2016년 4월 1일 금요일

Opiniones 17

Opiniones 17


Recientemente he tenido la grata oportunidad--en la amable compañía de
dos poetas argentinos, Angel de Estrada y Leopoldo Díaz--de visitar,
plaza Pereire, rue Guillaume Tell, el recinto en que se encuentra la
obra, puede decirse completa, del gran escultor Clésinger. Debí la buena
impresión de Arte a Mme. Berthe de Courrière, sobrina y heredera del
artista, a la cual tuve la honra de ser presentado por M. Remy de
Gourmont, el querido maestro y buen amigo. Es difícil encontrar reunida
toda la producción de un estatuario, de un pintor. De pintores sólo
recuerdo a Wiertz y a Gustave Moreau; de estatuarios a Thorwaldsen. En
este caso, la piadosa voluntad de Mme. de Courrière ha librado de ser
regadas aquí y allá las numerosas producciones de quien, con Rude y con
Carpeaux, forma, como muy bien dice M. de Gourmont, la trinidad de los
grandes últimos escultores franceses desaparecidos. Por otra parte, la
decisión de la heredera está apoyada por el voto escrito de los más
grandes nombres del arte francés contemporáneos, entre los cuales Puvis
de Chavannes, Carrière, Rodin, para no citar otros, los cuales han
dejado manifiesto su deseo de que no se venda separadamente la obra
clésingeriana, que constituye por sí sola un museo especial y que en su
unidad representa una vasta elección de belleza y es la manifestación de
un momento en la historia de la escultura francesa. ¿De un momento? «En
la historia de la escultura francesa en el siglo XIX, dice el insigne
escritor que he citado, Clésinger es un hombre; y más: una fecha; y más
aún: una época. El personifica, como tallador de mármol, el Arte
románico. ¿Es el Víctor Hugo? Ningún estatuario del siglo fué un Hugo.
¿El Alexandre Dumas? Eso y algo más, pues con la perpetua fecundidad,
Clésinger, tuvo el perpetuo estilo. Fué malo, a menudo, pero con fuga,
con locura». Es que Clésinger tenía lo que significaba antes con una
palabra hoy fuera de moda, tenía «inspiración.» Inspiración, esto es, la
sinceridad irreflexiva, el pensamiento voluntario e impetuoso que
explica y exhibe la libre alma. Romántico, tenía que serlo, por su
tiempo y por su ambiente. El también, cuando el siglo tenía catorce
años, nació en Besançon, «vieja villa española». No, no fué un Hugo;
pero él también esculpió fragmentariamente una su leyenda de los siglos;
él también se saturó de antigüedad; él también encarnó la Paz, la
Libertad y la Fraternidad; él también hizo su labor en la historia y en
la mitología; él también modeló una que otra «Oriental», él también
formó su Esmeralda, su Zíngara, que es la _Danseuse au tambourin_; él
también pagó tributo al Sátiro; y celebró en bronce y mármol a
Carlomagno, a Francisco I, a Napoleón el Grande... y a la República.
 
Su primera labor se ajusta a las tradiciones, sigue las ideas y
enseñanzas de maestros imbuídos en el clasicismo. Se hace al oficio
oficial, y no hay duda de que en ello aprende la gramática de la
estatuaria, la indispensable regla, las normas académicas que sirven
hasta a los más atrevidos, cuando son atrevidos que tienen genio.
Clésinger, si no era un genio, tenía genio. Su obra fecunda lo demuestra
hasta en sus trabajos más defectuosos. Estaba lejos de la chatura de
muchos de sus contemporáneos patentados, y en ciertas creaciones suyas
fué, puede decirse, un revolucionario, un «nuevo», y no sin razón tuvo
la simpatía y el aplauso de Gautier, y principalmente, en este caso, de
Baudelaire.
 
* * * * *
 
Clésinger tuvo una _travagliata vita_, como dice el admirable Benvenuto
de la suya. Mas, como el mismo, bravo y estupendo artista, gozó, en días
dichosos, de esplendores y de honores. Para mí es un espíritu igual al
de aquellos soberbios hombres del Renacimiento, de aquellos
cinceladores, pintores, arquitectos, escritores, poetas, que sabían
comprender el gozo de la vida y aprovechar para la propia exaltación de
la existencia sus dones de superioridad mental, su potencia comprensiva
y su vibrante hiperestesia.
 
