2016년 4월 1일 금요일

Opiniones 16

Opiniones 16


En las paredes están las reproducciones de piezas anatómicas y
fragmentos de yeso, copias de trozos célebres. No lejos encuentro varias
_maquettes_ del ideado monumento de un héroe argentino. A un lado el
estante de los libros, que suple a los amigos en la vida cuasi ascética
de este solitario estudioso y serio, serio hasta la melancolía.
 
Puesta a un lado, después de largo rato de labor, la figura que está en
estudio actualmente, la modelo descansa. Luego se viste cerca de la
salamandra que da su sabroso calor, y se despide de nosotros sonriente,
con un apretón de manos y un sonoro _ arrivederci_ de su linda boca de
Italia.
 
Entonces veo la obra nueva «Las pecadoras».
 
Rogelio Irurtia es joven, pero su talento es de una fuerza sólida y
madura. Comenzó sus estudios en Buenos Aires, ha hecho el viaje a
Italia, indispensable para todo artista, y luego ha venido a París
pensionado por el Gobierno. De un carácter concentrado, retraído, tímido
como todos los vigorosos, ha vivido siempre dedicado a su arte, en esta
maravillosa metrópoli de las metrópolis, y ninguno de los halagos y
tentaciones de este ambiente de placeres lo ha arrancado a su meditación
y a su ensueño, defendido por una labor continua y una soledad discreta.
En las almas de los artistas existen las vírgenes cuerdas y las vírgenes
locas. La de Irurtia es de las cuerdas. Su cultura no es extensa, pero
es firme. No quiere hacer literatura de mármol o de bronce. Ha encarnado
simplemente y humanamente el problema de la vida. Ha puesto los ojos de
su espíritu y de su cuerpo en el espectáculo del sufrimiento humano.
Como Constantin Mennier, se ha sentido conmovido por el Trabajo, y como
Rodin, a quien admira, por la dominación del amor omnipotente que arde
en la tierra. Y ha visto directamente, sin lentes de preocupación ni
anteojos académicos. Con esto está ya significado que no existe en él la
tendencia a lo retórico y menos a lo bonito, ni la sujección a los fríos
cánones de los dirigentes diplomados. Es un talento leal consigo mismo.
Aunque tiene sus admiraciones, no juzga que tenga que sujetarse nadie al
yugo de los maestros, por grandes que sean, a la imitación de estilos o
maneras que cuando valen y vencen, es que son manifestaciones de
temperamentos, exteriorizaciones de potencias individuales. Así, siempre
ha sido hasta cruel con su propia producción. Ha intentado y vuelto a
intentar dar realidad a su pensamiento, y, como lo he dicho antes, ha
destruído lo que no ha satisfecho a su propósito. Entre otras, he
sentido la desaparición, el año pasado, de una «Maternidad» expresiva y
de singular ejecución. En verdad, el grupo actual, la creación reciente,
merece vivir, y vive por su propia razón. «Las pecadoras» afirman un
maestro de mañana y una innegable fuerza de ahora. Quien así sabe
representar uno de los más duros aspectos del dolor humano, merece el
aplauso de todos y el orgullo de los suyos. «Las pecadoras»--me
dice--son mujeres que, agobiadas por el peso de sus remordimientos,
vagan sin patria, sin otra esperanza que la Cruz, ¡su única
consolación!». En efecto, son las fatales máquinas de amor, el pobre y
terrible rebaño de prostitución, el animal de belleza y miseria, la
castigadora víctima, la hembra apocalíptica en cuya frente se lee la
palabra _Misterium_. Este concepto de la eterna Magdalena, y su fin de
esperanza, es raro en un artista que piensa en este formidable París
moderno en una época en que se proclama el endiosamiento de la
cortesana, y en que toda idea de cristianismo lucha contra gruesas
oleadas de positivismo, de sensualismo, de indiferencia y de crueldad.
 
