2016년 4월 1일 금요일

Opiniones 21

Opiniones 21


Sus páginas de sombra y espanto llegan a la angustia de ciertas
pesadillas. Su visión tenebrosa hace pensar en los bajos fondos de la
demonología, en tormentosos terrores milenarios, signos y conjunciones
astrales, lluvias de sangre, presagios y apariciones funestas. Es un
prodigioso expresador de pavores y un fatal evocador y comentador del
fantasma que nos habita. En su «Morituri» surge la Muerte cabalgante
sobre la desolación de la campaña llena de cadáveres; en sus «Vendanges»
traduce la irrupción de las cóleras siniestras populares en el corazón
de la noche; su Napoleón no es el dios dueño del Aguila como Júpiter,
sino un Napoleón de desolación, de meditación, de triste humanidad. Es
el espectro de los espectros, ya en la vida retirada de Rusia, ya en la
caída de Waterloo o en Santa Elena; Napoleón, ojeroso, meditabundo,
miserable, bajo la tempestad de Dios. De su «Cristo de los ultrajes»
nadie ha hablado como el tonante Bloy: «Es el sufrimiento del Cristo,
tal como lo han contado los santos visionarios en libros de diamantes
que sobrevivirán al juicio final de las literaturas; tal como lo han
certificado los testigos que se hacían «degollar» para obedecer a la
orden de ser «configurados en su muerte»; tal, en fin, como la Iglesia,
no de la Edad Media, sino de todos los siglos, lo enseña en su pavorosa
Liturgia. Es el huracán de las torturas imaginables, sin el contrapeso
de ninguna eficaz piedad para el agonizante voluntario, cuyo último
suspiro extingue el sol y turba las constelaciones.»
 
Sus cuadros dantescos, más que ilustraciones de la _Divina Comedia_, son
telas poemales que trasponen la idea del poeta a la concepción del
artista. Lo propio sus encarnaciones wagnerianas. Mas en lo que he de
insistir es en su don milagroso de revelador, o, mejor dicho, recordador
de otros planos psíquicos, de otras rememoraciones de confusas
existencias, misterioso siempre; misterioso en su orientalismo
insinuante de detalles y perspectivas, misterioso en sus figuras de
mujeres ultraturbadoras y de un más que humano secreto; ni la Eva
dormida, o la Palas sentada, o la carnal Jezabel, o la acre y almizclada
adolescente del frontispicio diabólico del «Pehor», de Gourmont;
misterioso en sus aglomeradas muchedumbres, en la manifestación del alma
baja y feroz de los populachos, de la erupción de instintos crueles y
bestiales de las heces humanas; misterioso en las actitudes y miradas de
sus héroes y hasta de sus animales y larvas, sus leones, sus águilas,
sus caballos, sus buhos, sobre todo sus buhos; o ya en sus mitologías, o
en las reminiscencias de malos sueños; en su cultura macabra de las
facies cadavéricas, en las alusiones satánicas y relentes de ultratumba,
en la traslación de la atmósfera sensible de «cuento», de leyenda, de
delirio o de locura.
 
Buen artista, de Groux es compasivo con los humildes de abajo, con el
pueblo que sufre la tiranía de la estupidez triunfante. Mas no se mezcla
con los brutales elementos. Quiere «sólo un déspota, el Genio», como
dice brava y aristocráticamente ese cantor de las rojas esperanzas que
tiene por nombre Alberto Ghiraldo. Tiene el horror de la burguesía
ostentosa e ignara de la nobleza decadente y rebajada, del
igualitarismo, tan odioso como imposible. Baudelaire ha sido uno de sus
peligrosos guías en su senda de tinieblas y de espantos. De tanto
frecuentar el reino de lo desconocido, en donde no se camina sino
tanteando el lado de los abismos y negros despeñaderos, y en donde no
puede prestarle sus ojos nictálopes su amigo el buho, es probable que su
cerebro no se encuentre completamente fácil para el diario comercio de
los hombres. Es posible también que en el imperio de las tinieblas
enemigas cuente con más de una animosidad. Y si, como asegura Bloy, se
ha olvidado por completo de Dios, todo él está vulnerable para los
puñales invisibles.
 