Clésinger tuvo una _travagliata vita_, comió un tiempo el pan de miseria
preciso a todo victorioso futuro, y cuyo seco y áspero gusto hace
saborear mejor los champañas del triunfo. No sé si, como el autor del
Perseo, tuvo la suerte de contemplar una salamandra entre las llamas y
de tener la inmunidad contra los escorpiones; mas, sí, cuentan sus
biógrafos y narran sus amigos que la enemistad y la envidia no lo
perdieron nunca de vista, ni aun cuando desapareció de la competencia
por la puerta negra del sepulcro. El otro día, un joven escultor
hispanoamericano, de fuerte talento, me contaba sus duras penas; y no
hice sino leerle un fragmento de carta de Clésinger para que se fuese
consolado. «Si me hubieseis visto, escribía a un amigo, estos días
últimos, trabajando, sin fuego, en un desván, hubierais tenido compasión
de mí; mi padre hubiera llorado al ver mi miseria y mi hambre, porque
tenía hambre, y siempre esa palabra: nada, nada, me hacía trabajar más
que dormir; en fin, después de haber concluído mi dibujo, lo he
expuesto: un inglés lo ha encontrado de su gusto y me lo ha comprado por
cincuenta francos (cincuenta francos, ¡qué fortuna!); haré otros». En
las notas de Mme de Courrière, como en detallado y lujoso volumen de
Estinard, se hace resaltar esa época de sufrimiento y de capricho que
forma la parte más interesante de la vida de Clésinger. Sufrimiento y
capricho, ¿no aparecen siempre en toda existencia de intelectual? Es el
_whim_ del pensador anglosajón y la dolorosa y misteriosa venganza de
las potencias ocultas que se sienten divisadas o rozadas. Este escultor
buscó la libertad desde la adolescencia, combatió de cien maneras, y
tuvo la pasión de Italia, y fué correspondido. Ella le enseñó el secreto
de sus _pierres de jadis_, y si no le dió un León X, por culpa del
tiempo, le ofreció un excelente Pío IX la amistad de grandes señores
descendientes de los protectores de Leonardo y de Miguel Angel y la
hospitalidad vaticana, al favor de la púrpura cardenalicia. Allí refinó
su paganismo; allí pudo soñar y evocar épocas de belleza libre y de
mística resurrección. Allí aprende y comprende el arte cesáreo que debe
crearle simpatías en la corte francesa del segundo Imperio, el que ha de
hacerle rememorar en su estatua de Napoleón I al dorado caballero que
está ante el Capitolio. Allí ama a Cleopatra.
 
* * * * *
 
La milagrosa reina que, a la par de la de Saba, todavía hacer sentir al
mundo el perfume de su voluptuosidad, tuvo en Clésinger un magnífico
adorador. La _Femme piquée pour un serpent_, quizá la más bella
representación escultórica de la soberbia y sensual fascinadora. Me
explico, cuando su aparición, el éxito, los ataques, la defensa del
crítico Thoré y la tragedia de Delphine Gay, y después, ¡hasta la
bacante de Moreau-Vautier, del Luxembourg! Carne admirable, forma
vencedora, en la última palpitación, plasmada en mármol para la
inmovilidad de las cosas eternas. Lo que apenas recordaba en una piedra
grabada del museo Florentino un artista de la antigüedad, lo renovó
espléndidamente el gran romántico de Besançon. Luego surgirá,
hierática, su Cleopatra del loto, la reina ante César, trabajo que se
cuenta entre las obras maestras de todos los museos de la tierra. Luego,
¡la Cleopatra moribunda! Clésinger dejó una armoniosa teoría de figuras
llenas de gracia, musas, estaciones, danzarinas; pero no hay que olvidar
que era un vigoroso, que era dueño de la fuerza, que era el maestro de
los leones y de los búfalos. Domaba la soberbia leonina, poéticamente,
colocando sobre los lomos de la bestia fiera amores o mujeres. El había
comprendido la belleza de los países pastoriles, donde en los vastos
llanos, en las inmensas pampas, se alza la orgullosa figura de la vaca,
sagrada en la India; del toro, que se quedó con la soberbia de Júpiter.
El sabía adornar los palacios, o las entradas de esas grandes fiestas
pecuarias, de esas exposiciones que son el lujo de la ganadería inglesa,
yanqui o argentina, y que saben contar los Whitman y los José Marti. Su
«Toro romano», como el farnesio, dice la imperiosa salvajez de la bestia
noble; sus búfalos tienen en su testuz la familiaridad del huracán; son
hermosos y monstruosos... _Deformis scapulis torus eminet..._ dice en
alguna parte Plinio. Mugen. Viven. Se les aplicaría el epigrama clásico
a la vaca de Mirón.
 
