2016년 1월 25일 월요일

Letras Obras Completas 2

Letras Obras Completas 2



Tal es la vida del egregio poeta cubano; tal es la gran figura literaria
cuya biografía traza con mano firme y límpida el señor Piñeyro. Si en el
renombrado crítico hubiese prendido bien la parisina, la monografía
hubiera sido escrita sobre el famoso sonetista, miembro de la Academia
francesa. La hubiera escrito en francés o la habría hecho traducir, para
que fuera gustada, ante todo, por el público parisiense; habría hablado
muy poco de la época de los primeros estudios en la Habana, y habría
sido minucioso en recuerdos respecto a la intimidad de Heredia con Hugo,
con Gautier y con todos los parnasianos; habría hablado de su salón
literario, de su biblioteca, de sus obras de arte, y el escritor no
habría revelado su origen de ninguna manera. Para el parisiense no
existe otro lugar habitable más que París, y nada tiene razón de ser
fuera de París. Se explica así la antigua y tradicional ignorancia de
todo lo extranjero y el asombro curioso ante cualquier manifestación de
superioridad extranjera. Ante un artista, ante un sabio, ante un talento
extranjero, parecen preguntar: ¿Cómo, este hombre es extranjero y sin
embargo tiene talento? Y el meteco que se parisianiza llega al mismo
grado de exclusivismo que el legítimo parisiense de París.
 
El poeta cubano Augusto de Armas llegó a la gran ciudad ya poseído de la
locura de París.
 
Escribió versos franceses admirables, se llenó del espíritu luteciano,
fué en el barrio latino como cualquier joven poeta francés de ensueños y
melena--y se lo comió París. No existía entonces el arribismo. El pobre
criollo vivía en su ilusión de gloria, dedicó poesías a todos los
mamamuchis de entonces, y fuera de Banville, que le escribió una carta
amable, nadie le hizo caso.
 
Muchos de los que hemos venido a habitar en París hemos traído esa misma
ilusión. Mas hemos tomado rumbos diferentes. Yo he sido más apasionado y
he escrito cosas más «parisienses» antes de venir a París que durante el
tiempo que he permanecido en París. Y jamás pude encontrarme sino
extranjero entre estas gentes; y ¿en dónde están los cuentecitos de
antaño...? Gómez Carrillo es un caso único. Nunca ha habido un escritor
extranjero compenetrado del alma de París como Gómez Carrillo. No digo
esto para elogiarle. Ni para censurarle. Señalo el caso. El es quien
dijo, yo no recuerdo dónde, que el secreto de París no le comprendían
sino los parisienses. Los parisienses ¡y él! Si no ha llegado a escribir
sus libros en francés, es porque no se dedicó a ello con tesón. Mas en
su estilo, en su psicología, en sus matices, en su ironía, en todo,
¿quién más parisiense que él? Muerto Jean Lorrain, no hay entre los
mismos franceses un escritor más impregnado de París que Gómez Carrillo.
 
Revolviendo nombres y categorías puede observarse: Tourguenieff estuvo
siempre en la estepa, Heine en el Walhalla, Wolff y Max Nordau en el
ghetto, Eusebio Blasco en Fornos, Moreas en la Morea, la señorita
Vacaresco en Rumania, Cantilo y Daireaux en la Argentina, Marinetti en
Milán, Bonafoux en España... Carrillo es el meteco más parisiense de
París. ¡Pues bien! El mismo Carrillo comienza a reconocer que más de una
vez se ha sentido desarraigado en la babilónica metrópoli. Y él no puede
quejarse de París, que bien se lo pudo tragar como se tragó a Augusto de
Armas y a tantos otros. París le dió su gracia verbal, su versatilidad
femenina, su sonrisa y el gusto por el refinamiento de sus placeres.
Carrillo vino muy joven. Habitó en el barrio latino en un tiempo en que
aún existía la bohemia y se amaba la poesía y el amor buenamente. Apenas
si comenzaban a causar su efecto los venenos baudelaireano y
verlaineano. Carrillo alcanzó las veladas de «La Plume». Tuvo buenos
compañeros. Le halagaron desde entonces; le publicaron en aquella
revista su retrato--un Carrillo adolescente y muy medalla romana--y
logró una, dos y no sé cuántas Mimís, en la edad más hermosa, con cuerpo
y alma de estreno. Con el tiempo evolucionó, con las ventajas y
desventajas del medio... No creo que pudiera nunca separarse de París,
aunque haya llegado a reconocer más de una de las falsías y engaños de
la adorable cortesana que lo hechizó.
 
