Cronica de la conquista de granada 12
CAPÍTULO XII.
_La batalla de Lucena._
Mirando estaban el Rey moro y Aliatar las tropas cristianas que
avanzaban á dar batalla, sin poder averiguar su número, por la
distancia y una niebla que las rodeaba, cuando Boabdil divisando
confusamente el estandarte de Cabra, preguntó á su suegro qué bandera
era aquella. “Señor, dijo este anciano guerrero, la he estado
considerando, y no la conozco. Paréceme que es un perro, y esto traen
los de Úbeda y Baeza en su enseña. Si fuese asi, toda Andalucía está
movida contra vos, y soy de parecer que os retireis.”
El conde de Cabra, al bajar de una loma para acercarse al enemigo,
se halló en un terreno mas bajo que los moros; por lo que hizo un
movimiento retrogrado con intento de mejorar de posicion. Entendieron
los moros que los cristianos reusaban la batalla, y se arrojaron
impetuosamente á la pelea; pero el Conde, que ya tenia la ventaja del
terreno, los recibió con tanta firmeza, que los hizo detenerse y aun
retroceder. En seguida, viendo á los moros revueltos é indecisos,
bajó de la altura en que se hallaba, y apellidando Santiago, los
cargó con tal furia, que los puso en confusion, y empezaron los
moros á huir. Boabdil hizo los mayores esfuerzos para ordenarlos:
“Deteneos, les decia, deteneos: no huyais: á lo menos sepamos de
quien huis.” Los caballeros granadinos, sintiendo esta reconvencion,
volvieron por su honor, y por un rato hicieron rostro al enemigo
con el valor á que obliga la presencia del Soberano. En este punto
llegó Lorenzo de Porres, alcaide de Luque, que asomó por un encinar
con cincuenta caballos y ciento y cincuenta infantes, sonando una
trompeta italiana. Apenas sus acentos hirieron el fino oido de
Aliatar, cuando volviéndose al Rey, dijo: “Señor, esta trompeta es
italiana: sin duda se ha revuelto todo el mundo contra vos.” Á la
trompeta de Porres respondió la del conde de Cabra en otra direccion,
haciendo creer á los moros que se hallaban entre dos ejércitos.
Saliendo Porres del encinar, acometió por aquella parte. Los moros,
amedrentados y confusos por la diversidad de las alarmas, no se
detuvieron á averiguar la fuerza de este nuevo contrario; y viéndose
acometidos por partes opuestas, sin poder reconocer el número del
enemigo, por la espesura de la niebla, dieron las espaldas, y se
retiraron poco menos que huyendo.
Siguieron los nuestros el alcance por espacio de tres leguas,
peleando y escaramuzando con ellos hasta llegar al arroyo de
Martin Gonzalez, que á la sazon llevaba mucha agua por las lluvias
recientes. Aqui se detuvo el Rey, y poniéndose al frente de un
escuadron de caballería, determinó hacer rostro al enemigo hasta
que las tropas y el bagage pasasen el arroyo. Pero en este lance
peligroso, solo se mantuvieron á su lado algunos pocos, los mas
leales y valientes de su guardia: la infantería, en cuanto pasó
el vado, se entregó á una fuga desordenada: otro tanto hizo la
mayor parte de la caballería, sin que bastasen para detenerlos las
exhortaciones del Rey, ni el ejemplo del pequeño escuadron que
amparaba su persona. Estos pocos caballeros, que eran la flor de
la nobleza granadina, sostuvieron el choque de los cristianos, y
peleando con resolucion desesperada, sin querer rendirse ni pedir
cuartel, protegieron la retirada de su Rey.
Boabdil, forzado á huir, se metió en una espesura que habia orillas
del arroyo, que estaba guarnecido de fresnos, sauces y tamariscos.
Desde alli, volviendo atrás los ojos, vió el campo cubierto de
muertos y moribundos, y que arrollados los pocos que quedaban de
sus fieles defensores, perecian en el arroyo, donde los alcanzaba
el furor de los cristianos. Apeándose entonces de su caballo, cuyo
color y ricos jaeces pudieran dar á conocer el dueño, procuró el
Rey ocultarse entre aquellos arbustos; pero un soldado de Lucena,
llamado Martin Hurtado, le descubrió y acometió con una pica para
prenderle. Defendióse el Rey con su alfange; pero viendo venir contra
él otros dos soldados, se hizo atrás algunos pasos, ofreciendo un
rescate generoso si le dejaban: entonces uno de los tres se adelanta
para asirle, y Boabdil de una cuchillada le hiende la cabeza hasta
los hombros. Llegando á este tiempo el alcaide de los Donceles,
le dijeron los soldados: “Señor, aqui tenemos preso á un moro que
parece hombre principal y de rescate.” “¡Miserables! exclamó el
Rey, vosotros no me habeis prendido: á este caballero me entrego.”
Don Diego, al hacerse cargo de su prisionero, le trató con mucha
cortesía y respeto, pues veia que era persona de calidad; pero
Boabdil, ocultando su gerarquía, se dió á conocer como hijo de Aben
Aleyzer[23], un caballero de la casa real.
[23] Garibay, lib. XL. c. 31.
Entregó don Diego su prisionero á cinco soldados, para que le
condujesen al castillo de Lucena, y pasó adelante para reunirse con
el conde de Cabra, que seguia el alcance de los moros. Llegando al
arroyo de Riancal, alcanzó á su tio, que aun perseguia al enemigo,
sin hacer reflexion sobre el riesgo que corria de que los moros
volviendo del terror pánico que les habia cegado, reconociesen el
corto número de sus vencedores, y atacándoles los destruyesen.