Otro lado en que se revela la impetuosidad del estatuario, es en su amor
por la escultura militar, lo que él llamaba sus «hombres de hierro». «No
tengo más confianza que en ellos, decía. Espero que esas estatuas
militares, Hoce, Kléber, Carnot, Marceau, me traerán buena suerte, a mí
que no he dejado de ser nunca soldado y patriota». «En efecto, había
intentado, dice uno de sus biógrafos, hacer revivir a los generales de
la Revolución y había logrado encontrar un acento muy personal para sus
evocaciones militares. Su tarea quedó inacabada.»
 
Como muchos intelectuales irreflexivos no supo tener en cuenta la parte
práctica de la vida. Fué siempre un joven, y esto fué una virtud y un
defecto. El sol y la luna del país de Bohemia no se apagaron jamás para
él. Pero era también, como él se complacía en decirlo, un soldado.
Gustaba de las bellezas terribles de la guerra que hacen la gloria de
los grandes «hombres de hierro».
 
En el manejo de la línea, en la lucha con la expresión, en la creación
de la forma soñada, encontró un campo de acción y de descanso la
tempestad de sus nervios, la tempestad que lleva en su interior todo
intuitivo, todo creador, todo poeta, todo artista. Sus retratos no
revelan el padecimiento, aunque la boca y los ojos digan más de una
melancolía; la que tradujo en «Perseo y Andrómeda».
 
Un día pasó la muerte, estúpidamente como a menudo, y se lo llevó. Dejó
una larga herencia de mármoles, de bronces, de yesos, bustos, estatuas,
obras monumentales. La política le fué fatal, pues se enterró al mismo
tiempo que Gambetta, y, como a otros grandes artistas, la muchedumbre lo
pospuso en su atención al tribuno. Luego, llegó el olvido; y hoy hay un
despertamiento, el despertamiento que antecede, en los vedados ilustres,
a la cierta resurrección en la gloria, en la posteridad.
 
 
 
 
[Illustration] MISS ISADORA DUNCAN
 
 
¡Canta, oh musa, a Isadora, la de los pies desnudos, y sus danzas
ultra-modernas de puro arcaicas, y sus piernas de Diana, y las músicas
antiguas que acompañan las danzas, y los veinticinco francos que hacían
pagar en el teatro Sarah Bernhardt por una butaca! Pues es en realidad
digna de mucho entusiasmo esa rítmica yanqui que hace poesía y arte con
la gracia de su cuerpo, ninfa, sacerdotisa y musa ella misma, en un
impudor primitivo y sencillo, digna de las selvas sagradas y de las
paganas fiestas. París no ha correspondido a la novedad, porque la
prensa estuvo seca por culpa, dicen, del empresario. Mas no faltaron los
novedosos de siempre, los snobs, tales princesas y tales artistas, amén
de la colonia, que siempre está dispuesta a apoyar todo lo que viene del
país poderoso en donde, si hay gigantes Morganes y Rockefellers, surgen
hadas Loïs e Isadoras.
 
Antes de aparecer en el teatro, Miss Duncan había danzado en la
intimidad, para regalo de señalados amigos, como en los salones de la
princesa Polignac, y en una fiesta dada en honor de Rodin, en pleno
aire, en la amable campaña, hizo la gracia de un espectác                         

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