2016년 1월 25일 월요일

Letras Obras Completas 10

Letras Obras Completas 10


Haciendo bellas rimas viejas
En loor de las muertas castellanas y de los amables caballeros.
 
Otro retrato es el de Wálter Pater, que también fué un prodigioso
retratista de retratos imaginarios... En dos rasgos véis surgir aquel
admirable y poderoso intelecto: «Wálter Pater era un hombre en el cual
la fineza y la sutileza de emoción se unían a una exacta y profunda
erudición; en el cual una personalidad singularmente llena de encanto
encontraba para expresarse un estilo absolutamente propio y
absolutamente nuevo, que era el más preciosamente y el más curiosamente
bello de todos los estilos ingleses.» Entusiasta por toda la producción
del maestro, mira y admira, no solamente al crítico, sino al autor de
obras originales que cuentan entre lo más definitivo y valioso de toda
la lectura victoriana. De la misma manera nos presenta a George
Meredith, esa alta alma orgullosa de su ideación y de su singular poder
verbal, que tantos puntos de contacto tiene con el francés Stéphane
Mallarmé. Meredith, que escribe el inglés «como una lengua sabia», y que
tanto en prosa como en verso llega a una casi perfección que se creería
inaccesible. ¡Un decadente! Sea. La palabra decadente, dice Symons, ha
sido en Francia y en Inglaterra--en todas partes, hay que
decir--empequeñecida hasta no ser más que una estampilla para una
escuela particular de recientísimos escritores. Lo que _decadencia_
significa en literatura realmente, es esa sabia corrupción de lenguaje
por la cual el estilo deja de ser orgánico y llega a ser, persiguiendo
tal medio de expresión, o tal belleza nueva, deliberadamente anormal.
Esto ya más o menos lo había expresado en página memorable Théophile
Gautier, a propósito de Baudelaire.
 
De Rober Lois Stevenson sabemos que era un artista desdeñoso, enamorado
del estilo, y, para decirlo así, de una manera apasionada; y sin
embargo, era popular. A propósito de él hace ver Symons el error de los
críticos que suelen hacer elogios aun fuera de razón, sin dar a
comprender a la muchedumbre leyente el verdadero valor de un escritor o
de un poeta.
 
Otro retrato es el de John A. Symons, cuya autobiografía es una obra
maestra, y que era un «carácter» intelectual; otro es el de Rober
Buchanan, que escribió bellas prosas y bellos versos, y que sin embargo
no era sino un combatiente, un irreductible polemista, especie de León
Bloy, poeta, que se proclamara ante todo un hombre entre los hombres.
Otro retrato es el de Wilde, hecho con comprensión y serenidad, escrito
con nobleza. Y siguen otros como los de Hubert Crackantorpe, el artista
tan personal e independiente; Rober Criages, el puro lírico; el
«patético» Austin Dobson. Y es poeta y nada más que poeta; Stephen
Phillips, que se me antoja el Rostand de Inglaterra; el pobre alcohólico
y bohemio admirable de poesía que fué Ernest Dowson, que murió joven,
gastado, por lo que no había nunca sido la vida para él, dejando algunos
versos que tienen lo patético de las cosas demasiado jóvenes y demasiado
frágiles aún para envejecer. Y todos esos retratos afirman la seguridad
de la mano, la fina y potente mirada interior, la transparencia del
juicio, la auténtica virtualidad incontaminada del ánimo, la obra de un
maestro. Y no hay sino aplaudir a Arthur Herbert, que imprime a la
inglesa tan bellos libros ingleses en lengua francesa.
 
 
 
 
SAINT-POL-ROUX
 
 
Porque hay una familia del Río de la Plata que ha venido a buscar aire
fresco a tierra bretona, he oído en la mañana de cristal vidalitas junto
a menhires. Gratamente habrían sorprendido al padre del poeta, que
habita en el manoir del Boultous, pues recordarán sus oídos de viajero
antiguas noches de Buenos Aires, tardes de las costas uruguayas.
 
