2016년 4월 1일 금요일

Opiniones 18

Opiniones 18



Pero, repito, el espectáculo es bello, da un positivo deleite estético,
y un estatuario como Rodin es justo que se haya sentido feliz al ver
encarnadas y con movimiento las figuras de los bajorrelieves, de las
pinturas de las ánforas. ¿Habrá podido esa mujer joven, vigorosa,
robusta, llena de vida, impregnada de literaturas, filosofías y artes
libres; habrá podido esa pagana mantener su ideal artístico libre de
contaminación en la región de las ideas, en la castidad cerebral de una
vestal del ritmo, de una sacerdotisa de Terpsícore? La bailarina de los
pies desnudos, que es elegantemente pedante y muy de su tierra, ha
escrito páginas curiosas que desenvuelven su teoría de la danza del
porvenir, y a propósito de sus brazos blancos, de sus clásicas zapatetas
y de sus lindos hallazgos, ya habéis visto cómo se proclama discípula
del autor del _Origen de las Especies_. Podía agregar al inevitable
Nietzsche, catedrático de gozo dionisiaco, que mira en el baile la mayor
manifestación de la libertad de la vida, como una acción enérgica y
sublime. La danza para Miss Isadora no debe tener ningún artificio y
debe ser nada más que una transposición o concentración del ritmo
universal en el ritmo humano. Más que danza, la suya, es mímica; es la
animación de la escultura femenina, y sus ademanes y pasos son renovados
de los kernóforos, ándema, kaladismos, etc., que se pueden hallar en
Laborde. Ella ha pasado largas horas en los museos, y ha visto animarse
los mármoles; y a la actitud fija de las figuras escultóricas ha
agregado el gesto anterior y el gesto posterior, completando así el
poema de la forma, por el movimiento armonioso que cambia bellamente las
líneas.
 
La iniciadora de esta danza, que ella dice del porvenir, es, pues, una
descubridora del pasado. En todo caso es una creadora de belleza que
amaría Fidias y que halagaría Barnum... Miss Isadora no es hermosa, pero
quizá de tanto contemplar las figuras de los museos se parece a ciertas
estatuas y a ciertas mujeres de los pintores primitivos. El cuerpo es
soberbio, y cuando se presenta triunfa de algo verdaderamente delicado:
la dificultad, la rareza de encontrar un pie perfecto. La impresión
helénica se siente. Para apreciar en su valer las danzas de esta mujer
original hay que tener indispensables nociones de cultura clásica.
 
Imaginaos en un sencillo decorado una figura casi alada, en una
turbadora semidesnudez femenina, pero que os evoca en seguida las
creaciones de la clara y encantadora mitología de Grecia. Ya es
Euridice, ya Eco, ya Ariadna. Con el gesto, con el rostro, con el
movimiento cambiante, dulcemente lento o ágilmente vivo, se explica el
dolor de Orfeo o la expectativa al son de la flauta pánica que produce
luego el gozo de la ninfa o la fuga ante la persecución de Baco
enamorado, el temor y el temblor, todo lírico, espléndido y sensual. Hay
saltitos y cambios de lugar que parecerían por un instante ridículos en
ese rico y frondoso cuerpo sonrosado; pero la magia de la evocación
vence del momento peligroso y el _deus_ que posee a la danzarina mima
se manifiesta de manera incontrastable y estupenda. Ahora, un buen señor
de negocios, que va al teatro a hacer su digestión, quizá encontrará
todo eso absurdo o se fijará en cosas que no son propiamente el sutil
hechizo de esta obra y de ese acto de arte. Yo de mí diré que ante la
sugerente _performance_ sentí venir a mis labios la lírica invocación.
«Oh, vosotras, que reinais sobre las ondas del Cefiso, cuyas riberas
nutren generosos corceles, ¡oh, Gracias!, a quienes no se canta lo
bastante, diosas de la brillante Orcómenes, protectoras de la antigua
raza de Minias, escuchad los votos que os dirijo. Si hay en la vida de
los mortales algún encanto y adorno, lo deben a vosotras; vosotras
dispensáis la cordura, la belleza, el valor. Los dioses mismos no
presiden jamás ni danzas ni festines sin llamar a las augustas Gracias;
son ellas las que regulan todo en el cielo, y sentadas al lado del dios
que lleva un arco de oro, del vencedor de Python, adoran eternamente la
gloria del dios del Olimpo. Amable Aglae, Eufrosina que te complaces con
los cantos de la lira, hijas del más potente de los dioses, escuchadme;
y tú, Talía, que sonríes a nuestros himnos, lanza una mirada sobre esas
danzas ligeras que celebran una feliz victoria; pues vengo en mis versos
a cantar a Asópico, con el modo lidio; a Asópico, por quien la ciudad de
Minias triunfa en Olimpia. Y tú, Eco, desciende a las sombrías moradas
de Proserpina, y lleva a Cleódano tan gloriosa noticia; dile que tú has
visto combatir a su hijo, y que la victoria de alas de oro ha puesto
sobre su joven frente la corona de las luchas gloriosas.» E Isadora ha
sido para mí Aglae, Eufrosina, Talía y Eco, siendo la misma Terpsícore;
y por ella he creído ver la victoria de Asópico de Orcómenes, niño
vencedor en la carrera del estadio, y las danzas que lo celebran, y la
divina Hélade, con su sol de miel y su aire de amor. Y he pensado en lo
que gozaría mi ilustre amigo Guido Spano ante esta Gracia danzante,
antigua griega de carne viva.
 
