Cronica de la conquista de granada 22
Estaba la luna en su creciente, y era una noche clara y serena,
cuando venia el conde de Cabra conduciendo su gente por una de
aquellas quiebras profundas que suele abrir en las montañas el ímpetu
breve pero tremendo de las avenidas ocasionadas por las lluvias del
otoño. Los trémulos rayos de la luna, penetrando hasta el fondo del
barranco, se reflejaban en la tersa armadura de los escuadrones, que
por alli seguian su marcha silenciosa. En esto se oyó de improviso
y por diferentes partes, la voz de guerra de los moros, y el grito
de, ¡el Zagal, el Zagal! resonó por aquellos cerros, acompañado de
una lluvia de armas arrojadizas. Levantó los ojos el Conde, y vió
todas aquellas alturas coronadas de soldados moros. Las flechas y
dardos que tiraban, caian en derredor como granizo, sirviéndoles
de blanco el relumbrar de las armas de los cristianos. Ya muchos
de los caballeros habian caido cubiertos de heridas, entre otros
don Gonzalo, hermano del Conde; y él mismo, herido en una mano, y
atravesado el caballo de cuatro lanzadas, se hallaba en el mayor
peligro. Acordábase del horrible destrozo de los montes de Málaga,
y temia en esta ocasion igual catástrofe: no habia un momento que
perder, y mandando la retirada, se apresuró á salir con sus gentes
de aquel fatal estrecho. Los moros, bajando con precipitacion de las
alturas, persiguieron á los cristianos que se retiraban, y fueron en
su alcance por espacio de una legua. De cuando en cuando revolvian
los del Conde contra el enemigo, peleaban un rato, y volvian á huir.
Por este medio pudieron efectuar su reunion con las tropas del
maestre de Calatrava y del obispo de Jaen, pero no sin mucha pérdida;
pues ademas de un gran número de soldados, perecieron en este rebato
muchos caballeros de nota, sin otros que quedaron prisioneros de
los moros. El Zagal, satisfecho con los laureles que habia ganado,
desistió de perseguir á los cristianos, y volvió triunfante á su
campo cerca de Moclin[39].
[39] Zurita, lib. XX. c. 64. Pulgar, Crónica.
La Reina, que habia quedado en Baena, sabida la nueva de este
desbarato, recibió un pesar profundo: la consideracion de este
desastre y la muerte de tantos de sus vasallos mas leales, turbó
aquella alma grande, y una negra melancolía se apoderó de su
corazon. En esta disposicion de ánimo la halló el gran cardenal, que
procurando consolarla, la dijo tuviese presente que ninguna conquista
se hizo jamas sin que alguna vez los vencedores fuesen vencidos; que
los moros eran hombres belicosos, defendidos por una tierra montuosa
y áspera, que nunca se pudo conquistar por los Reyes anteriores de
Castilla; y que ella en solos dos años habia ganado mas pueblos y
tierras á los moros que sus antepasados en doscientos: por último,
ofreció servirla con tres mil caballos suyos, mantenidos á su costa,
y proveer á las necesidades de la guerra con la cantidad que por de
pronto fuese menester. Las discretas razones del cardenal, calmaron
el agitado espíritu de la Reina, y volvieron á su semblante la
acostumbrada serenidad.
[Ilustración]
CAPÍTULO XXVIII.
_Expedicion contra los castillos de Cambil y Alhabar._
La noticia del revés padecido por el conde de Cabra, alcanzó á
Fernando en Fuente del Rey, distante tres leguas de Moclin; y aunque
fue grande el disgusto que le causó la precipitacion del Conde, se
abstuvo de tratarle con severidad, pues conocia bien el mérito de
aquel valiente caballero[40]. Llamando un consejo de guerra, consultó
el Rey á sus capitanes sobre el plan que debia seguirse en aquellas
circunstancias; y despues de algunos debates, quedó determinado
abandonar la expedicion contra Moclin, y marchar á ponerse sobre dos
fortalezas llamadas Cambil y Alhabar, distantes unas cuatro leguas de
Jaen.
[40] Abarca, Anales de Aragon.
Hacia mucho tiempo que el obispado de Jaen se resentia de la
proximidad de estos dos castillos, que eran el azote y terror de
aquella comarca. Estaban situados sobre la frontera del reino de
Granada, en un angosto y profundo valle rodeado por todas partes
de altos montes. Por medio de este valle pasa el Riofrio entre
dos grandes peñas, que se levantan casi perpendicularmente en una
y otra orilla, y distan entre sí como un tiro de piedra. Sobre
estas peñas estaban fundados los dos castillos, que por sus muchas
torres y fuertes muros, se tenian por inexpugnables. Un puente
echado sobre el rio, comunicaba entre los castillos, que, como dos
gigantes, guardaban aquella entrada, y dominaban todo el valle. Estas
fortalezas pertenecian á los caballeros de la belicosa tribu de los
Abencerrages, los cuales desde alli solian hacer aquellas correrías
ó incursiones repentinas, que eran las delicias de los moros. Para
este efecto, mantenian siempre en ellas una fuerte guarnicion, y
abundancia de armas y mantenimientos. Era entonces su alcaide un
caballero Abencerrage de los mas esforzados de Granada, llamado
Mahomet Lentin-ben-Usef, el cual tenia á sus órdenes muchos soldados
africanos de la feroz tribu de los Gomeles.