La cortesana, la pecadora de hoy, sale significando la danza, con su
cuerpo deformado por el uso del corsé, pero admirable, del taller de
Falguiere, o deja, cuando muere, millones en joyas que se venden en la
casa de remates. Es el ídolo, es la tirana, es la dueña. Cierto es que
esos son tipos de cortesanas y no la cortesana. La pecadora de Irurtia
ha caído, y vaga luego como una sombra de duelo y de pena. Mientras
Popea tiene siempre litera, otras de sus infelices compañeras acechan
por las Suburras. En la obra de que me ocupo, la idea es cristiana, la
«obscura total idea», para emplear una frase de Schiller en su
correspondencia con Goethe. Si el autor, con un amor pagano, ha modelado
las formas, y con un cuidado antiguo ha tratado la _drapérie_, es
modernísimo en la expresión y en la comprensión del sujeto. ¿Hay alguna
reminiscencia en ese estilo que brega por ser personal? Es posible. El
autor no asiste al taller de Fidias en esta presente Atenas; pero, de
hacerlo, entre Agorácrito y Alcámenes, sería Alcámenes, por sus ímpetus
de independencia, por su anhelo incesante de libertad. Esa independencia
la ha demostrado no dejándose arrastrar por la moda o por el snobismo,
que hacen de la violencia rodiniana la única manera aceptable en
escultura. Pero al lado de un Rodín, ¿no existe, por ejemplo, un
Bartholomé?
 
Volviendo al tema del grupo, Afrodita tiene hoy un culto praxiteliano.
Las hetairas son representadas como sacerdotisas de amor carnal; es el
tiempo en que en los Salones los maestros exponen, en esculturas
policromas, como en la antigüedad, el poema del cuerpo femenino, tan
solamente visto a la luz de la filosofía del placer. Es el tiempo en
que a esos escultores corresponden eminentes escritores paganizantes,
como M. Paul Adam y M. Pierre Louys. Cratina es modelo y se frecuenta la
casa de Friné. Irurtia, cristiano, mira el más allá, sin limitarse
exclusivamente a oir las doctrinas de los seguidores de Epicuro. Su
visión es áspera y tenebrosa, pero tras esa tiniebla hay una luz para él
indiscutible. El comprende a las Marías de Magdala y a las Marías de
Egipto. Yo no sé que otro, antes que él, haya extraído del negro tema de
la Trata de blancas una obra semejante. En este sentido, este trabajo
une a su mérito estético un valor moral. Digo moral, no moralizador...
Irurtia no es miembro de Liga, ni periodista, ni soldado de la Salvation
Army, ni amigo del senador Berenger. Es un artista.
 
¡Un artista!
 
Es tiempo ya de que ese gran país sepa lo que las patrias deben a las
artes. Ya el lujo dejó para el cuerpo la ostentación, la riqueza. Ahora,
lo que al espíritu le toca. Hay que seguir el ejemplo de los Estados
Unidos, que siendo nación de trabajo enorme, protege hoy largamente a
sus artistas. «Somos, un país esencialmente agrícola y pecuario.»
Entendido. Hace miles de años una rama de la raza indogermánica, los
griegos, llegó al más admirable cultivo y gozo del arte; pero antes, en
Grecia, habitaban los pelasgos, que eran esencialmente agricultores. El
cultivo de la tierra, el pastoreo, fueron primero que la Lira, que el
carro de Terpis, que el mármol labrado por Policleto, que el triunfo
completo del arte en la tierra armoniosa y divina. Luego, el arte
ateniense, ¿dónde encuentra sus mejores seguidores? En el Peloponeso;
pero, sobre todo, entre los trabajadores, entre los activos e
industriosos argivos. El pueblo etrusco fué también primero un pueblo de
trabajo y de empresas prácticas: _filotecnon etnos_. Las grandes
ciudades artísticas italianas fueron ciudades industriosas y
comerciantes. ¿Por qué la República Argentina, que hoy asombra al mundo
por sus progresos materiales y prácticos, no ha de llegar a brillar en
la civilización humana por sus artistas, sobre todo contando con
abundancia de «espíritu primo», de talento nativo? Dígase lo que se
diga, en la juventud argentina hay un tesoro colosal de porvenir. Para
lograrlo, hay que pensar en el toro nacional... ¿Cómo?
 
