2016년 4월 1일 금요일

Opiniones 6

Opiniones 6


¡Ah! compadecedle a ese rico; cuando el alma alegre,
Y sin cuidado del mañana
Le véis, caminando, la mano en la mano,
Su palacio hecho a la soberbia,
Vosotros tenéis la amistad, el amor, aun la alegría
De admirar la simple Naturaleza,
Y ese poderoso no puede, ¡oh, triste criatura!
Comprarlos con su oro.
 
El autor de eso se llama François Haussy, pero ese es el pseudónimo que
oculta el nombre de Federico Humbert, el marido de Madame Humbert; que
hoy, en la prisión de Fresnes, paga, con ella, las famosas estafas que
conocéis. Es decir, no las paga; las purga... Federico Humbert es un
poeta a treinta y cinco céntimos en el quai des Augustins...
 
Mi reconocido orgullo ha recibido en esos mismos lugares importantes
lecciones, ¡oh, mis colegas de América! Por allí he comprado unas
_Prosas profanas_, con la dedicatoria borrada, a treinta céntimos. Los
que enviáis libros a estos literatos y poetas, a estos «queridos
maestros», no sabéis que irremisiblemente vais a parar al montón de
libros usados de los muelles parisienses. He comprado, entre otras obras
de amigos míos, un tomo dirigido a Jean Richepin por un joven
hispanoamericano, tomo de estudios sobre autores de Francia, en los
cuales estudios hay uno del susodicho maestro, ditirámbico,
ultrapindárico. La dedicatoria, lo más respetuosamente escrita, y dentro
del libro, y en la parte dedicada a Richepin, una carta sentida y
humilde. Pues bien, Richepin ni se dió cuenta del libro, ni le importó
un ardite la dedicatoria, ni tocó la carta; y por treinta céntimos hice
el rescate... Qué mucho, si un eminente crítico ha mandado vender en
_tas_ gran número de autores editados por el _Mercure_, sin cuidarse de
borrar bien dedicatorias como las que he hallado en las _Ballades_, de
Paul Fort... ¿No os decía que entre los libros viejos de las orillas del
Sena se recogen lecciones de... filosofía, y valiosísimos granos de
experiencia? Si no, os lo certifico ahora.
 
Más allá del Instituto hay un intermedio entre libros y libros, el que
llenan las cajas de vendedores de medallas, de curiosidades, monedas
antiguas, condecoraciones, alfarería desenterrada, y una especie de
museo de Historia natural en miniatura. Hipocampos secos, como los que
venden los muchachos napolitanos de la costa, corales, piedras
preciosas, verdaderas e imitadas, hierros viejos de los que regocijan a
Santiago Rusiñol, asignados, autógrafos, esculturas. Allí hay cosas de
todos los siglos, desde fragmentos de objetos de la época cuaternaria
hasta escarapelas del tiempo de la Revolución. Y más allá, continúa la
serie de cajas de libros, custodiados por sus taciturnos vendedores.
 
Hoy vuelvo contento, porque he visto a una niña rubia comprar por un
franco cincuenta, y una sonrisa muy rosada, una _Nuestra Señora de
París_, no lejos de la armoniosa y serena Catedral; porque lejos de los
malos hombres que murmuran y que odian, he saludado al otoño que acaba
de llegar; y porque he adquirido un Quevedo impreso en Bruselas en
tiempo del IV Felipe, hermoso, claro, con tapas de pergamino, por
sesenta céntimos.
 
 
 
