Cronica de la conquista de granada 10
En tal situacion les amaneció, sin que la luz del dia sirviese de
consuelo á sus cansados espíritus; pues no veian en derredor sino
la desolacion y la muerte. Al mirar cubierto de cadáveres aquel
sitio fatal, y coronados los cerros por el enemigo, que no cesaba
de afligirlos, la desesperacion se apoderó de aquellos ánimos
valientes. Los soldados volvian ansiosamente la vista sobre sus
gefes, como implorando su socorro, y éstos, que no podian sufrir
aquellas miradas, ni atajar la mortandad que se hacia en los suyos,
enloquecian de rabia y de dolor. Cubiertos de polvo, y de sangre, y
de heridas, y demudados por el horror y la fatiga, ¡qué diferente
espectáculo ofrecian ahora estos caballeros de el que presentaron al
salir de Antequera con sus lucidos y bizarros escuadrones!
Tomados todos los pasos por los moros, fueron inútiles cuantos
esfuerzos hicieron los cristianos para salir de aquella estrechura;
y sin bandera que los reuniese, ni trompeta que los animase, ya los
soldados procuraban salvarse, cada uno como pudiese, cuando para
mayor confusion oyeron resonar por aquellos cerros el terrible grito
de “¡el Zagal! ¡el Zagal!” “¿Qué grito es ese?”, dijo el Maestre,
y un soldado veterano le respondió: “es el apellido de guerra del
general moro, que sin duda ha salido en persona con las tropas de
Málaga.” Entonces el buen Maestre, volviéndose á los caballeros,
dijo: “Muramos, haciendo camino con el corazon, pues no lo podemos
hacer con las armas, subamos esa sierra como hombres, y procuremos
vender caro las vidas, sin esperar á que nos degüellen como reses
mudas.” Diciendo estas palabras, hincó las espuelas al caballo, y
arremetió la sierra arriba, siguiéndole buen número de sus soldados.
Aqui llegó á su colmo la congoja de los nuestros, y fue grande
el destrozo que hizo en ellos el enemigo con dardos, flechas y
azagayas. Á veces un peñasco enorme, desprendido desde lo alto de
un precipicio, los cogia en medio, abriendo tremendos surcos, y
arrebatando en su impetuoso curso escuadrones enteros: y á veces
los caballos, que no podian hacer pié en un terreno tan escabroso,
perdian el equilibrio, y con sus ginetes, asi como con los peones que
se agarraban á sus colas para sostenerse, rodaban la cuesta abajo
hasta el valle, estrellándose hombres, armas, y caballos contra
las peñas. En esta lucha cruel perdió el Maestre á su alférez, ó
portaestandarte, y á muchos de sus parientes y amigos mas queridos.
Al fin consiguió llegar hasta la cima de aquella cuesta, donde se
vió amenazado de nuevos trabajos y de mayores peligros. Cercado de
enemigos, rodeado de precipicios, muertos la mayor parte de sus
parciales, y dispersados casi todos los demas, no pudo el Maestre
contener su dolor, y exclamó: “¡Dios bueno! grande es la tu ira que
en el dia de hoy has querido mostrar contra los tuyos; pues vemos
que la desesperacion que estos moros tenian, se les ha convertido en
tal osadía, que sin armas hayan victoria de nosotros armados.” Bien
hubiera querido el Maestre hacer todavia un esfuerzo para reunir
algunos soldados, y oponerse al enemigo; pero los pocos que estaban
con él, viéndolo todo perdido y sin remedio, le suplicaron que
huyese, y que pensase en salvar su vida, para dedicarla despues á
tomar venganza de los moros. Con harto pesar suyo admitió el Maestre
este partido y tornó á exclamar: “No vuelvo, por cierto, las espaldas
á estos moros, pero huyo la tu ira, ¡Señor! que se ha mostrado contra
nosotros para nuestros pecados.” Dichas estas palabras, envió delante
á sus adalides; y valiéndose de la ligereza de su caballo, pasó uno
de los desfiladeros de aquellos montes antes que los moros se lo
pudiesen estorbar, y se salió de la sierra.