* * * * *
 
Lo pagano de Miss Isadora viene también de los pintores del
Renacimiento. Ella ha ido a Grecia, pasando por Italia. Botticelli la
habría retratado, y el poeta Lorenzo el Magnífico le habría dedicado una
de sus _canzone a ballo_, por ser su danza una _consolatio grossisima_,
como diría el viejo Antoine Arène.
 
Mas, entendámonos: la palabra danza no es propiamente aplicable a la
representación de la Duncan. Danzas son las de las bayaderas, y
_ouled-nail_, las jotas y tarantelas, el minué, la gavota, el vals y la
polka, hasta el funambulesco cake-walk. Las de Miss Duncan son más bien
actos mimados, poemas de actitudes y de gestos, sin sujeción nada más
que al ritmo personal, sin reglas propias fuera de lo que indica la
naturaleza. Así debió haber bailado más o menos el ilustre rey
coreográfico David; así Salomé, la de azules cabellos; así los elfos que
canta Leconte de L’Isle, y así, en una noche de luna, coronada la
cabellera de jazmines, no sé si en Lima o en Bolivia, doña Juana Manuela
Gorriti, según testimonio del poeta Ricardo Jaimes Freire. Para Miss
Duncan no es precisa la música, o la música, en el sentido helénico,
está en ella misma, la música silenciosa de sus gestos. La danza, según
su teoría, se ritma por la música pitagórica, y el ritmo de las esferas,
el ritmo de todo lo existente, se resume en su propio rítmico
movimiento, al impulso musical de su espíritu. Esto, como véis, es un
poco más complicado que los _entrechats_ de la Cleo de Merode o de
Zambelli. Para las bailarinas comunes es verdadera la definición del
barón de Massias: el canto es la palabra de la música, y la danza es el
gesto del canto. Para Isadora, no. Ella entra en filosofías y es
demasiado antigua. Por otra parte, ambas cosas, filosofía y baile, se
compadecen. Sócrates enseñaba a bailar a la misma Aspasia. La mima de
los desnudos pies no tiene nada que ver con las Camargo, Guimard,
Bernay, Mauri; su alma y sus piernas son de Tracia. Nada le enseñan
Blasis y Lemaître y Noverre. Su inspiración no se encuentra en el
diccionario de Compan; mas Luciano la reconocería discípula de Thea,
frigia o cretense. Hello, furiosamente bíblico, le perdonaría quizá su
desnudez, y el divino Stéphane la haría perseguir en el bosque por un
fauno de su siesta. Mima griega, pues, tiene en nuestra civilización un
velo que sus antecesores helénicos no tenían; lo que se llama la
decencia. He aquí lo que dice Compan, autoridad en la materia: «A fin de
que los intermedios de las piezas de teatro fuesen agradables, los
griegos buscaron cómo hacerlos interesantes. Después que se
representaba un acto, los bailarines lo repetían con saltos y gestos, y
eso, siguiendo una cierta música imitativa de lo que se había
representado. Esos bailarines fueron llamados «mimos». Se hace notar que
esos bailarines fueron siempre muy ignorantes en el arte de imaginar una
intriga, conducirla, sostener los caracteres y llegar a un buen
desenlace. Con gestos indecentes hacían una mezcla monstruosa de
tonterías burlescas y preceptos morales. Tenían la cabeza afeitada y los
pies desnudos. Se cubrían con pieles de animales...» Ya véis que hay
diferencia. Isadora supera en el tiempo la representación antigua, y
hace admirar un florecimiento de este culto. Siente y piensa. A su arte
se aplica la definición de Hippeau: la pantomima es la figuración de
ideas y sentimientos. Isadora está más cerca de Sada Yacco y de Severin
que de Mariquita.
 
Ahora bien, la adorable yanqui ha agregado una nota que los antiguos
griegos no conocieron: el ensueño. Imagináos que realiza este prodigio:
baila nocturnos de Chopin. Y no es ridículo. Os da el _clair-de-lune_
con su cuerpo melodioso. Y ois cantar al ruiseñor, y hasta perdonáis los
veinticinco francos de la butaca.
 