Conforme, pues, á la resolucion tomada en el consejo de reducir estos
castillos, se envió delante al marqués de Cádiz con dos mil de á
caballo, para estar en observacion de ellos, é impedir que entrase
ni saliese nadie hasta la llegada del Rey con el ejército y la
artillería de batir. Los escuadrones del ejército real, no tardaron
en presentarse delante de estas fortalezas; y repartido el campo en
tres estancias, por exigirlo asi la disposicion del terreno, vióse
tremolar en aquellas cercanías el pendon de Castilla, y blanquear los
collados con las tiendas de los cristianos.
Entretanto, la falta de la artillería, que habia quedado atrás á
distancia de mas de tres leguas, tenia paralizados á los sitiadores,
que sin ella no podian intentar operacion alguna. El alcaide Mahomet
Lentin, que sabia bien la fragosidad del camino por donde la
artillería habia de pasar, creyó ser imposible con ningun esfuerzo
ni industria de hombres vencer tantas dificultades, y arrastrar por
aquellas montañas las gruesas lombardas y otras piezas de batir.
Seguro de que jamas llegarian al campo, se burlaba de los cristianos,
y mirando su inaccion, decia: “Permanezcan aqui un poco mas tiempo, y
las avenidas del otoño los han de arrebatar de estas montañas.”
Estando asi los cristianos ociosos en su campo, y encerrado el
alcaide en su fortaleza, oyó éste una tarde, allá en las montañas,
el ruido de herramientas, y de cuando en cuando un estruendo como
el de un árbol grande cuando lo derriban, ó como el de un peñasco
cuando vuela por los aires arrancado de sus cimientos. El alcaide,
sintiendo estos sonidos, decia á sus capitanes: “Paréceme que los
cristianos están haciendo la guerra á los árboles y peñas, pues no
la pueden hacer contra nuestros castillos.” Todo aquel dia y noche se
oyó el mismo ruido, sin que se pudiese penetrar este misterio hasta
la mañana siguiente. Apenas los primeros rayos del sol comenzaron
á alumbrar aquellas montañas, cuando desde la cumbre de un cerro
inmediato á los castillos, resonó un clamor y vocería grande, á que
los cristianos contestaron desde su campo, con el sonido alegre de
cajas y trompetas. Sobresaltados los moros, volvieron allá los ojos,
y vieron con espanto una multitud de hombres con picos, palas y
azadones, trabajando en allanar el terreno y quitar estorbos, al paso
que en su seguimiento venian muchas yuntas de bueyes, arrastrando
lentamente la gruesa artillería y demas pertrechos de batir.
Por órden de la Reina, y bajo la direccion del obispo de Jaen, se
habia llevado maravillosamente á cabo la grande empresa de abrir al
través de aquellas sierras tan ásperas y fragosas, un camino para el
tránsito de la artillería. Seis mil hombres, con picos, almadanas y
otras herramientas, fueron destinados á esta obra, en que trabajaron
dia y noche. Los montes fueron arrasados é igualados con los valles;
se derribaron árboles, se volaron peñas, y en fin, se vencieron y
quitaron todos los obstáculos que la naturaleza habia acumulado
en derredor. Al cabo de doce dias quedó ejecutada esta obra
gigantesca[41], llegó la artillería al campo, y plantados los cañones
en las alturas frente de los castillos, fue grande el triunfo de los
cristianos, y no poca la confusion de los moros.
[41] Zurita, Anales de Aragon. Pulgar, parte III. c. 51.
El ingeniero mayor Francisco Ramirez de Madrid, dirigió las baterías,
y rompió el fuego contra el castillo de Alhabar. En breve derribó dos
torres, y las almenas que defendian la puerta. Los moros que estaban
dentro, ni sabian cómo defenderse, ni podian acudir á reparar las
brechas, por los tiros de los ribadoquines, que mataban á cuantos
osaban presentarse. Exasperado á la vista del estrago que hacia
aquella nueva arma tan destructora, exclamó el valiente alcaide
Mahomet Lentin: “¿De qué sirve el valor de los caballeros contra
esos cobardes ingenios que desde lejos matan?” Finalmente, habiendo
conseguido el ingeniero Ramirez, llevar algunas piezas mayores á la
cumbre de un monte que dominaba á los dos castillos, puso á los moros
en tanto aprieto, que movieron partidos de entrega. Los artículos de
la rendicion se ajustaron brevemente: al alcaide y á la guarnicion
se concedió paso seguro para Granada; y ambos castillos quedaron
en poder de los Reyes católicos, el dia de san Mateo en el mes de
setiembre; cesando asi los robos y cautiverios que hasta entonces se
habian hecho en aquella comarca, cuyos naturales podian ya sin recelo
salir á las labores del campo, criar sus ganados, y coger en paz los
frutos de su industria.
[Ilustración]
CAPÍTULO XXIX.
_Empresa de los caballeros de Calatrava contra la villa de Zalea._
En tanto que ocurrían estos sucesos en la frontera, la fortaleza de
Alhama desatendida y falta de mantenimientos, padecia una extrema
necesidad. Con la derrota del conde de Cabra, habian cesado los
socorros ordinarios; la vega hormigueaba con las tropas del Zagal;
y reducida la guarnicion á un corto número, no osaban apartarse de
los muros para buscar de qué subsistir. Á esto se añadia el desmayo
y turbacion de aquellos caballeros, por la suerte lastimosa que
cupo á sus camaradas, sorprendidos por el Rey moro cuando pasaba á
Granada á ocupar el trono; pero la noticia que despues tuvieron de la
insolente entrada que hizo aquel en la capital, llevando en triunfo
las armas y caballos de los cristianos, y pendientes de los arzones
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