El ha ofrecido seguir en su tarea de creador de cosas misteriosas, y de
su contacto con la locura en el manicomio italiano ha de sacar nuevas
apariencias de horrores visionarios. Si de la nocturna confabulación de
contrarias fuerzas sale su fatal sentencia, será una pérdida para el
alto arte, un duelo para el pensamiento. Será el golpe final para quien,
desde la cuna, fué señalado a la desgracia y al dolor como víctima de un
influjo saturnino, de una influencia maligna, diría el pobre Lelian.
 
Mas ojalá, robusteciéndose, si es posible, en las ásperas luchas,
cobrando aliento después de las sacudidas de la hostil suerte, halle en
la labor metódica un consuelo y una salvación.
 
Aunque, ¡la pobreza es tan infame!
 
[Illustration]
 
 
 
 
[Illustration] LO QUE QUEDA DE HEREDIA
 
 
José María de Heredia está ya enterrado en el cementerio de Rouen,
adonde fué a hacer compañía a su mujer. Tras sus despojos iban tres
poetas, sus tres yernos: Henry de Regnier, Maurice Maindron y Pierre
Louys.
 
Se presentan ya muchos candidatos al puesto de bibliotecario del
Arsenal. Se habló un poco de la desaparición del célebre artista del
soneto. Se escribieron unos cuantos artículos. Después, ha venido el
silencio sobre el que partió en lo gris del otoño. No obstante, queda de
él mucho, en poco. Un libro. Ese libro vivirá. Mil hay que dejan cien
volúmenes para el olvido y para los ratones.
 
* * * * *
 
Fué, como es sabido, cubano de nacimiento, pero esto es un accidente que
apenas advertís en tal reminiscencia de uno o dos sonetos. El fué poeta
francés, completamente francés, a pesar de sus pergaminos de
«conquistador», a pesar del «ancêtre», del fundador de ciudades. Nació
en Cuba, como su maestro Leconte de Lisle nació en la isla Borbón, o
como Julio Laforgue nació en Montevideo. Mas su gloria es absolutamente
francesa, porque su alma se nutrió en Francia, sin conservar casi nada
del perfume de las islas natales. Vagamente ese perfume le llega una
vez, a la orilla del mar... No es el mismo caso el de otro José María
que hoy comienza a engarzar en hermosos collares perlas de Francia: José
María Cantilo. Si llega el triunfo futuro, será gloria argentina, a
pesar de la lengua de adopción en que exprime sus líricos pensares.
 
Hay la idea común de que los parnasianos fueron simples artesanos del
verso, fabricantes de piezas de orfebrería. «Nosotros, que cincelamos
los versos como copas», decía uno de los más grandes entre ellos. El
verbo humano y el ritmo divino tienen tal virtud, que no le es posible
al artífice más impasible labrar una copa que no esté siempre llena de
algo. La copa vacía es imposible. Siempre habrá en el vino de poesía
diluído un sentimiento, un pensamiento. Y en las urnas de José María de
Heredia se conserva un licor precioso que ganará calidades envejeciendo.
Ciertamente fué un orfebre como todos los del Parnaso. Tenía el cuidado
de la rima, la preocupación de la palabra y, naturalmente, el orgullo
del pensamiento. No hay uno solo de los «impasibles» que no tenga en su
estrofa, en la apariencia, fría, un estremecimiento emocional, pues
emoción hay hasta en las más profundas especulaciones mentales.
 
Lo que distingue a Heredia es la frecuencia del mármol y del metal,
materiales de su labor. La dedicatoria a su madre en «Les Trophées» es
una lápida romana. La mayor parte de sus sonetos son casi epigráficos,
dignos de una estela. Heredia no escribió una sola línea que no fuese
monumental. De allí esa augusta disposición de los conceptos, esa noble
euritmia rítmica, esa belleza grandiosa de sus pequeños templos de
catorce columnas.
 
Se le reprocha su parto elefantino, tardío y único. ¿Se habría preferido
que amontonase en las librerías volúmenes sobre volúmenes, a la manera
de tanto fecundo multíparo de la literatura cuya prole, sin dolor
creada, servirá tan sólo por su inanidad y número para hacer más pesada
y más invisible la losa del más justificado de los olvidos?
 
