2015년 6월 23일 화요일

Cronica de la conquista de granada 11

Cronica de la conquista de granada 11



CAPÍTULO XI.
 
_El Rey chico de Granada, con un ejército bizarro, marcha contra
Lucena. El conde de Cabra y el alcaide de los Donceles, se disponen
á resistirle._
 
 
La derrota de los cristianos en los montes de Málaga, y el éxito
feliz de la incursion ejecutada por Muley Aben Hazen en la comarca
de Medinasidonia, produjeron un efecto muy favorable á los intereses
de este Monarca; y la multitud inconstante le victoreaba por las
calles de Granada, sin disimular el menosprecio que les inspiraba
la inaccion de Boabdil. Éste, aunque en la flor de la edad, y
distinguido por su vigor y destreza en las justas y torneos, no
habia dado aun muestras de su valor en las batallas; y se murmuraba
de él que preferia el blando reposo de la Alhambra, á los peligros
y privaciones de la guerra. La autoridad y crédito de ambos Reyes,
padre é hijo, se fundaba en la prosperidad de sus empresas contra
los cristianos; y Boabdil, conociendo la necesidad de acreditarse
con una accion señalada, que sirviese al mismo tiempo de contrapeso
al triunfo reciente de su padre: consultó al efecto con su suegro
Aliatar, el viejo alcaide de Loja, que bajo las cenizas de la vejez
alimentaba el fuego de un odio mortal á los cristianos. Aliatar
ponderando el temor y desmayo de éstos por los daños que últimamente
habian padecido, y el estado indefenso de la frontera de Córdoba y
Écija por la pérdida de tantos caballeros principales, aconsejó una
entrada por aquella parte, para combatir á Lucena, ciudad no muy
fuerte, y situada en un territorio abundante de ganado, granos y
toda clase de productos. En esto hablaba el viejo alcaide con todo
conocimiento; pues eran tantas las veces que habia entrado á correr y
talar aquella comarca, que solian decir los moros que Lucena era la
huerta de Aliatar.
 
Animado por los consejos de este veterano de la frontera, reunió
Boabdil una fuerza de nueve mil infantes y setecientos caballos,
compuesta la mayor parte de sus parciales, aunque muchos habia que
lo eran de su padre; pues en medio de sus discordias, jamas dejaron
estos Reyes rivales de unir sus fuerzas cuando se trataba de una
expedicion contra los cristianos. Reuniéronse bajo el estandarte real
muchos de los mas ilustres y valientes de la nobleza de Granada,
magníficamente equipados, y con armas y vestidos de tanto lujo,
que mas parecia que iban á una fiesta ó juego de cañas, que á una
empresa militar.
 
Antes de partir, la sultana Aixa la Horra armó á su hijo Boabdil, y
al ceñirle la cimitarra, le echó su bendicion. Moraima, su esposa
favorita, al considerar el peligro en que iba á ponerse su marido,
no pudo contener las lágrimas. “¿Por qué lloras, hija de Aliatar?
le dijo la altiva Aixa: esas lágrimas no están bien á la hija de un
guerrero, ni á la esposa de un Monarca. Ten por cierto que mayores
peligros rodean á un Rey dentro de los fuertes muros de su palacio,
que bajo el frágil techo de una tienda de campaña: con los peligros
en la guerra, se compra la seguridad sobre el trono.” Pero Moraima,
colgada al cuello de su esposo, no acertaba á apartarse de él,
ni sabia disimular su dolor y sus recelos. Separándose, al fin,
subió á un mirador que daba sobre la vega, y desde alli siguió con
los ojos la marcha del ejército, que se alejaba por el camino de
Loja, respondiendo con ayes y suspiros al estruendo marcial de los
atambores.
 