Siguió el ejército moro retirándose por un valle que, atravesando
las montañas de Algarinejo, conduce á Loja. Á cada paso le salia al
encuentro algun nuevo enemigo; pues alarmado el pais por los fuegos
de la noche anterior, habian corrido á las armas todos los pueblos y
lugares en contorno. Perseguido por retaguardia y acometido por los
costados, el fiero Aliatar, como lobo acosado por los pastores, se
volvia de cuando en cuando contra los cristianos, pero sin atreverse
á suspender la marcha de sus tropas.
Con la noticia de este suceso, don Alonso de Aguilar, que se hallaba
en Antequera con algunos de los caballeros que habian escapado de
la matanza de los montes de Málaga, salió en busca de los moros,
capitaneando un escuadron de solo cuarenta ginetes, pero caballeros
todos de un valor acreditado, y que no respiraban sino venganza
contra los infieles. Llegando á las orillas del Jenil, por la parte
donde empieza á regar las llanuras de Córdoba, alcanzaron al ejército
moro, ocupado en vadear el rio, que á la sazon venia muy crecido por
las lluvias recientes. Apenas el pequeño escuadron de don Alonso
avistó al enemigo, se arrojaron furiosos al combate, diciéndose
unos á otros: “acordaos de los montes de Málaga.” La carga fue
terrible, pero la sostuvo con firmeza la caballería de Aliatar que
cubria la retirada del ejército. Siguióse á las márgenes del rio
una lucha sangrienta y porfiada, peleando moros y cristianos mano
á mano y cuerpo á cuerpo; unas veces en tierra y otras en el agua:
muchos fueron lanceados en la orilla, otros se arrojaron al rio, y
hundiéndose con el peso de las armas, se ahogaron: algunos asidos
unos á otros, caian de sus caballos, sin dejar de luchar aun en medio
de las ondas, y se veian rodar por el arroyo abajo turbantes y yelmos
juntamente. Los moros eran muy superiores en el número, pero iban
desmayados por la derrota que acababan de sufrir, al paso que animaba
á los cristianos un ardor que rayaba en desesperacion.
Solo Aliatar, en medio de este revés, conservaba su energía
característica. Indignado por la fuga ignominiosa de su ejército,
por la pérdida del Rey y por el estrago que este puñado de valientes
hacia en sus tropas, corrió contra don Alonso de Aguilar, cuyo
fulminante acero difundia por do quiera el terror y la muerte. Lo
halló vuelto de espaldas, y juntando el moro todas sus fuerzas, le
arrojó su lanza para atravesarle, pero no la dirigió en esta ocasion
con el tino que acostumbraba: el golpe arrancó á don Alonso parte
del coselete sin hacerle herida. Entonces echando mano al alfange,
se arrojó sobre don Alonso; pero éste, que ya estaba alerta, paró
el golpe y cerrando con él, le fue echando hasta el borde del agua,
donde el uno al otro procuraron sumergirse, acuchillándose sin cesar.
Aliatar habia recibido ya varias heridas, y don Alonso compadeciendo
su edad, queria perdonarle la vida, y le intimó que se rindiese.
“¡Á un perro cristiano!, exclamó Aliatar, ¡jamas!” Apenas acabó
de pronunciar estas palabras, cuando un golpe de la espada de don
Alonso, le partió el turbante y la cabeza al mismo tiempo. Cayó
Aliatar muerto sin proferir un ay, y su cuerpo fue á parar al Jenil,
donde nunca se pudo hallar ni reconocer[24]. Asi murió Aliatar, que
por tanto tiempo habia sido el terror de la Andalucía: toda su vida
la pasó en hostilizar á los cristianos, dando pruebas del odio que
les tenia hasta morir.
[24] Cura de los Palacios.
Con la muerte de Aliatar cesó toda resistencia por parte de la
caballería: revueltos caballos y peones se apresuraron á pasar el
vado, y atropellándose unos á otros, fueron muchos los que perecieron
en el agua. Don Alonso y sus compañeros les siguieron el alcance
hostigándolos hasta la frontera; y cada golpe que descargaban en
ellos, les parecia disminuir la gravedad de la humillacion y afrenta
que pesaba sobre sus corazones.
En esta derrota tan señalada, perdieron los moros mas de cinco mil
hombres entre muertos y prisioneros, de los cuales muchos eran de
las casas mas ilustres de Granada. Á esta batalla la llaman algunos
la batalla de Lucena, y otros la del Rey moro, por la captura de
Boabdil. Cayeron en poder de los cristianos veinte y dos estandartes,
que se colocaron en la iglesia de Baena, donde quedan (dice un
coronista de época posterior) hasta el presente; y todos los años, el
dia de san Jorge, se llevan en procesion para celebrar tan gloriosa
victoria.
Grande fue el triunfo del conde de Cabra cuando, al volver de
perseguir los moros, halló al Rey Boabdil prisionero en su poder.
Pero cuando trajeron el real cautivo á su presencia, y vió tan
infeliz y abatido al mismo que poco antes habia ocupado un trono,
el generoso corazon del Conde se sintió tocado de simpatía. Como
cristiano y cortés caballero, procuró consolarle, y le dijo: que la
misma mutabilidad de las cosas humanas que le habia reducido á su
estado actual, podria restituirle á su anterior prosperidad, que en
este mundo no hay nada permanente, y que hasta el dolor mas grande
tiene un término señalado. Suavizando asi con palabras consoladoras
la pena del Rey de Granada, y guardándole toda la consideracion y
respeto que inspiraban su dignidad é infortunio, le condujo el Conde
prisionero á su castillo de Baena.
[Ilustración]
CAPÍTULO XIII.
_Lamentaciones de los moros por la batalla de Lucena._
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