Cronica de la conquista de granada 20
Al fin se abrió una brecha en la muralla, y Fernando impaciente
porque no se rendia la plaza, mandó al Duque de Nájera y al conde
de Benavente que entrasen con sus tropas. Asimismo envió á decir al
duque de Medinaceli, que enviase sus gentes para ayudar á aquellos
caballeros. Este mandamiento ofendió gravemente el orgullo feudal del
Duque. “Decid al Rey mi señor, respondió con altivez, que yo vine á
servirle con la gente de mi casa; y que si manda vayan mis soldados á
cualquier parte, tengo yo de ir con ellos; pero si he de quedar en el
real, ellos se han de quedar conmigo; porque ni la gente puede servir
bien sin el capitan, ni el capitan sin la gente.”
Entre tanto las tropas destinadas para el asalto, capitaneadas por
Pero Ruiz de Alarcon, avanzaron á la muralla y entraron á viva fuerza
por la brecha. Los moros aterrados por la impetuosidad del ataque, se
retrajeron peleando á la plaza de la villa, y ya Pero Ruiz de Alarcon
se imaginaba haber ganado el lugar, cuando sobrevinieron Hamet y
sus Gomeles, los cuales con grandes alaridos cayeron furiosamente
sobre los cristianos. Éstos acometidos por los Gomeles, y turbados
por las piedras y armas, que les arrojaban desde las ventanas y
azoteas, tuvieron que ceder, y se retiraron por la misma brecha
donde habian entrado. Ruiz de Alarcon, sin volver un paso atrás,
se mantuvo peleando en una de las calles; y como le dijesen los
pocos que estaban con él que se retirase, respondió: “¡no entré
yo en la pelea para salir de ella huyendo!” En breve le rodearon
los moros, huyeron sus compañeros, y él, cubierto de heridas, cayó
muerto peleando con fama de buen caballero[36]. La resistencia de
los habitantes aunque sostenida por el valor de los Gomeles, de nada
sirvió contra la artillería de los cristianos. Á impulso de los tiros
vinieron luego á tierra las murallas; las casas fueron incendiadas
por los combustibles que se echaron dentro de la plaza, y los moros
fueron forzados á capitular. Se concedió á los naturales de la villa
que saliesen con sus efectos, y á los Gomeles con sus armas. Hamet
el Zegrí cabalgó orgulloso por medio del real cristiano, y los
caballeros españoles no pudieron menos de contemplar con admiracion
á este guerrero impertérrito acompañado con sus fieles y valientes
partidarios.
[36] Pulgar, c. 42.
Á la toma de Coin se siguió la de Cartama. La rendicion de estas dos
plazas infundió tal temor en los moros de aquella comarca, que los
habitantes de muchos de los pueblos convecinos abandonaron sus casas,
y huyeron con los bienes que pudieron llevar.
Dejando entonces su campo y artillería cerca de Cartama, partió el
Rey con alguna tropa ligera para reconocer la ciudad de Málaga.
El vigilante Zagal que ya tenia noticia del plan concertado en
el consejo de Córdoba, se habia metido en aquella plaza, habia
reforzado sus defensas, y prevenido á los alcaides de los lugares
de la sierra que le auxiliasen con sus fuerzas. El mismo dia que se
presentó Fernando delante de Málaga, salió el Zagal á su encuentro
con hasta mil hombres de guerra, que mostraban ser la caballería
mas escogida del reino de Granada. Trabóse entre unos y otros una
escaramuza muy reñida por las huertas y olivares inmediatos á la
ciudad: muchos cayeron de entrambas partes, y los cristianos hicieron
anticipadamente experiencia de los trabajos que debia costarles la
conquista de aquella plaza.