[Illustration]
 
 
 
 
[Illustration] REMY DE GOURMONT
 
 
Me apresuro a escribir estas líneas porque una grave preocupación me
inquieta: M. Rémy de Gourmont, autor para pocos, escritor de una
_élite_, de una aristocracia mental internacional, está amenazado de la
atención de todas las gentes... La prensa le solicita, el reporterismo
le busca... Dentro de poco me temo que el nombre suyo sea, si no
popular, vulgar, como el de Nietzsche... Vulgar en las citas, en las
afirmaciones de la mediocracia escribiente: «M. de Gourmont por aquí; M.
de Gourmont por allá...»; y eso es terrible... Fuera de que, como según
parece, mi especialidad es la de lo «raro», mi admiración y mi afección
por el autor de tanta obra excelente se basan en la intangibilidad de su
vida, en su aislamiento severo, en su monasticismo intelectual. Hace
como unos diez años que, con Lugones, saboreábamos sus obras extrañas y
admirables, las de su campaña del idealismo, sus prosas del _Mercure_,
sus _plaquettes_ exquisitas, su sabio _Latin mistique_; y nos
complacíamos el poeta y yo en lo enigmático y arcaico de cada edición,
en lo hondo del pensar, en lo maravilloso del decir, en encontrar un
erudito que fuese un poeta. Escalígero entre los lirios. Baluce entre
las esfinges. Lipsio bajo los laureles. Después nos comunicamos por
asuntos literarios, y cuando llegué a París era su amigo. Pasé aquí
cinco años y no le fuí a visitar. Respetaba mucho su silenciosa y
retirada labor, su misterio. Sabía que era, en esta capital
americanizada por la _réclame_ y por el industrialismo de la publicidad,
lo que son los especiales diamantes y los especiales espíritus: un
solitario.
 
Un día llegó en que hube de verle por fin. Calle de Saint-Péres, en su
casa de libros. Una casa de libros, viejos tapices, obras de arte. Se
pasa antes por un patio, en donde hay un pozo y unos árboles. Pierre de
Querlon, un alma singular, describió eso en páginas sutiles y amables.
Esas páginas eran hoy más bellas, porque él era joven y acaba de morir.
 
He visto primero a una prima y a un hermano de M. de Gourmont. Ella es
la sobrina y heredera del escultor Clésinger, de quien os he hablado en
otra vez. El es un joven delicado, fino, casi esquivo, que encierra un
gran talento. M. Jean de Gourmont, cuyos pensares y decires sobre
literatura son en el _Mercure_ un buen regalo. La morada es silenciosa y
triste, como conviene. Hay un ambiente de quietud y de ensueños, apenas
turbado, según parece, por uno que otro demonio, entre otros el demonio
Elzevir, diría Hugo.
 
Yo entré con cierto temor y timidez. No he podido--y ya estoy al medio
del camino de la vida--llegar a ser familiar, confianzudo con el talento
superior, y, sobre todo, con un hombre como M. Rémy de Gourmont. París
no me ha inficionado de su bulevardismo igualitario, y en un maestro que
es verdaderamente un maestro no veo yo a mi «querido colega».
 
M. de Gourmont es uno de los pocos maestros que aún hoy merezcan ese
nombre. Yo, al estar sentado frente a él en su gabinete de estudio, al
verle con su ropa monacal de labor entre libros y libros, junto a un
soberbio Clésinger dorado de penumbra, apoyado en su mesa cargada de
manuscritos y de volúmenes, y al hundir mi mirada en la suya, y al oirle
hablar poco y difícil, hondo y seguro, pasé a otra época y a otro
momento. Me creí estar en casa de un Erasmo, que fuese un Pascal, que
fuese un Lulio. Sé bien que estos nombres no quedan bien para nuestro
siglo y para nuestras costumbres; pero recordad siempre que os hablo en
la sinceridad de mi conciencia, y que Pascales y Erasmos no existen
muchos actualmente para la comparación. Así, pues, llegué tímido; salí
encantado. Agradecido lo estaba antes, puesto que he merecido a M. de
Gourmont juicios demasiado benévolos y defensas demasiado justas. Cuando
por ahí se asombraban de que mis _Prosas profanas_ fueran versos, el
autor del _Latin mistique_ me escribía del título: «_C’est une
trouvaille_», para asombro de ciertas ignorancias. Encontré en él, bajo
su indumentaria de fraile, una nerviosidad inquietante revelada por
cierta quietud leonina; y por fin, mi hombre, mi autor admirado: un odio
profundo a lo vulgar, a lo mezclado, a lo híbrido, al socialismo, al
nacionalismo, al cientificismo oficial, al vulgarismo, a la moral de
regla y a lo inmoral de regla, a todo dogma, a todo profesor, a todo
doctor diplomado, a toda disciplina, a toda obligación. Y, sobre todo,
el odio a lo estúpido; y más que a lo estúpido, a lo tonto. ¡Cuando yo
decía que no es para todas las gentes! Y cuando yo os decía mi inquietud
por la irrupción del Kodak y de la _interview_ a su celda, a su refugio...

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