Al salir el Rey por la puerta de Elvira, en medio de las aclamaciones
de su pueblo, se le rompió la lanza en la bóveda de la puerta; y
algunos de los nobles que le acompañaban, teniéndolo por mal agüero,
se turbaron y le aconsejaron que no pasase adelante. Pero Boabdil,
despreciando sus temores y sin querer tomar otra lanza, sacó el
alfange y con ánimo varonil, se puso al frente de todos, mandando
que le siguiesen. Otro accidente, que pareció no menos aciago,
ocurrió al llegar á la rambla del Beiro, distante medio tiro de
ballesta de la ciudad; pues saliéndoles al camino una zorra, corrió
por medio de todo el ejército, y muy cerca de la persona del Rey, sin
que ninguno de tantos como tiraron á matarla la hiciesen el menor
daño. Pero Boabdil, sin hacer caso de pronósticos, prosiguió su
marcha con direccion á Loja[22].
 
[22] Mármol Rebel. de los moros, lib. I. c. 12.
 
Llegando á esta ciudad, se aumentó la fuerza del ejército con algunos
caballos escogidos de la guarnicion, capitaneados por Aliatar, que
armado de todas piezas y montado en un fogoso caballo berberisco,
discurria por las filas, saltando y caracoleando con la ligereza
de un árabe del desierto. Los soldados y el pueblo que le miraban
tan lozano y tan animoso, sin embargo de contar cerca de un siglo
de años, le prodigaron sus aplausos, y le acompañaron con vivas
hasta salir de la ciudad. Entró el ejército moro á marchas forzadas
en el territorio cristiano, asolando el pais, robando el ganado y
llevándose cautivos á los habitantes. El objeto era caer de improviso
sobre Lucena: por esto y para no ser observados, hicieron la última
jornada de noche; y ya el veterano Aliatar, en cuyo carácter se unian
la astucia de la zorra y la ferocidad del lobo, se lisongeaba de
haber sorprendido aquella plaza, cuando vió arder hogueras por las
montañas. “Estamos descubiertos, dijo á Boabdil: el pais se está
armando contra nosotros: marchemos sin pérdida de momento contra
Lucena; acaso, siendo tan corta su guarnicion, podremos tomar la
plaza por asalto antes que lleguen los socorros.” Aprobó el Rey este
consejo, y avanzaron rápidamente hácia Lucena.
 
Hallábase á la sazon en su pueblo y castillo de Baena, distante
pocas leguas de Lucena, don Diego de Córdoba, conde de Cabra,
guerrero muy señalado, que mantenia en pié cierto número de soldados
y vasallos para resistir las incursiones repentinas de los moros;
pues en aquellos tiempos era indispensable al noble que vivia en la
frontera, estar continuamente con mucha vigilancia, ceñida la espada,
ensillado el caballo, y las armas á punto, para no ser sorprendido
por el enemigo. La noche del 20 de abril, 1483, estando el Conde para
recogerse, dió parte el centinela que velaba sobre la torre principal
del castillo, que en las montañas inmediatas y en una atalaya situada
cerca del camino que pasa de Cabra á Lucena, se veian arder hogueras.
Subió á la torre el Conde, y mirando á la atalaya, vió encendidas
en ella, cinco luces, señal de que el moro andaba en la comarca.
Al punto mandó tocar á rebato, despachó correos para avisar á los
pueblos convecinos, é intimó con un trompeta á los habitantes de la
villa, que al amanecer estuviesen armados y equipados para salir á
campaña. Toda aquella noche se pasó en hacer prevenciones para el dia
siguiente; y tanto en el pueblo como en el castillo no se oia sino el
ruido de los armeros, el herrar de los caballos y el bullicio de los
preparativos.
 
