2016년 4월 1일 금요일

Opiniones 4

Opiniones 4


Ma gia morte s’appressa: ¡deh! in quell’ora
Madre, m’aiuta lene, lene allora
Quando l’ultimo di ne disfaville
Con la man chiudi le stanche pupille;
E conquisto il demon che intorno rugge,
Cupidamente, all’anima che fugge
Tu, pietosa, o Maria, l’ala distendi:
Ratto la leva al cielo, a Dio la rendi.
 
 
Cuando _La Nación_, de Buenos Aires, me envió a Italia y comuniqué la
impresión que hiciera en mi ánimo el augusto Papa blanco que hoy
descansa en la muerte, citaba esos versos suyos, religiosos y pálidos
como cirios. Como cirios son los versos de León XIII, por la palidez y
por la llama, y porque, aun cuando en veces iluminasen cosas profanas,
se consumen por Dios. Admirad y alabad al teólogo tomístico, al político
progresista, al evangélico sociólogo, al sesudo autor de sus encíclicas.
Yo celebro al poeta; yo celebro al pastor de pueblos que se detiene en
sus paseos matinales a ver cómo crecen las flores del jardín de
Horacio; al tiarado frecuentador del Dante; al viejecito transparente y
delicado que se está muriendo y dice: «Escribid lo que voy a dictar»; y
lo que dicta son versos. Versos puros y clásicos, versos que brotan con
son castalio de una límpida fuente latina. Celebremos, los que guardamos
aún como un raro tesoro, el entusiasmo, la pasión de un ideal de
Belleza, la memoria del que, bajo el inmenso peso de su triple corona,
conservó ligero y alado el pensamiento, y armoniosa y dulce la palabra,
en relación apacible con las inmarcesibles musas. Pues el lírico que
acaba de dejar su jaula dorada del Vaticano sabía amar la vida y
celebrar sus dones, y en sus exámetros católicos oiréis un rumor de
abejas paganas.... Son abejas que se han posado en las rosas de Virgilio
y sobre los mirtos de Flacco... ¿Qué importa? Él llevaba a la pradera en
que las ninfas de rosadas carnes han sentido el frescor del rocío de la
aurora, sus pasos piadosos; junto a Filomela hacía revolar la blanca
paloma del Espíritu Santo, y el gran Pan veía pasar entre las verdes
hierbas, paciendo, maravilloso de candidez y de luz sublime, un
corderito cuyos mansos ojos reflejan el universo, y cuyo contacto
purifica la negra tierra: el Cordero de Dios que quita los pecados del
mundo.
 
No _otium_, sino _ars cum dignitatem_... Se veía que se había refrescado
en el agua de Juvencia; la vida lo amaba.
 
El admirable Pontífice podía decir: «Entendámonos, una vez por todas.
Hay sentencias que aceptamos porque sí, sin razón alguna, porque han
sido dichas por personajes remotos, en una lengua muerta más o menos...
Así, creemos como una verdad, porque está en griego, lo de que los
amados de los dioses mueren jóvenes. No hay tal cosa. Los amados de los
dioses mueren viejos... Y si, además de eso, son amados de Dios, mueren
más viejos aún, como moriré yo, Arcade de Roma y Obispo del mundo, León
XIII. Los que mueren jóvenes son los amados de los diablos...» Y a fe
que hubiera hablado con mucha razón.
 
Desde sus primeros versos hasta esa serena y sentida _Nocturna
ingemiscentis meditatio_ que, en los instantes mismos de su Extrema
Unción, pulía y repulía clásicamente, el favor apolíneo se revela, al
propio tiempo que el apego a las formas ilustres y a la lengua sabia,
que hacen del sagrado _scholar_ uno de los últimos cisnes que habría el
de Mantua acogido con placer en su lago sonoro.
 