 
[Illustration] UN CISMA EN FRANCIA
 
 
Malos vientos soplan sobre la barca de Pedro, que _Mumen in cœlo_
dejó en tempestad y que _Ignis ardens_ comienza a dirigir. El
catolicismo pasa por una gran crisis; mejor dicho, el cristianismo; mas
contra el catolicismo, contra la iglesia romana, se amontonan las más
negras nubes. No es la primera vez, y por algo dijo la boca sagrada el
_non prevalevunt_... No hay hoy profetas. Apenas M. León Bloy acaba de
resurgir rugiendo contra «las últimas columnas de la iglesia», flacas
columnas: Coppée, Didon, Brunetière, Huysmans, Bourget y otras menores,
¡cuán menores! Los rugidos de Bloy no los escucha el siglo, demasiado
ocupado con otros asuntos. Entre tanto, en la España católica, la
enemiga contra Cristo cunde; en la Francia cristianísima se expulsan las
Congregaciones y el anticristianismo triunfa. Un Papa campechano y
demócrata, en la Sede suprema, hace perder su brillo y su misterio a la
Tradición. Cosa singular. Es en los países no católicos donde el
catolicismo se expende y avanza tranquilo. Y un César protestante y
fantasioso hace pensar, por su actitud, si no estarán próximos los
tiempos en que, como en la Edad Media, se vea la formidable liga entre
las dos mitades de Dios, de que habla Víctor Hugo: el Papa y el
Emperador.
 
Hace poco se inauguró la estatua de un gran hombre bajo el auspicio de
los socialistas ateos. Ahora bien, leed estas líneas: «No quisiera Dios
que yo parezca jamás desconocer la grandeza del catolicismo y la parte
que le toca en la lucha que sostiene nuestra pobre especie contra las
tinieblas del mal. ¡Cuánto bien brota aún en el seno de las aguas
revueltas de esa fuente inextinguible, en donde la humanidad ha bebido,
por tan largo tiempo, la vida y la muerte! ¡Aun en esta edad de
decadencia, y a pesar de las faltas llevadas al extremo con una
obstinación sin igual, el catolicismo da pruebas de un asombroso vigor!
¡Qué fecundidad en su apostolado de caridad! ¡Cuántas almas excelentes
entre esos fieles que no sacan de sus pechos más que leche y miel,
dejando a otros el ajenjo y la hiel! ¡Cómo a la vista de esas tiendas,
ordenadas en la llanura, y entre las cuales se pasea aún Jehová, se
desea, con el profeta infiel, bendecir a aquel que se quisiera maldecir
y decir: «¡Cuán bellos son tus pabellones! ¡Cuán encantadoras tus
moradas!» A pesar de los límites obligados que el catolicismo pone a
ciertos lados del desenvolvimiento intelectual, ¡cuántos espíritus que,
sin las fundaciones religiosas hubieran permanecido sepultados en la
vulgaridad o en la ignorancia, le deben su despertamiento! ¿En dónde
encontrar algo más venerable que San Sulpicio, esa imagen viviente de
las antiguas costumbres, esa escuela de conciencia y de virtud, en donde
se da la mano a Francisco de Sales, a Vicente de Paúl, a Fenelón?
 
Aun en esa asociación, a veces un poco inocente, entre el catolicismo y
los restos de la vieja sociedad francesa; en ese neocatolicismo, a
menudo desabrido, ¡cuánta distinción todavía! ¡Qué atmósfera pura y
honrada! ¡Qué esfuerzo ingenuo hacia el bien! ¡Ah! Guardémonos de creer
que Dios ha dejado para siempre esa vieja iglesia. Ella se rejuvenecerá
como el águila, reverdecerá como la palmera; pero es preciso que el
fuego la depure, que sus apoyos terrenales se rompan, que se arrepienta
de haber esperado demasiado en la tierra, que borre de su orgullosa
basílica: _Christus regnat, Christus imperat_, que no se crea humillada
cuando ocupe en el mundo una posición que no será grande sino a los ojos
del espíritu.» ¿Quién ha escrito tales palabras, si no completamente
ortodoxas, muy de acuerdo con la doctrina de quien dijo: «Mi reino, ¿no
es de este mundo?» Ernest Renan. El orador que hoy pronunciase ese
discurso en las Cámaras francesas sería calificado de clerical. Lo que
hay es que, a pesar del antiguo espíritu religioso del pueblo, la fe ha
sufrido aquí duros embates y todos los buenos anuncios, entre los cuales
las grullas de Vogüe y tales o cuales conversiones notorias han sido
simplemente ruidos de ideas aisladas o acontecimientos literarios.
Cuando el snobismo tendió al catolicismo, la religión padeció una
verdadera desgracia. La religiosidad de moda y la oración elegante
hicieron más daño que el inofensivo satanismo intelectual y el mediocre
cientificismo ateísta. El último, verdadero y peligroso enemigo de toda
creencia en el pensamiento contemporáneo, ha sido el antecristo alemán,
que fué empujado por la amenaza de una espada de fuego hasta el
manicomio.
 