Al amanecer del dia siguiente, salió de Baena el conde de Cabra con
doscientos cincuenta caballos y mil y doscientos infantes, y se puso
apresuradamente en marcha para Cabra, distante de alli tres leguas,
donde á su llegada, se le reunió don Alonso de Córdoba, señor de
Zuheros. Habiendo dado aqui de almorzar á la tropa, que aun no se
habia desayunado, iba á emprender de nuevo la marcha, cuando reparó
que se le habia olvidado traer el estandarte de Baena, que por
espacio de ochenta años habian llevado siempre los de su familia
en los combates. Mas ya no era tiempo de enviar por él, y tomó el
estandarte de Cabra, cuya divisa era el animal de este nombre, y que
por espacio de medio siglo no se habia sacado en las batallas. En
esto recibió un correo el Conde despachado con toda urgencia por su
sobrino don Diego Hernandez de Córdoba, señor de Lucena y alcaide de
los Donceles, suplicándole acudiese sin tardanza á su socorro, pues
se hallaba cercado por un ejército poderoso mandado por Boabdil, que
amenazaba asaltar la plaza, y habia ya pegado fuego á las puertas.
 
Con esta nueva, y el deseo de batirse con el Rey moro en persona,
marchó el Conde inmediatamente con sus tropas la via de Lucena, donde
llegó cuando Boabdil, dejando de combatir la plaza, se ocupaba en
talar los campos circunvecinos. Entre tanto, don Diego Hernandez de
Córdoba, cuyas fuerzas no pasaban de ochenta caballos y trescientos
infantes, habia recogido dentro de los muros de la ciudad á las
mugeres y niños, armado á todos los hombres, y despachado correos en
diferentes direcciones, para pedir socorro; al mismo tiempo que por
su órden ardian las hogueras en las montañas. Aquel dia al amanecer,
habia llegado el Rey moro con su ejército, amenazando pasar á
cuchillo la guarnicion si no se le entregaba la plaza en el momento.
El mensagero que envió con esta intimacion, era un Abencerrage,
á quien don Diego (que le conocia y habia tratado familiarmente)
entretuvo con palabras, para dar tiempo á que llegasen los socorros.
Entre tanto el fogoso Aliatar, sin esperar el resultado de la
conferencia, habia dado un asalto á la plaza, pero hallando una
resistencia inesperada, habia retirado su gente con propósito, segun
se temia, de intentar otro mas vigoroso aquella noche.
 
Enterado el Conde de todo lo sucedido, se volvió á su sobrino con
semblante alegre, y propuso que al punto saliesen en busca del
enemigo. Al prudente don Diego le pareció temeridad acometer á
tantos con tan poca gente, y asi lo manifestó á su tio; pero éste
insistiendo en su idea, dijo: “Yo, sobrino, partí de Baena con
intento de pelear con este Rey moro; ved lo que os parece.” “En
todo caso, le respondió el alcaide, espere vueseñoría siquiera
dos horas, y entre tanto habrán llegado los socorros que han de
venir de la Rambla, de Santaella, de Montilla y de otras partes.”
“Si esto aguardamos, dijo el Conde, ya se habrán ido los moros, y
nuestro trabajo habrá sido en vano: quédese vuesamerced aqui, que
yo resuelto estoy á pelear y á no aguardar mas.” El jóven alcaide
de los Donceles, aunque mas cauto que su ardoroso tio, no era menos
valiente; asi es que determinando seguirle en esta empresa, se le
reunió con la poca gente que tenia, y juntos marcharon al encuentro
del enemigo.
 
Habiéndose enviado delante seis descubridores á caballo para
reconocer su situacion, volvieron de alli á poco con la noticia de
haber dado vista al ejército moro en un prado al pié de una colina,
donde los soldados de infantería, tendidos por la yerba, estaban
comiendo el rancho, mientras la caballería, formada en cinco
escuadrones, les hacia la guardia. Subiendo á una altura, vieron
el Conde y su sobrino al ejército moro, y notaron que los cinco
escuadrones se habian formado en dos, cuya fuerza podria ser de
unas setecientas lanzas cada uno. Al parecer estaban ya disponiendo
su marcha, y la infantería empezaba á desfilar, siguiéndola los
prisioneros y un numeroso tren de acémilas con la presa y el bagage.
Reconocieron á Aliatar que correteaba por el campo apresurando los
movimientos de la tropa, y pudieron distinguir al Rey por su caballo
blanco, magníficamente enjaezado, asi como por la lucida y brillante
guardia que rodeaba su perso

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