El marqués de Cádiz, con don Alonso de Aguilar, y el conde de
Cifuentes, habian ganado la cima de aquel cerro por otra senda, y
fueron atacados alli por las tropas del Zagal y el paisanage. Los
deudos y vasallos del Marqués se reunieron alrededor de su gefe, é
hicieron una resistencia porfiada; pero los moros cargaron en tanto
número, que tuvieron aquellos que ceder á la superioridad de la
fuerza. Rendidos de fatiga, desfallecidos y atemorizados, perdieron
la presencia de ánimo, y apelaron á la fuga; pero alcanzados por el
enemigo, fueron muertos la mayor parte, ó compraron la vida á precio
de su libertad. Con ser un guerrero veterano, no pudo el marqués de
Cádiz sostener tan de cerca el aspecto terrible de la muerte: ya
dos sobrinos suyos, atravesados de flechas habian caido exánimes á
sus pies, y acababa de ver exhalar el postrer aliento á dos de sus
hermanos, don Diego y don Lope, quedándole solo don Beltran, cuando
una piedra que alcanzó á éste, le arrebató tambien la vida. Visto
esto, lanzó el Marqués un alarido, y prorrumpió en exclamaciones de
dolor, y en maldiciones contra los moros. Perdida toda esperanza, y
no pudiendo ayudar á don Alonso de Aguilar, por haberse interpuesto
el enemigo, se alejó de alli huyendo, y favorecido de la oscuridad,
(pues ya iba entrando la noche) llegó por sendas secretas que le
indicó la fiel guia, Luis Amar, hasta la salida de aquellos montes,
desde donde, con algunos pocos que le siguieron, se dirigieron á
Antequera.
El conde de Cifuentes, con un corto número de soldados, queriendo
seguir los pasos del Marqués, se extravió por aquellos desiertos; y
no pudiendo ni huir, ni resistir al enemigo; que por todas partes les
cercaba, se dieron á partido, y quedaron prisioneros el Conde, su
hermano don Pedro de Silva, y los pocos que le seguian.
Pasada aquella noche, don Alonso de Aguilar y un puñado de hombres
que le quedaban, amanecieron empeñados todavia en aquellos montes,
sin haber podido hallar la salida de tan intrincado laberinto.
Turbados los ánimos, y rendidas las fuerzas, detuvieron el paso
por un momento, y se repararon al abrigo de un peñasco que les
ocultaba al enemigo. Aqui les sirvió de mucho alivio un riachuelo
que descubrieron, pues era excesiva la sed que padecian asi hombres
como caballos. Á medida que entraba el dia, íbanse descubriendo los
horrores de aquel sangriento teatro: alli se veian los cuerpos de
los hermanos y sobrinos del marqués de Cádiz, cubiertos de polvo,
y acribillados de heridas; alli tambien los de otros caballeros
no menos ilustres, y todo el campo teñido en sangre, y sembrado
de cadáveres, armas y trofeos. Entre tanto los moros, abandonando
las alturas para recojer los despojos, dieron á los cristianos un
momento de respiro, y algunos de los fugitivos que en el discurso de
la noche se habian escondido en las cuevas y quiebras de la sierra
tuvieron lugar de reunirse con don Alonso. Asi se formó poco á poco
un escuadron pequeño alrededor de este caudillo, que aprovechando
aquella coyuntura, pudo salir de la sierra, y con este remanente de
un ejército brillante llegó á Antequera.