Mas la Iglesia sufre hoy ataques más formidables que los que la simple
política puede dirigirle en cuestiones terrenales, o los que lanzarle
pueden filosóficos arietes modernísimos, más poderosos que las pasadas
flechas volterianas. Se trata de las revoluciones en el propio seno, de
la renovación de antiguas oposiciones contra el dogma, de la
resurrección de un cisma, en fin, más dañoso que todas las connivencias
de afuera, y que enciende, después de largos siglos, fuegos que pueden
producir un verdadero incendio en la romana basílica de las basílicas.
 
Hace poco tiempo un sesudo y sapiente escritor español--he nombrado a D.
Edmundo González Blanco--demostraba, en un artículo admirable de vigor,
la posibilidad de una iglesia nacional en España. «Ya que no tenemos en
nuestra alma colectiva una fe robusta y personal que oponer al
formalismo dominador del Vaticano, aprovechemos la que haya para
constituir nuestra comunión nacional, nuestra iglesia independiente,
nuestro catolicismo patriótico. Filipinas acaba de darnos el ejemplo; y
esa necesidad social, hoy más que nunca sentida, se impone en lo
sucesivo como una condición de prosperidad pública.» El golpe
conmovería, ciertamente, a la curia romana, y parece que hay en el clero
español partidarios de la autonomía religiosa, de la iglesia
independiente nacional, hasta con el detalle de su misa propia, de la
vuelta al uso del antiguo rito muzárabe.
 
Pues bien, todo eso es poca cosa con lo que encierra el siguiente suelto
publicado ayer por _Le Figaro_: «El cardenal Richard, arzobispo de
París, acaba de prohibir, por carta, a los alumnos de todos sus
seminarios la asistencia a los cursos que el señor abate Loisy enseña en
la Sorbona, en la Escuela de Altos Estudios. En la misma carta exhorta a
todos los seminaristas que posean las dos últimas obras del señor abate
Loisy a que las entreguen a sus superiores. Creemos saber que la
comisión de Estudios Bíblicos instituída por León XIII no tardará en
pronunciar su juicio sobre los libros acusados.» ¿Cuál es la doctrina
que se condena del abate Loisy? Yo no he leído los libros de este
sacerdote; pero sí sé que no es un _défroqué_ más o menos sonoro, a la
manera del padre Jacinto, del abate Charbonnel. M. Jean de Bonnefon, que
es ducho en la materia, nos dice que la condenación o la absolución del
abate Loisy es en realidad el fin o la transformación de la iglesia
romana. «Es la conclusión de diez y nueve siglos de fe o el prefacio de
un culto futuro.» Por mucho menos se quemó a Savoranola. La reforma que
se desea en España es sencillamente de forma, y tiene razonables
antecedentes; la tentativa del cismático francés va al fondo de la
creencia, mina la base dogmática. El abate, que es persona de mucha
ciencia humana, comienza por afirmar viejas herejías: Que Jesucristo no
afirmó que fuese Dios, ni se juzgó nunca como tal; que el Pentateuco no
es obra de Moisés; que el libro del Génesis, el de Tobías, el de Job, el
de Judith, son simple literatura; que «todo el Antiguo Testamento está
escrito sin ningún cuidado de la verdad objetiva, y no es más que un
objetivo arqueológico de edificación religiosa». Eso, dicho por Renan,
por Strauss, por Max Nordau, está perfectamente; pero la afirmación es
de un sacerdote, sacerdote que no abandona ni la tonsura ni el hábito, y
que cree servir así a la verdad y a Dios, y trabaja porque la Iglesia
entera sea de su opinión. Lo principal está en lo referente al Nuevo
Testamento: «La divinidad de Jesucristo no está escrita en el Evangelio.

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