Acabada la escaramuza, tuvo el marqués de Cádiz una conferencia
secreta con el Rey. En ella, despues de manifestarle las dificultades
que ofrecia el asedio de Málaga, le comunicó una carta que habia
recibido de un moro de Ronda, llamado Jusef Jerife, que le
participaba hallarse esta plaza casi desamparada y sin medios de
resistir un ataque repentino. El Marqués instó vivamente al Rey que
aprovechase la ocasion que se le presentaba de tomar esta fortaleza,
una de las mas importantes de la frontera, y que en manos de Hamet
el Zegrí era el azote de la Andalucía. Al dar este consejo, animaba
tambien al piadoso Marqués el deseo de romper las cadenas de los
cautivos cristianos, hechos prisioneros en la derrota de la Ajarquía
y que gemian en las profundas mazmorras de Ronda.
El Rey Fernando escuchó con gusto los consejos del Marqués: sabia que
Ronda era una de las llaves del reino de Granada, y deseaba castigar
á sus naturales por el socorro que habian dado á los moros de Coin.
Asi, pues, se abandonó por ahora el sitio de Málaga, y se hicieron
las prevenciones necesarias para marchar con rapidez y secreto contra
Ronda.
[Ilustración]
CAPÍTULO XXV.
_Sitio de Ronda._
Vuelto Hamet el Zegrí á Ronda, despues de la rendicion de Coin, tomó
la nueva de haber marchado el ejército cristiano á poner cerco sobre
Málaga, y recibió las órdenes del Zagal para que le auxiliase con
alguna tropa. Enviando allá parte de su guarnicion, Hamet, á quien
su espíritu fogoso y vengativo no dejaba sosegar, resolvió ejecutar
una nueva expedicion, que borrase la afrenta recibida en la batalla
del Lopera. La situacion de la Andalucía, destituida de tropas,
presentaba la ocasion mas oportuna para una correría por las tierras
de aquel reino; y pues el torrente de la guerra habia ido á inundar
á la vega de Málaga, ningun peligro habia que recelar en Ronda, aun
cuando no fuese tanta la fuerza de sus muros y defensas. Dejando
pues en esta plaza una parte de la guarnicion, se puso Hamet á la
cabeza de sus Gomeles, y bajó como un huracan á desolar las llanuras
de la Andalucía: entró por los estados del duque de Medinasidonia,
y corriendo aquella dilatada campiña y fértiles dehesas, arrebató
ganados, saqueó pueblos, y efectuó su retirada con poca ó ninguna
oposicion; pues aunque las campanas tocaron á rebato, y las hogueras
anunciaron la presencia del enemigo, fue tal la rapidez de sus
movimientos, que no dejó lugar á la persecucion.
Cargado de despojos y ufano por el buen éxito de esta incursion,
seguia Hamet su marcha con direccion á Ronda, cuando al desembocar
de uno de los desfiladeros de la Serranía, llegó á sus oidos el
sonido lúgubre de la artillería cristiana, que tronaba contra Ronda.
Metiendo espuela á su caballo, pasó Hamet adelante; y á medida que
avanzaba, crecia aquel estruendo bélico, retumbando, de cerro en
cerro. Llegó á una altura, tendió la vista, y con el mayor asombro
vió blanquear los campos en derredor de Ronda con las tiendas
de un ejército sitiador. El estandarte real tremolaba en medio
del campamento, indicando la presencia del Monarca, y el bronce
horrísono, vomitando humo y llamas, anunciaba la próxima ruina de las
torres de Ronda.
El ejército real habia logrado venir sobre Ronda de improviso,
estando ausente su alcaide y la mayor parte de la guarnicion; pero
sus habitantes, egercitados en la guerra, se defendian con valor,
confiando ser en breve socorridos por Hamet y sus Gomeles. La
decantada fuerza de aquellos baluartes aprovechó poco contra el
rigor de las lombardas, las cuales, al cuarto dia de romper el fuego,
habian derribado tres torres y una gran parte del muro que cercaba
los arrabales. Con tan buenos principios cobraron mayor esfuerzo los
sitiadores, aproximaron las lombardas, bajando mas la puntería, y se
batió aquella fortaleza con tal vigor, que el peñon en que estaba
fundada se estremecia hasta los cimientos. Los cautivos cristianos,
sepultados en sus calabozos, se complacian de aquel rumor, teniéndolo
por presagio de su cercana libertad.
