2016년 1월 25일 월요일

Letras Obras Completas 1

Letras Obras Completas 1


Letras Obras Completas Vol. VIII
 
Author: Rubén Darío
 
LA CASA DE LAS IDEAS
 
 
I
 
Esta frase de Elisée Reclus: «La ciudad de los libros» despierta en mí
este pensar: «las casas de las ideas».
 
En efecto; si _la palabra es un ser viviente_, es a causa del espíritu
que la anima: la idea.
 
Así, pues, las ideas, con sus carnes de palabras, vivientes, activas, se
congregan, hacen sus ciudades, tienen sus casas. La ciudad es la
biblioteca, la casa es el libro.
 
Helas allí como los humanos seres; hay ideas reales, augustas, medianas,
bajas, viles, abyectas, miserables. Visten también realmente,
medianamente, miserablemente. Tienen corona de oro, tiara, yelmo, manto
o harapos. Imperiosas o humilladas, se alzan o caen, cantan o lloran.
Evocadas por el hombre, dejan sus habitáculos, abandonan sus alvéolos,
resuenan en el aire, o, silenciosas, penetran en las almas por los ojos.
Luego vuelven a sus casas, después de hacer el bien o el mal.
 
 
II
 
Tenéis aquí una vieja catedral: es un misal antiguo. Muestra sus
ferradas y pesadas puertas; sus muros, sus esculturas, sus vidrios
coloreados, sus rotondas, sus flechas, sus agujas, sus campanarios. En
los nichos de las mayúsculas viven los santos, las vírgenes, los
mártires. A su rededor clama un pueblo de ideas santas, canta como a son
de órgano o al vago vibrar de tiorbas celestes. Las ideas angélicas,
encarnadas en palabras castas y blancas, dicen en coro rezos, himnos,
glorias, _hosannas_. Las martirizadas pasan purpúreas, cerca de los
azules y oros que pulieron los monjes. Unas llevan los ramos de lirios
en las manos, otras clavos, coronas de espinas o palmas. ¡Palmas! Cuando
el triunfo de Nuestro Señor Jesucristo llena las vastas naves, el pueblo
de ideas fieles se congrega. Es el ambiente de los profetas, el mundo de
los doctores, la atmósfera de los beatos. Un incienso de fe perfuma el
aire. Los altares, bellos de oro y de cirios, presentan la magnificencia
mística de sus arquitecturas. Por las cornisas, por los tallados de las
puertas, por los calados de las piedras, piruetean los demonios bufos
con los frailes obscenos; un cabrón que termina en largo y crespo
follaje vegetal, quiere ascender hasta la soberbia expansión de los
maravillosos e historiados rosetones.
 
Esa vieja historia es un castillo feudal. Ois el cuerno del enano,
entráis por el puente levadizo. Encontraréis dentro al castellano, a la
castellana, a los pajes, a las dueñas. Las ideas están vestidas a la
usanza de entonces; todo es hierro, lorigas, caparazones; en los cintos
las espadas, en los blancos cuellos las golas; en los puños gerifaltes.
Y suena el rumor de las mesnadas de ideas. Ellas claman, vitorean, dicen
decires, cantan cantos, tienen sus fiestas, sus cacerías; pelean bravas,
juran y se signan, saben de respeto y de honor, de Dios y de los
caballeros. De noche, al calor del buen hogar, cuentan cuentos.
 
En esa _Ilíada_ pasa, truena un mundo de ideas gigantescas; viven en
palabras desmesuradas, altas, vibrantes, sonoras, primitivas, divinas.
Hay ideas que pasan desnudas como Venus; otras que ululan como Hécuba;
otras heroicas y veloces como Aquiles. En esa portentosa ciudad griega
por donde quiera os halaga la maravilla del ritmo, reina la música en su
sentido original; al mandato de una lógica imperiosa, todo se mueve
obedeciendo al número; al paso escucháis cómo hacen vibrar el bosque de
aritmética las cigarras del verso.
 
En ese usado _Ars Amandi_ os sonríen variadas y graciosas ideas
femeninas. Provocan, llaman a la batalla del amor; así como ese ojeado
Aretino, propiedad quizá de alguna refinada marquesa del tiempo pasado,
es un curioso prostíbulo.
 
En las bibliotecas existe el «inferi», como en ciertos museos los
gabinetes secretos, y en los estereoscopios las vistas reservadas. ¿En
dónde había de estar sino en el infierno la _Faustina_ del divino
Marqués?
 
 
III
 
Los impresores y los encuadernadores son los arquitectos de las ideas
congregadas. Ellos les levantan sus palacios, o las alojan en casas
burguesas; las adornan de formas elegantes, caprichosas, modernas,
graves, cómicas; las ilustran, las refinan o las ponen en aislados
ghetos; las colocan, las recaman de oro como si fuesen personas
imperiales; tapizan sus casas con las pieles de los animales, con
costosos pergaminos, telas ricas, sedas y galones. Muchas, fastuosas y
vulgares, moran en palacetes opulentos de keapsake; otras, hermosísimas,
puras, nobles, llevan pobremente en ediciones modestas su perfecta
gracia gentilicia.
 
Las primeras son semejantes a ricas herederas, feas y estúpidas; las
otras a princesas olvidadas, hijas de reyes caídos, virginales,
supremas, avasalladoras por la sola virtud de su potencia nativa. Hay
unas heroicas, yámbicas, masculinas. Hay las soldados, espadachines,
verdugos, perros furiosos. ¡No toquéis a los que manejan ideas!
 
