión: «Casi todas las
extranjeras sin marido son rastacueras.» En cuanto a los que no osan
presentarse en el café de la Paix sin encasquetarse un título
cualquiera, los hay de la manera más sonoramente grotesca. Millones
incásicos o aztecas compran títulos del Papa--y no en el café de la
Paix, sino en el mismo mundo de la nobleza--, surgen los Iñigos
marqueses y príncipes. La injusticia aparente que se ve en el parisiense
contra el hispanoamericano, habiendo tantos valacos, griegos y
levantinos que merecen el epíteto célebre, se explica por tales razones
y ejemplos.
 
* * * * *
 
Raspacueros, rascacueros, arrastracueros, siempre hay cueros en la
palabra, y como en donde de manera principal abundan los ganados y de
donde vienen los cueros es de la América del Sur, y en especial del Río
de la Plata, el epíteto, con etimologías comprensibles, como la de M.
Wiener, se singulariza. Solamente es de asombrar que a los yanquis,
comerciantes en pieles, en tocinos, en jamones; archimillonarios y
derrochadores, y tipos de grandes rastacueros delante del Eterno, por
derroches y extravagancia, no se les aplique el dictado de rastacuero.
¿Por qué? ¿Por la falta del color de _pain d’épice_ o de _forro de
bota_, como dijo el jesuíta Coppée? Pues entonces que no se llame
rastacuero al más estupendo de los hispano-americanos, al célebre Guzmán
Blanco, que era culto, hermoso, de puro tipo caucásico y que casó a una
de sus hijas con el hijo del _arbiter elegantiarum_ del segundo
Imperio, M. de Morny. ¡Ah! muchos rasca, raspa o arrastracueros
entroncan hoy en árboles genealógicos de la nobleza europea por virtud
de los mismos cueros. Y eso no es nuevo... Tan no es nuevo, que en su
latín lo decía ya en lo antiguo el maravilloso y rudo Juvenal:
 
Neu credas ponendum aliquid discriminis inter
Unguenta _et corium_. Lucri bonus est odor ex re
Qualibet. Ylla tuo sententia semper in ore
Versetur, Dis atque ipso Jove, digna, poetæ:
_Unde habeas quaerit nemo; sed oportet habere_.
 
No, el rastacuero no tiene nacionalidad, tiempo ni profesión, ni
necesita de fortuna para serlo--el rastacuero tal como se entiende en
París, una vez adoptada la palabra--. Buckinghan no era un rastacuero,
ni el duque de Osuna, ni Aguado el banquero. Pero sí tales tipos
singulares, cuyos nombres se olvidan, italianos, españoles, argentinos,
peruanos, chilenos, mejicanos, bolivianos; cuatro caballos, título
inesperado o desenterrado, pompa de encargo, propinas del chá, cuando no
juego sospechoso; _sport_ a la mala, matrimonio de agencia o
intermediario, castillo súbito, relaciones compromitentes.
 
La evolución del rastacuerismo se nota en su civilización. La
extravagancia exterior en la decoración personal, en las maneras de
derroche violento y copioso, han dado paso a una especie de
compenetración con la alta sociedad parisiense--nunca en el riñón del
Fauboug--, sobre todo después de que los millonarios yanquis han abierto
la mayor parte de las puertas antes cerradas herméticamente. El
«brasilero» de Meilhac y Halévy no existe hoy, sino corregido y
aumentado por la facilidad de relaciones.
 
Y en cuanto a la manera de juzgar, ha cambiado también. Se dice entre el
_demimonde_: «¡Qué «rasta» estás esta noche!», para alabar un lujo o una
elegancia. Y en ese mismo medio mundo no hace muchos años, cuando los
Prados y Pranzinis, la palabra «rastacuero» era un insulto... y una
alabanza. En el mundo literario he oído llamar «rasta» a M. de Heredia,
y en el alto mundo a notables individualidades se les da la calificación
en diarios mundanos...
 
* * * * *
 
Los verdaderos están en todas partes...
 
...Ellos van, ellos y ellas, en los automóviles, vestidos de cueros...;
ellos van, ellos y ellas, bajo la noche fría, en los magníficos
carruajes, vestidos de pieles...; ellos van, ellos y ellas, indignos de
sus riquezas, por todas partes, con los huevos de garza y las garras de
tigre de que hablaba el mosquetero Scholl.
 
Cueros y perfumes, los internacionales Guarangos: _Unguenta et
corium_...
 
 
 
 
[Illustration] EL ESCULTOR ARGENTINO IRURTIA
 
 
Monsieur Irurtia: La _concierge_ me conduce, en un patio en que se ve
mucho cielo y medran tupidas enredaderas, que el mes ha deshojado, a la
puerta del taller que busco.
 
--_Entrez!_
 
El artista argentino, con sus manos llenas de la tierra del trabajo, sus
cabellos revueltos, su barba crecida, su cuerpo robusto que envuelve la
larga blusa, el gesto amable, la sonrisa hospitalaria, me acoge.
 
* * * * *
 
La modelo no ha dejado la tarima. Su bella plástica, acostumbrada a la
visión de tantos ojos, queda tranquila ante la contemplación de un
artista más. Yo ruego al escultor amigo que no interrumpa su tarea, y
por largo rato gozo del espectáculo que no me cansaría nunca. Ver crear,
ver surgir la forma expresiva, alma inmóvil de la materia, entre las
manos de un obrero intelectual, es hermoso.
 
De cuando en cuando examino el recinto, que ya conozco. Es el mismo
estudio modesto en donde he visto nacer y morir, por la voluntad

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