El pesar que tenia Hamet de ver cercada y combatida aquella plaza,
le inspiró una resolucion desesperada. Exhortando á sus soldados
para que le siguiesen, pasó con la mayor cautela á colocarse con su
gente en una altura inmediata al Real cristiano. Aqui permanecieron
hasta alta noche; y saliendo del monte á tiempo que la mayor parte
del ejército yacía entregada al sueño, acometieron repentinamente por
el lado mas flaco del acampamento, con propósito de abrirse paso con
la espada por medio de los sitiadores, y ganando la ciudad, entrar á
defenderla. Pero la vigilancia con que se guardaba el campo cristiano
frustró esta tentativa; y los moros, rechazados y perseguidos, se
acogieron á la sierra de donde habian salido, defendiéndose de los
cristianos con piedras, dardos y saetas.
Hizo entonces Hamet encender grandes fuegos en las cumbres de las
montañas, y acudieron á su estandarte muchos moros de la Serranía y
algunas tropas de Málaga. Con este refuerzo hizo varias tentativas
para forzar el Real cristiano y entrar en Ronda; pero fueron inútiles
todos sus esfuerzos, y siempre tuvo que recogerse á las asperezas de
la sierra con pérdida de muchos de sus soldados mas valientes.
Entre tanto, los apuros de los sitiados crecian de hora en hora. El
marqués de Cádiz habia logrado apoderarse de los arrabales, y se
hallaba en disposicion de llegar hasta la base misma del escarpado
peñon que sostenia aquella fortaleza. Al pié de este precipicio
brotaba una fuentecilla, á la cual se bajaba desde la ciudad por
una mina cortada en la peña viva. De aqui se surtia de agua el
vecindario, empleándose para sacarla, á los cautivos cristianos,
cuyos cansados pies tenian casi gastados los escalones de la mina. El
marqués de Cádiz, descubriendo este manantial, mandó contraminarlo
al través de la roca sólida. Asi lo ejecutaron sus ingenieros, y
llegando al caño de la fuente, lo cegaron, quitando á la ciudad este
recurso.
Mientras el generoso marqués de Cádiz, animado por la esperanza de
sacar de su cautiverio á sus compañeros de armas, estrechaba el sitio
con el mayor celo, Hamet el Zegrí, mirando desde las alturas la
destruccion de su fortaleza, se golpeaba el pecho, y se abandonaba
á los extremos de una furia impotente. Cada tiro de la artillería
cristiana parecia herirle en el corazon; de dia estaba viendo caer,
una despues de otra, las torres de Ronda, y de noche que ardia la
ciudad como un volcan abrasado. “Tiraban, dice un coronista de
aquel tiempo, no solo piedras de canto, sino grandes pelotas de
hierro, fundidas en moldes, que hacian mucho estrago do quiera que
alcanzaban.” Asimismo arrojaban dentro de la ciudad unas pellas de
cáñamo, confeccionadas de alquitran y pólvora, las cuales cayendo
encendidas sobre las casas, las incendiaban. Grande fue el horror de
los naturales de la ciudad: veian arder sus casas, caer las torres, y
obstruirse las calles con los escombros y con los cadáveres: en tal
confusion y espanto, ni sabian dónde guarecerse, ni cómo defenderse,
ni qué consejo tomar. Las mugeres, atemorizadas por el estrago de las
balas y la voracidad de las llamas, prorrumpian en gritos dolorosos;
y sus lamentos, mezclados con el estruendo de la artillería, se oian
á la otra parte de la sierra, donde estaban los moros de Hamet,
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