Allí viven las ideas en sus casas, en sus ciudades e imperios, las
bibliotecas; tienen sus Parises, sus Londres, sus aldehuelas, sus
villas. En las puertas de sus mansiones se ven nombres anunciadores de
sus jerarquías, desde la _Biblia_ hasta _Bertoldo_, desde Hugo hasta el
Sr. X. Pues todo en ellas sucede como en los hombres, y así, son unas
porfirogénitas, otras plebeyas. Y como el hombre también, unas mueren y
caen en el olvido; otras ascienden a la inmortalidad, por la suma gloria
del genio.
 
 
 
 
PARÍS Y LOS ESCRITORES EXTRANJEROS
 
 
El influjo y el encanto de París son los mismos para todos; mas cada
cual los recibe conforme con su temperamento y su manera de encarar la
vida. París es embriagante como un alcohol; hay personas refractarias a
todas las alcohólicas intoxicaciones. Hay quienes hacen de París su
vicio. Hablo del París que produce la parisina, del París en que la
existencia es un arte y un placer. Tal París embriaga de lejos. El
chino, el japonés, el negro, el ruso, el yanqui, el criollo, sufren su
atracción de la misma manera. El paraíso, un verdadero paraíso
artificial, se reconoce a la llegada. El hechizo está en el ambiente, en
las costumbres, en las disposiciones monumentales, y sobre todo, en la
mujer. La parisiense sólo existe en París, afirmarían nuestros queridos
maestros M. de la Palice y Pero Grullo. Mas el efecto de París se
aminora o se agranda según la edad, los elementos de vida, los
caracteres y las aspiraciones. No se trata de razas ni de países.
Conozco por ejemplo dos vascos, Miguel de Unamuno y Ramiro de Maeztu, en
quienes el influjo parisiense es nulo; en cambio hay innumerables vascos
que gastan su dinero y dan placer a sus sentidos y a su imaginación en
París, de la manera más meridional del mundo. En los escritores, en los
artistas, se nota la diferencia de comprensión y de impresiones. La
inoculación de parisina en unos es activa, en otros de mediana fuerza,
en otros inocua. De los metecos, son los rumanos y levantinos los más
accesibles a la parisinación completa. Los españoles resisten
fuertemente, en tanto que los originarios de la América latina cuentan
entre los que más se asimilan al medio y entre los refractarios. Véanse
algunos ejemplos.
 
El marqués de Rojas vivía en París hace larguísimos años. Antiguo
diplomático, ha conocido buen número de testas coronadas y ha
permanecido en casi todas las cortes de Europa. Sus estudios preferidos
han sido investigaciones históricas, la literatura, y sobre todo, los
asuntos financieros, disciplina en que sobresale. Sus gustos, sus
hábitos eran los de un gran señor; y la vida de París le sentaba tan
bien, que ostentaba, no sin un justo orgullo, una florida y animada
senectud. Mas una vez que se le conocía y se le trataba, se veía que el
venezolano persistía, a pesar del tiempo, del medio y de las
frecuentaciones. Y en sus libros se revela poderoso el espíritu
hispanoamericano. Lo propio puede decirse de un cubano eminente, D.
Enrique Piñeyro. Crítico de alto valer, pensador ponderado, muy erudito
en literaturas extranjeras y en la española, sobre todo, guarda en su
espíritu la savia cubana, el aliento del terruño. Antiguo compañero de
colegio, amigo de la infancia, amigo hasta los últimos días, de José
María de Heredia, el poeta francés, ha publicado, después de varios
libros sobre asuntos literarios diversos, una monografía sobre José
María de Heredia. ¿El cubano francés? No, el cubano del todo, el autor
de la oda al Niágara. En ese trabajo, dice un periódico, «discurre el
señor Piñeyro con su acostumbrada sobriedad acerca de la vida breve y
agitada del cantor del Niágara, y a través de su prosa clara como las
ondas de un río, se destaca con calor y vida la figura del gran poeta;
se le ve muy joven estudiando a Homero y leyendo la Biblia en la ciudad
oriental; más tarde le vemos investirse de abogado ante la Audiencia de
Camagüey y ejercer la carrera al lado de su tío Ignacio en la poética
Matanzas.
 
En esta ciudad se le ve esconderse y huir fugitivo para desembarcar
luego tiritando de frío en Boston, peregrinar en varias ciudades
americanas enseñando el español, sin saber aún el inglés, hasta que
apoyado con la influencia poderosa de Roca Fuerte, surge en Méjico como
uno de los consejeros de Guadalupe Victoria, el primer presidente
constitucional de aquella república. Allí trabaja tranquilo, crea
familia, y como obedeciendo a un sino incontrastable, le vemos pronto
envuelto en los tormentosos acontecimientos políticos que señalaron el
paso por el Gobierno mejicano del general Santa Ana. Mientras tanto aquí
en Cuba se le había condenado a muerte, y cuando, decepcionada el alma y
desfallecido el cuerpo, pidió y obtuvo regresar a la patria para abrazar
a su madre, no encontró nave que le trajera a tiempo, pues antes la
muerte, que le venía acechando, le arrebató la vida a los treinta y seis
años escasos de haberla padecido. Y ni aun sus restos han podido
recogerse, pues cerrado el cementerio en donde fué enterrado, se
mezclaron las osamentas para conducirlas al azar a otra parte.»

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