* * * * *
 
Acabo de leer un pequeño libro del escritor dominicano Tulio M. Cestero.
En estas páginas hay una sensación de París, expresada en un diálogo de
transparente fondo psicológico. El autor expresa el encanto, el
embrujamiento parisiense en el espíritu hispanoamericano, y el peligro
del torbellino que atrae. No sé que haya permanecido largo tiempo en la
ciudad luminosa. Lo que sí sé es que ha peleado ruda y bravamente en las
revoluciones de su país, que es, entre los de la América revolucionaria,
el país de las revoluciones. «Hemos hecho la guerra, dice, desde los
días del descubrimiento. En el alma nacional lidian la tristeza del
indio, el dolor del negro esclavo y la nostalgia del español aventurero,
terrible herencia de odios que nos ha hecho un pueblo triste y
levantisco.» Ha descrito, en prosa orgullosa y gallarda, escenas de las
luchas arduas en que ha tomado parte. Deja ver ingenuidades de roca
nativa, y en ellas el más puro oro cordial y diamantes generosos. Aun
perfumada el alma del soplo de las patrias selvas, llega a Lutecia. Está
en el bulevar. Párrafos del diálogo que he citado nos darán la impresión
que buscamos:
 
«_Marcelo._--El bulevar... ¿Has leído la reciente novela del corrosivo
ironista La Jeunesse? Cuántos pensamientos en nuestras tierras de
América se orientan hacia esta congestionada arteria donde el placer y
el dolor forman una ola impetuosa. Venir a París, trotar por el bulevar,
es la aspiración tenazmente perseguida de los intelectuales, políticos,
mercaderes y mundanos de nuestras tierras calientes. Y casi tienen
razón. Es única esta vía que encierra un mundo en algunos metros; ni
Picadilly, de Londres, ni Unter den Linden, de Berlín, ni Broadway, de
Nueva York, producen esta impresión de onda que acaricia y flagela al
mismo tiempo; es una corriente que arrastra. Sí, pero es un río formado
por los apetitos, las ambiciones, los dolores, las alegrías en delirio
que bajan rugientes de Montmartre, de Batignolles, del barrio latino, de
más lejos aún, de los cuatro puntos cardinales del globo, y en
confluencia forman esta corriente que parece mansa y es pérfida,
poderosa, cuyos remansos son las terrazas de los cafés. ¡Qué gloria
enfrenarla y domarla; pero qué energías formidables se necesitan!
Sondear su fondo me marea, y las bascas amargan mis labios.
 
_Andrés._--Por el contrario, yo siento una sensación de fuerzas nuevas,
alegres, un vehemente anhelo de conquistar el aplauso de esos hombres y
el amor de esas mujeres; de erigirme un pedestal con las cabezas
erguidas bajo las plumas o las sedas de los sombreros caros, y me digo
cada vez: «París, tú serás mío».
 
_Marcelo._--Ilusión.
 