A un lado del camino vemos de cuando en cuando cuadros pastoriles o
agrícolas. La tierra es pobre de árboles. Sobre las colinas nos hacen
pensar en nuestro Don Quijote los molinos de viento. Pegado a los filos
de la tierra se ve el _ajonc_ con sus pompones de oro. En los cuadrados
de hortalizas, la patata, modesta, pero dignamente, luce cerca de la
madre col sus flores claras. Encontramos muchachas robustas,
campesinos, soldados. De pronto, al acabar de subir una cuesta, se
presenta a nuestra vista el panorama de Camaret. Las casitas grises
pegadas a la costa, las barcas de pesca en la bahía, la espuela de roca
que se interna en el mar y en cuya roseta se aloja la iglesita de
Notre-Dame-de-Roch-Amadour y el famoso y vetusto castillo de Vauban. Al
frente, sobre lo alto, se destaca el semáforo, y se miran como en un
cuento de caballero las torres del _manoir_ en que sueña y piensa
Saint-Pol-Roux, no lejos del chalet de Antoine, el histrión ilustre.
 
Bajo un árbol estamos, ya cerca de la puerta en donde nos reciben
amables el perro gris y la criada rubia. En el salón hay panoplias de
armas, el piano, los retratos de los hijos y las dos insignias
pirográficas que Gauguin tenía en su casa de arte allá en Tahiti, donde
pintó con sol extraño, metiendo su alma por los ojos entre almas
primitivas y descubriendo las partes secretas de la Belleza. Y cuelgan,
secas ya, las ramas rituales que vinieron de la iglesia donde se
repartieron en el día del triunfo de Jesús.
 
Estamos luego en un saloncito blanco y oro.
 
Sobre el marco del espejo hay pintada una fantasía marina. En la mesa
libros de poetas, en cuyas páginas dicen las sendas dedicatorias los más
admirativos conceptos. Y he aquí al dueño de casa. Viste el traje en que
recorre a pie todos estos contornos. Terciopelo castaño, polainas de
cuero, zapatos sólidos. La melena de antaño está un tanto recortada. El
rostro es dulce, la mirada del más bello oriente, el gesto acogedor, la
voz con blandura e inflexiones de bondad. Ya ha hablado fraternalmente;
ya no nos deja partir sin que almorcemos con él; ya habla de América
como de un país de encanto, y aunque confunde a Buenos Aires con el
Brasil, a pesar de los periplos paternales, no importa. Este gran
despertador de valores del verbo es un sencillo. Este «raro» es un
familiar. Suele inclinarse de tanto en tanto cuando habla, habituado
como está a portar su carga de pensamiento. Una formidable conciencia de
su valer le aisla indiferente a los vanos esfuerzos de los adoradores
del momento.
 
Su espíritu ha descifrado lo hondo de la inscripción del Templo délfico.
Y al oído le han repetido: Platón, lo Bello es el esplendor de lo
Verdadero; Platino, lo Bello es la idea de lo Verdadero; Gœthe, hay
diosas augustas que reinan en la soledad; alrededor de ellas no hay ni
lugar ni tiempo; se turban cuando se habla de ellas. La Bruyère, aquel
que no considera al escribir sino el gusto de su siglo, piensa más en su
persona que en sus escritos; hay siempre que tender a la perfección, y
entonces, esta justicia, que nos es a veces negada por nuestros
contemporáneos, la posteridad sabe otorgárnosla.--Con tales ensalmos
bien aprendidos se abren innumerables sésamos invisibles.
 
El meridional que ha cantado tan bellamente a la sonora Marsella, ha
extraído de los silencios de Bretaña ricos diamantes de concentración.
Asombra la joyería metafórica y el prodigio de combinaciones ideícas; es
el dominio del iris y la sujeción de todas las gamas; y el volcar de la
aladínica mina íntima un inacabable tesoro.
 