* * * * *
 
A pesar de amables muestras de simpatía, a pesar de la cita que en una
ocasión me dio el maestro por medio del poeta Angel de Estrada, nunca
fuí a verle, ni a su casa, ni a la Biblioteca del Arsenal, de que era
administrador, después de Nodier, de Alexandre Duval, del bibliófilo
Jacob, de Loredan Larchey, de Edouard Thierry y de Henri de Bornier. Mas
sé que todos los que a él se acercaron quedaron encantados de sus
afabilidades señoriles, de su fondo hidalgo, de su generosidad
espiritual. No creo que le agradase mucho hablar el español, el cual,
según tengo entendido, pronunciaba con acento francés. Estaba, por otra
parte, un poco sordo; así es que la entrevista que tuvo con Núñez de
Arce, hace años, debe haber sido curiosa, dado que el poeta español
hablaba muy poco y muy mal el francés.
 
Heredia era amado de la juventud, de esa juventud acusada tantas veces
de iconoclasticismo y de irrespeto para con los maestros. A esta
acusación contesta con mucha justicia un claro y valiente espíritu,
André Fontainas: «Decid, muertos ilustres, y demasiado pronto numerosos,
Verlaine, Mallarmé, ¿quién, pues, venía piadosamente a la soledad en que
se os abandonaba?, y vos, magnánimo superviviente de una época valiente,
León Dierx, ¿quién os rodea de fervor y de afección mas que nosotros?
¿Quiénes, pues, José María de Heredia, desde los primeros años
literarios venían con un orgullo tímido a consultaros, a entregaros sus
esperanzas y a confiaros sus dudas?» Y es que el carácter acogedor y la
noble confianza que inspiraba el perfecto lírico daban a los
principiantes un amable calor de entusiasmo, un seguro estímulo, un
deseo de proseguir en la prueba de Pegaso. Y era el alma misma de ellos
la que sentía la espuela de oro. El mismo Fontainas expresa en conceptos
amorosos tales impresiones: «Nadie como él, José María de Heredia,
ningún _aîné_ supo acoger, lleno de una bondad igual, a los
principiantes, a quienes prodigaba con simpatía sus consejos
fraternales. ¿Quién, entre esos, tan numerosos, a quienes su casa fué
abierta, ha podido perder el recuerdo de los primeros minutos de su
primera visita? Cuando desfalleciendo casi de temor y de respetuosa
incertidumbre el recién llegado era introducido a un vasto y claro
gabinete cuadrado, sonoro de voces vibrantes y alegres, se habría
sentido presa de un vértigo extraño y temeroso, si el Poeta,
suspendiendo con un ademán alguna disertación tumultuosa, no acorriese
casi de un salto a él, a darle la bienvenida, con abundancia y precisión
que daban al espíritu ansioso y encantado a la vez el tiempo de
reponerse, de admirar, y de comprender a un tiempo, y amar a ese hombre,
que se revelaba completamente en su movimiento de cordialidad franca y
de calurosa acogida.» Tal dicen los que se le aproximaron. Mi proverbial
condición ursina no me permitió poder apreciar personalmente la
gentileza hospitalaria del hidalgo.
 
La casa estaba llena de gloria y de letras. Ya sabéis que sus tres hijas
se casaron con escritores. Hasta la hora actual, parece que son felices,
y ningún rumor de divorcio se ha oído. Una de las jóvenes, la casada con
Henry de Regnier, es mujer de gran talento, y se ha hecho notable por
sus poesías, publicadas casi todas en la _Revue de Deux Mondes_, y,
sobre todo, por las novelas que ha firmado con el pseudónimo de Gerard
d’Houville, nombre de un abuelo maternal de brava y pintoresca vida. Su
salón era uno de los pocos que quedan exclusivamente literarios, y allí
se reunía mucha parte de la _élite_ de la mentalidad francesa
contemporánea.
 
* * * * *
 
En Cuba (¡naturalmente!) se ha escrito el único artículo que conozco en
que se decrete y anuncie la desaparición en el olvido de la obra
herediana. «Les Trophées» de Heredia! Cuando hoy hay quien exhume y
comente los seccionales del lejano y encriptado Du Bartas. Se ignorará
en lo porvenir a Heredia si se borra por completo la historia de la
poesía francesa en el siglo XIX, en la cual él es ciertamente un
«antillano»; tiene su isla.
 
Sí, vivirá por su unidad sólida y su contextura, y por el material _aere
perennius_, esa «Leyenda de los siglos» en miniatura, ese museo _di
camera_, esa labor cuyo defecto sólo es la casi completa perfección. Tal
la de su maestro Leconte de Lisle, y la de su antecesor Chenier. Poesía
pura y lengua pura. Y tanta confianza había en el alma del poeta en lo
futuro, que el primer soneto de la colección está dedicado al Olvido:

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