No es de gran importancia saber si aquel canto nocturno fué el último, o
si lo fué su composición en honor de San Anselmo:
 
Puber Beccensi cupide se condere claustro
Patricia Anselmus nobilitate parat,
Sub duce Lanfrancus, studiosus et acer alumnus
Sub patre Herluino crescit et usque pius;
Florentem ingenio juvenem ad cœlestia natum
Quem non perficiat tale magisterium?
Hinc pastor fidel divinæ, hinc munere doctor
Sublimi in superis vertice conspicuus.
 
Es el caso que supo morir líricamente, y en belleza, como un cisne.
Después lo descuartizó la Ciencia y lo expuso la Tradición...
 
* * * * *
 
Se le ha comparado con un águila, con un águila blanca, con una blanca
águila vieja. Chartran, que lo pintó orando; Laszlo, que revela sus
manos; Benjamín Constant, que quiere mostrar su pensamiento; los
pintores todos, que han dejado en el lienzo la venerable figura, parece
que tuviesen la obsesión del ave jupiterina, que es también pátmica.
Cuéntase que, en un instante de buen humor, se quejó el Papa a uno de
esos artistas de que hubiese insistido tanto en su nariz... En la obra
de Laszlo, las manos semejan garras marfileñas... Ya os he dicho cómo
para mí la diestra de León XIII, al tenerla entre mis dedos, al
depositar en ella, sobre la gran esmeralda de la esposa, mi beso
sincero, me pareció una madeja de seda, una flor, un lirio de cinco
pétalos, un viviente lirio pálido, o, acaso, una pequeña ave de fina
pluma... Ha habido diabólicos escritores de calumnias que han dicho que
con esas pálidas manos estrangulaba pajaritos que hacía cazar con redes
de seda en sus jardines. En cuanto a las grandes narices, ciertamente
son ellas la que patentizan la raza aquilina, y por otra parte, el Padre
Santo debía haber sabido que, entre los poetas, de Ovidio a Cyrano, las
grandes narices han sido acariciadas por la gloria; y entre los
filósofos, Aristóteles, en el tratado de los Animales, hace su elogio.
No recordaré, por excesivamente profano, el de Lampridio; pero sí la
afirmación de un antiguo autor italiano: «Il naso grande da argomento
d’uomo da bene.»
 
La nariz, la faz toda, era de águila, como la de Dante, y como la de
Poliziano era de rinoceronte. Voltaire también la tenía de águila, y
cuando he vuelto a ver el busto de Houdon y he renovado en mi memoria la
máscara pontificia, he visto, en verdad, que César Zumeta y Hughes Le
Roux tienen razón: en los labios de Pecci existía la sonrisa de
Arouet... Nada quita esto a su alta potestad, a su fe celeste--_lumen in
cœlo_--, a su misión sagrada de representar sobre la faz de la tierra
al Divino Doctor de la Dulzura. Quiero fijarme, sobre todo, en su
carácter de intelectual; y a propósito de la sonrisa, certificar que el
poeta León XIII era cien veces superior, lira en mano, al admirable y
detestable autor de _La Pucelle_... Pero ambos no cazaban moscas.
 
Poeta y rey, se ha visto mucho, desde el santo rey David, hasta Oscar de
Suecia y Carmen Silva. Eso es fácil y aun decoroso de ser, cuando no se
caza el jabalí o el hombre. Poeta y Pontífice se ha visto menos, se ha
visto rara vez, y tan solamente vienen a mi recuerdo los nombres de
Gregorio el Magno, que inmortalizó el canto católico y que merece el
nombre de poeta; Eneas Silvio Picolomini, y León XIII, que no temían la
compañía de las Piérides y ajustaban sus ideas ortodoxas a la vieja y
mágica música que celebró al pío Eneas o los encendidos labios de Cloe.
Los asustadizos tienen el sedativo antecedente de la homilía de San
Buenaventura, que no juzga pecaminosa la frecuentación de las liras
antiguas desechadas por el severo Jerónimo. Mas, ¿qué han sido sino
almas artísticas los ministros de Cristo, que en lo antiguo como en lo
moderno han creído con justicia que honrar a Dios por la Belleza no es
más que honrarlo con creces? Como Gregorio, Agustín amó la música;
Ambrosio el milanés, la hermosura litúrgica; Gregorio el de Nasianzo, la
poesía, con toda la falange de los poetas místicos latinos de la Edad
Media; Marbodio el de las gemas, Paulino de Nola, Rústico, Juvenco,
Lactancio, Sedulio y todos los demás que tan bellamente ha exhumado en
nuestros días la noble erudición de M. de Gourmont. Así, dice el
venerable Beda hablando de los viejos poetas cristianos, sus versos
inspiraban el desprecio al siglo y avivaban en las almas el ansia de la
vida eterna.
 