Sucedió este desastre tan señalado en viernes 21 de marzo, dia de
san Benito, habiendo empezado la tarde del dia anterior. La memoria
de tan funesto suceso se conserva en los anales de estos reinos bajo
el título de la derrota de los montes de Málaga; y el lugar donde
fue mayor la mortandad, se denomina, aun hoy dia, la cuesta de la
matanza. De los caudillos que sobrevivieron, los mas volvieron á
Antequera; algunos se refugiaron en Alhama, y muchos caballeros
y soldados anduvieron vagando por los montes unos ocho dias,
manteniéndose de yerbas y raices, saliendo de noche y ocultándose
de dia. Á tal punto llegó su debilidad y desaliento, que acometidos
no hacian resistencia alguna, y á veces tres ó cuatro de ellos se
entregaban á un paisano moro: hasta las mugeres salieron é hicieron
prisioneros. Algunos fueron metidos en las mazmorras de los pueblos
de la frontera, otros llevados cautivos á Granada; pero la mayor
parte fueron conducidos á Málaga, donde se habian lisonjeado de
entrar en triunfo. Á doscientos y cincuenta caballeros de linage,
entre alcaides, capitanes é hidalgos, encerraron en la Alcazaba, ó
ciudadela de Málaga, para esperar su rescate; y de los soldados,
quinientos y setenta fueron hacinados en el corral de la misma
Alcazaba, para ser vendidos como esclavos[20].
[20] Cura de los Palacios.--La pérdida de los cristianos, segun
Zurita, (Anales de Aragon l. 20, cap. 47.) fue de ochocientos
muertos y mil y quinientos prisioneros, entre ellos 400
caballeros de linage. Y esta derrota y matanza (dice Andrés
Bernaldez,) se efectuó con 550 de á caballo, que los mas eran
gente del campo, sin arte ni disciplina.
Fue grande el despojo que ganaron los moros en esta jornada, por
la cantidad y valor de las armas y arneses de los cristianos, que
ó murieron con ellas ó las arrojaron para huir; y por los caballos
magníficamente enjaezados, que recogieron, juntamente con muchos
estandartes y banderas; todo lo cual fue llevado en triunfo por los
pueblos de los moros.
Los mercaderes que habian seguido el ejército para traficar en los
despojos de la guerra, vinieron á ser ellos mismos un objeto de
tráfico; y conducidos como ganado á la plaza pública de Málaga,
fueron vendidos como esclavos, ó compraron á fuerza de oro su
libertad.
Apenas en Antequera habia empezado á calmar el tumulto de alegría y
admiracion que habia causado en el pueblo la salida de los caballeros
para correr los montes de Málaga, cuando vieron acudir á refugiarse
en sus muros los miserables restos de esta expedicion desgraciada.
Cada dia, y cada hora, se presentaba alli algun fugitivo, en cuyo
dolorido semblante, y condicion desaliñada y lastimosa, no era ya
posible reconocer al guerrero que poco antes habian visto salir por
aquellas puertas con tanto lucimiento y gallardía.
La llegada del marqués de Cádiz, casi solo, cubierto de polvo y de
sangre, destrozada la armadura, y desfigurado el rostro por el dolor
y la desesperacion, llenó de tristeza á todos los corazones; que era
mucho el amor que le tenian. Preguntábanle qué era de sus hermanos,
que le habian acompañado, y cuando supieron que todos tres habian
perecido ante sus ojos, se quedaron como pasmados, y sin atreverse á
hablar, le miraban con silenciosa simpatía. En tanta afliccion, el
marqués de Cádiz, encerrado en su aposento, sin hablar palabra ni
admitir consuelo, ponderaba en la soledad toda la extension de su
infortunio. Empero sirvió de algun alivio á su sentimiento la venida
de don Alonso de Aguilar; y en medio del estrago que la guadaña de
la muerte habia causado en su familia, se felicitaba el Marqués de
que este fiel amigo y compañero de armas hubiese salido salvo de tan
gran peligro.
Por muchos dias permanecieron aquellos habitantes con los ojos
vueltos, ansiosamente hácia la frontera, esperando la llegada de
algun amigo ó pariente, cuya suerte era todavia un misterio. Pero en
breve cesaron las agonías de la incertidumbre, y se llegó á saber
esta gran calamidad en toda su extension. El dolor y la consternacion
se apoderaron de los ánimos de todos; la tierra se cubrió de luto, y
fue tan general el llanto, que como dice un historiador coetáneo, “no
habia ojos enjutos en toda la Andalucía[21].” Todo parecia perdido:
los cristianos humillados por este revés, quedaron sin ánimo, sin
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