Emperador de las Imágenes, rey de las Analogías, es para mí un gran
placer la comunicación fraternal con tal creador de nuevas existencias y
conceptos, y mirar, por el don amistoso, como la del argentino Lugones,
como la del griego Moreas, transparente su alma. Tales tratos inmunizan
contra la mirada de los basiliscos y las ponzoñas de los escorpiones.
 
Être admiré n’est rien, l’affaire est d’être aimé,
 
dijo un lírico de sufrimiento. Saint-Pol-Roux ha logrado ambas cosas.
 
Se presentó, toda ella un bouquet de gracia, Mme. Saint-Pol-Roux. Es
parisiense de París, y a pesar de sus largos años de Bretaña hay en su
acento un grato acento montmartrés. Nos sentamos a la mesa. Y aparecen
también Cœcilien, tan celebrado por su prosa gallarda como por buen
nadador y mozo de corazón, y Loredán, en la flor de los catorce años, y
Divine, la diminuta y gentil madrina de la antigua _chaumière_ de
Roscanvel. Y así todo, desde el pescado hasta el champaña entablamos la
más sabrosa de las charlas. Descubro a Ricardo Rojas, ojos de fauno,
cuando al decir sus años aplaudimos tanta juventud. Y nos vamos luego,
con un gran cariño y una admiración grande, frescos aun los labios de la
espuma del montebello.
 
Y ya de vuelta, al descender las colinas en la tarde de ámbar, pienso en
la obra vasta de ese solitario que ha huído de la ciudad dorada y
martirizadora, y que va descendiendo su existencia apoyado en su bastón
de cordura. El fué con los del alba simbolista, de los que comenzaron a
practicar la libertad mental sin dejar por eso de amar a sus maestros
«como a dioses», siendo los dos maestros, el uno un pobre profesor de
inglés, el otro un bohemio desventurado, ebrio de alcoholes y de
dolores. Es el poeta de sus _Anciennetés_, en que canta en «el tiempo
abstracto de lo solo» el orgullo humano hecho una llama, a su manera, la
arcilla ideal de Hugo, de la reina primitiva, de la «rosa maligna»; la
vuelta de Odises; el chivo emisario en el mundo judío, la divina
Magdalena,
 
La femme au cœur plus grand qu’un lever de soleil
 
Lázaro y el Gólgota, en versos que hubieran sido de un Leconte de L’Isle
flexible y trascendente.
 
Aquellos pasados «reposorios» que aparecían en el primer _Mercure_, y
hoy coleccionados en series que forman una sucesión de, como dice el
poeta, «temas filosóficos, símbolos de alma, notaciones de estaciones,
pinturas de horas, magias de fenómenos», constituyen una de las obras
más hondas y más puramente artísticas de la última época intelectual.
Son de esas criaturas cerebrales que suelen resucitar a través de los
siglos.
 
Concentraré. Aún me deleita, como la primera vez, aquella inicial
significación de las alondras. «Les coups de ciseaux gravissent l’air.»
Es el poemal comienzo de la vida en la sucesión cotidiana. Son el clarín
del gallo, «la diana» y la salida del sol. De poner los ojos en una rata
nace una música de ideas, y aun de ver la ropa lavada que tiende la
madre en la aldea. Cada paso en la existencia da nacimiento a una lírica
expansión. Interpreta el tiempo, el número, el espacio. Siempre está en
él el pensamiento. Las apariencias se expresan, se entrelazan las
alegorías. ¿Es prosa, es verso? El ritmo impera. Y hay verso y prosa, o
solo verso, según el entender mallarmeano.
 
Yo he respirado los perfumes de la Rosa y me he herido en las Espinas
del camino... Del sol me he abrevado con el que nació en el Mediodía y
no he perdido nunca su don apolíneo; y con brazos de fuego he penetrado
la floresta del misterio, clamando, por donde Mæterlinck habla en voz

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