Hicieron suyas también las ideas de la Escritura y dieron tanto encanto
a su poesía, que los más sabios doctores se complacían en escucharlos.
La creación del mundo, la caída del primer hombre, el cautiverio de
Israel, su salida de Egipto y su entrada en la tierra prometida, la
encarnación del Verbo, todas las peripecias de su redención, su
resurrección del sepulcro, su subida al cielo, la venida del Espíritu
Santo, la iluminación de los apóstoles y la maravillosa conquista del
mundo por la doctrina de Jesús, eran alternativamente el objeto de sus
cantos. Describían también a grandes rasgos el terror del juicio futuro,
los horrores de la cárcel eterna y el dulce reposo del reino celestial;
pero la pintura de la bondad de Dios y de su justicia les servía mucho
más a menudo para hacer volver a los pecadores al amor del bien y a la
práctica de la virtud. En parte, pueden aplicarse esas palabras a las
poesías de Su Santidad difunta. Mas hay en él relampagueos que turban,
de repente, la tranquilidad de la poesía ungida en el seminario. No en
vano se roza uno con el enorme Alighieri. Tiene León XIII versos
domésticos, consejos a la juventud, plegarias y simples recreos
académicos, como su elogio a la fotografía; mas, entre sus poemas
italianos y latinos, hallaréis de pronto la huella de la garra y la
señal del aletazo. En verdad se dice: ¡Ha muerto una vieja águila
blanca!
 
* * * * *
 
«Va, Benvenuto mio, che tu sei un valente uomo...» Un Papa es quien dice
esas palabras al Cellini, y juzgo que, si León XIII hubiese estado en
lugar de Clemente, habría dicho lo mismo. Pues era varón de altas
vistas, de intelecto fuerte, y que por culpa de la política prosaica y
baja de su siglo no pudo hacer brillar en San Pedro la luz de un nuevo
Renacimiento. Mas, ¿quién mostro un espíritu más liberal que él frente a
la ciencia moderna, con todos sus tanteos e ineficacias, junto a
relativas victorias; o haciendo abrir por vez primera, a la curiosidad
de la historia libre, los secretos de los archivos vaticanos, a punto de
decir cuando se le observó que cierto célebre francés protestante
revolvía y anotaba todos los registros: «¡Qué importa! ¡Decidle que no
oculte nada, que lo publique todo!»; o entrando en la peligrosa cuestión
social, de manera que traía a su verdadero origen y justicia el deber
del rico y del proletario? Artista de armiño y púrpuras papales, como
Gregorio, se complacía en la audición de los cánticos eclesiásticos;
como Julio, gustaba de la arquitectura y de la pintura; como Clemente,
de la escultura y de la orfebrería; como Alejandro, de la suntuosidad y
de las magnificencias decorativas, y más artista que todos, en sí mismo,
tenía el secreto del ritmo, la gracia de la expresión, el cetro del
verso. Bien sentiría el ambiente de paganismo que en la basílica de las
basílicas dejaron tantos antecesores suyos que alegraron la tristeza
católica con la resurrección de griegos esplendores, y colocaron la
concha sobre que se posaron los pies de la Anadiomena como pila de agua bendita.

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