_Andrés._--París es inconquistable, indomable; olvida en la noche sus
amores del alba. Es inútil empeño querer aprisionar el agua en el puño.
Es en las tierras de América, que nuestros padres han regado con sangre,
donde hemos de realizar la acción de nuestros sueños. A París viene todo
el oro de nuestras minas, en monedas y en pensamientos; y a los que
llegan fuertes, jóvenes, sanos, con la primavera en el alma, París los
devuelve enfermos, viejos, rotos. Café de la Paix, Americain, Maxim’s,
cocotas, sombreros, sonrisas, grupas. Marcelo ha de sentir el influjo,
la atracción, y después de una noche blanca, después de una borrachera,
ha de exclamar al ir en el frío de una madrugada parisiense: «Me
envuelve la ola, me desarraiga, me arrastra, en el torrente, voy aguas
abajo... Este cielo es un trapo sucio y no hay sol, no hay sol... el
sol». Ciertamente, en París no sólo hay grupas y sonrisas de venta, y
cafés alegres. Mas, entre todos los que vienen, nadie prefiere Madame
Curie a Mademoiselle Liane de Pougy. Y París, sobre todo, es mujer. Es
la hembra. Y Cestero se va al Congreso de La Haya y luego partirá para
Santo Domingo, a pelear quizá con los revolucionarios. Pero donde, por
dentro y por fuera, tendrá el sol. Su sol.
 
 
 
 
VIDA DE LAS ABEJAS
 
 
Después de haber publicado Maurice Maeterlinck su «Vida de las abejas»,
vió que su libro era bueno. El público y el editor fueron de su misma
opinión. Así el autor prosigue en sus incursiones de poeta y de filósofo
en el reino de la naturaleza. El libro sobre las flores, como el
conocido sobre las abejas, está libre de toda pedantería científica. El
autor declara al comenzar: «Quiero simplemente recordar aquí algunos
hechos conocidos de todos los botanistas. No he hecho ningún
descubrimiento, y mi modesta contribución se reduce a algunas
observaciones elementales. Claro está que no tengo la intención de pasar
en revista todas las pruebas de inteligencia que nos dan las plantas.
Esas pruebas son innumerables, continuas, sobre todo entre las flores,
en las cuales se concentra el esfuerzo de la vida vegetal hacia la luz y
hacia el espíritu.» En todo naturalista diríase que hay algo de poeta. Y
todo poeta encuentra motivos de meditación y de emoción en las mil
formas en que se manifiesta la voluntad de vida sobre la tierra. Dos
autores que fueron de los primeros en la dirección del movimiento
simbolista en Francia, dos antiguos idealistas, son los que hoy producen
estas obras de un género nuevo en que se junta la observación científica
y la literatura: Maeterlinck y Remy de Gourmont. Con la diferencia de
que el primero ha permanecido fiel al misterio, al más allá, y el
segundo ha evolucionado hacia una concepción absolutamente materialista
del universo. Pero ambos son escritores de su tiempo, y la «Física del
amor» debe complacer a quien escribió la monografía sobre las abejas, y
estas páginas excelentes sobre las flores.
 
Ignoro si tuvo ocasión antes de morir, el lamentado André Theuriet, de
conocer el volumen en que me ocupo. Tan sincero y apasionado «forestier»
habría gozado de todo corazón con ver tratada tan sutil y delicadamente
lo que llamaríamos el alma de esas cosas tan amables y tan encantadoras
que representan como la gracia femenina en el mundo de las plantas. Las
flores aman, las flores tienen designios, las flores luchan y vencen en
contra de las disposiciones del destino. Uno rememora las concepciones
de Ovidio; y se llega a imaginar que algo que se relaciona con lo
humano obra en la planta después de misteriosas y extraordinarias
metamorfosis.
 
En el poema latino Dafne se transforma en laurel, Siringa en caña,
Narciso en flor de su nombre, Driope en loto, Jacinto en flor, Mirra en
árbol, Adonis en anémona, las Ménades en árboles, Ayax en jacinto, Apolo
en olivo. ¿Quién no ha visto, con la ayuda del pensamiento y de la
imaginación, gestos y ademanes en los árboles, coquetería, o modestia, o
lujuria, o voluptuosidad, u orgullo en el imperio floral? El buen
sentido de las naciones ha hecho muy justas denominaciones simbólicas, y
el sencillo y antiguo «Lenguaje de las flores» contiene una crecida
cantidad de correspondencias, como diría un swedenborguiano. Es el mismo
Swedenborg quien dice esto: «El hombre se asemeja a los animales por las
afecciones y los apetitos de su natural; se abandona a los impulsos de
ese apetito y se acerca a los animales con que tiene más correspondencia

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