Hay un mito antiguo--recientemente tratado por M. Paul Adam, a propósito
de la obra de Franz Cumont, sobre los Misterios de Mithra--que parecería
inventado de propósito para el pueblo argentino. «Es un símbolo
maravilloso, dice, el venerado por el culto de Mithra, el joven dios
pérsico, cuyo culto secreto han propagado los legionarios romanos a
través de la Europa occidental desde los tiempos de César.»
 
La leyenda dice que el héroe nacido de la roca volcánica, con la
antorcha y la espada en las manos--tal la humanidad ya provista de
inteligencia industriosa--, persiguió al toro brutal que reinaba
entonces sobre la tierra, lo asió por los cuernos, lo montó, lo fatigó
durante una carrera furibunda, y luego, habiéndolo echado en tierra, se
lo llevó, arrastrándolo, a su caverna. Pero el búfalo no se resignó a
estar domado. Se escapó, atropelló, persiguió a débiles y pacíficos.
Entonces, «por orden del Sol», Mithra, mediador entre lo incognoscible y
el mundo sensible, corrió, ayudado por su perro, hacia el monstruo
destructor. Lo esperó a la hora en que volvía cerca de la caverna a
llevar la devastación. Lo agarró por el hocico, le torció el pescuezo,
lo venció, y el dios hundió su espada en el flanco de la víctima
jadeante. Entonces hubo este prodigio: «Del cuerpo del bruto moribundo
nacieron todas las hierbas y plantas saludables que cubrieron el suelo
de verdor. De su medula espinal germinó el trigo que dió el pan, y de su
sangre la viña que produjo el brevaje sagrado de los misterios. El
espíritu maligno quiso lanzar contra el animal agonizante las criaturas
inmundas, para emponzoñar en él la fuente de la vida; el escorpión, la
hormiga, la serpiente, intentaron inútilmente devorar las partes
genitales y beber la sangre del cuadrúpedo prolífico; pero no pudieron
impedir la prosecución del milagro. La simiente del toro, recogida y
purificada por la Luna, produjo toda especie de animales útiles, y su
alma, protegida por el perro, fiel compañero de Mithra, se elevó hasta
las esferas celestes, en donde, divinizada, llegó a ser, bajo el nombre
de Silvano, guardián de los rebaños.» La estela que decoraba los templos
del dios militar eternizaba la memoria de esta fecundidad bienhechora.
El tauroctono se mostraba allí bajo la apariencia de un joven robusto y
bello, en el instante en que, los ojos al cielo, inmola la salvajez de
la bestia. A la derecha y a la izquierda de la presa palpitante dos
pequeñas imágenes le representaban aún llevando antorchas, signos de la
luz espiritual en cuyo nombre se cumplía el sacrificio. Este perfecto
símbolo instruía a los soldados en su deber y los justificaba. Era para
abolir la barbarie destructora, era para permitir la obra del espíritu
sabio, legislador y pacificador, que los ejércitos de Roma podían, sin
crimen, atacar a las hordas y multitudes bestiales que pululaban en los
países sin cultura antes de invadir un día los países que las artes
fertilizan, antes de arruinar allí las fuerzas bienhechoras. Pero una
vez conquistadas, sometidas, educadas esas multitudes, a su vez cultivan
la tierra, edifican las ciudades en que se congregan los traficantes,
los ricos, los artistas, los pensadores. Y de esas nuevas fuentes de
inteligencia brota más luz para alumbrar las vías de la felicidad
humana. Matar el toro era así fecundar el mundo. M. Paul Adam
encontraría que en el país de las pampas, bajo el Sol de la patria
argentina, casi todo el mito se ha cumplido. Se combatió la barbarie, la
tiranía, la destrucción; se cultivó la tierra, Silvano protegió los
ganados; se fundaron las ciudades, llenas de industriosos y de ricos.
¿Qué falta? La llegada del Arte, la victoria de la inteligencia y del
espíritu. ¡Que llegue pronto! El Sol brilla. Mithra lo quiera.
 
Entonces no tendrán por qué desconsolarse o abatirse los talentos
jóvenes como Irurtia. La ciudad será lo que debe ser en la nobleza y
decoro municipales. Las ferias rurales tendrán su contrapeso en las
exposiciones intelectuales.
 
Me despedí del autor de «Las pecadoras» deseándole vida resistente,
voluntad perseverante, esperanza y valor. Tengo la conciencia de que en

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