2016년 1월 25일 월요일

Letras Obras Completas 3

Letras Obras Completas 3


Y en otra poesía también se animan las flores, en la que él titula
«Celebración del 14 de Julio en la floresta»; y en otra aún, «La santa
capilla», que acaba:
 
La bouche de la primavère
S’ouvre et reçoit le saint rayon;
Je regarde la rose faire
Sa première communion.
 
Maeterlinck, por su parte, observa la íntima volición de las vegetales
familias, sujetas a la tierra, mas sin embargo, conmovidas por la
universal ley de fecundación y de vida. Él no trae nada nuevo, como lo
ha advertido; mas de hechos conocidos en botánica él saca consecuencias
que hacen meditar, une con una suerte común el alma de las flores con el
alma de los hombres... Saint Pierre, el dulce e ingenuo Saint Pierre,
aplicaba a tales asuntos sus inofensivas filosofías. Mas ya hay
distancia entre el seráfico abuelo y el creador enigmático de
Tintangiles, de Maleine, explorador sombrío de lo desconocido, de la
muerte, del ensueño, de la previsión, del azar, del destino.
 
Es después del descenso repetido a la más obscura y temerosa de las
minas del cerebro, que viene el místico moderno, a inclinarse en
observación sobre el cáliz de una rosa, sobre la blancura de un lirio. Y
a vislumbrar en el fondo de todos esos deliciosos aparatos, una luz de
probabilidad consoladora, en el perpetuo enigma en que se agita la
humanidad desde lo recóndito del tiempo.
 
 
 
 
LUIS BONAFOUX «BOMBOS Y PALOS»
 
 
Las apariencias: Luis Bonafoux, hombre terrible... La realidad: Luis
Bonafoux, hombre suave y cordial... Quien dice el hombre, dice el
escritor. Porque convenceos de que la frase de Bouffon--que generalmente
se cita mal,--se debe entender al revés: el hombre es el estilo. Por lo
general, en lo físico, se observa que las personas robustas, los
colosos, los hércules, los fuertes, son de carácter dulce y más
propensos a la alegría que al humor agrio y melancólico. En lo moral
sucede lo mismo: guardaos de las almas flacas, de las almas pálidas.
Luis Bonafoux es un amante de la justicia, y su pasión lo ha llevado a
veces hasta la crueldad. Y ese vociferador, ese combatiente, ese
perseguidor, ese «maître aux injures» que aparecerá a veces como un
espíritu tendente al odio y a las más ásperas venganzas, tiene en el
fondo desmayos hacia la caridad, aflicciones de altruísmo,
consagraciones de sacrificios, ímpetus de ternura que parecerían
increíbles. Cuando le oigo en ocasiones, o cuando leo algunas de sus
ácidas páginas que terminan generalmente en un suspiro, en una sonrisa o
en una lágrima, recuerdo aquella admirable figura de abuelo gruñón y tan
sensible que encarnó Hugo en el M. Guillenormand de _Los Miserables_. O,
en lo contemporáneo y de carne y hueso, evoco la memoria de una Luisa
Michel o el aspecto de un Rochefort, de un Malatesta, o de un León Bloy,
plumas furiosas por exceso de amor, cada cual en su ambiente de ideas, o
en su ráfaga de aspiraciones.
 
* * * * *
 
La obra de Bonafoux demuestra lo vano de la diferencia que ha querido
hacerse entre escritores y periodistas. No existe después de todo sino
esto: hay periodistas que saben escribir y periodistas que no saben
escribir; hay quienes tienen ideas y quienes no tienen ideas. Y, como
decía una vez el sesudo y acre Paul Groussac, más o menos: hay quienes
no escriben ni bien ni mal; ¡no escriben! Mas hay artículos de
periodista que valen, por fondo y forma, lo que un buen libro.
Desconfiad de la fecundidad, de la cantidad. De Magnard díjose que
escribía sonetos políticos. Las crónicas de Bonafoux serían así
sonetos, rondeles, letrillas, sin rimas: aladas, picantes, ligeras,
_pesadas_, con su poco de miel, con su poco de amargura, tal como
hubieran podido complacer a cierto ruiseñor alemán que anidó en la
peluca de Voltaire según confesión propia, y a quien también se puede
colocar entre los «periodistas». ¿No es un periodista ya aquel Séneca
antiguo que nos ha dejado tan singulares «crónicas» _avant la lettre_?
 
Para buscar antecesores a Bonafoux no hay necesidad de ir a extranjeras
tierras. Sus abuelos mentales están en España. Se ha hablado de Heine.
Pero ¿no es Cervantes uno de los espíritus que más influencia tuvieron
en el atormentado y maravilloso teutón? Estaba yo releyendo en estos
días el «Centón epistolario» del bachiller Fernand Gómez de Cibdareal,
cuando recibí la reciente obra «Bombos y Palos»; y leyendo el libro
nuevo observé que a través de largos siglos, había más de una relación
ancestral con el libro viejo. He allí otro periodista, aquel bachiller
que escribía, antes de Barrionuevo, sus cuartillas a las personas, como
hoy se escriben a los diarios. Mas la vida moderna y la lucha del vivir,
y los años que dejan ver lo amargo de las cosas humanas, han puesto en
mi amigo Bonafoux una acritud que no desea disimularse, y que aparece
casi siempre en su producción.
 
¡Por Dios! Encontramos gentes que de todo sonríen, o ríen, satisfechos,
y que todo lo encuentran excelente en el mejor de los mundos posibles.
No está mal que ante la fácil «candidez» surjan de tanto en tanto los
protestantes contra las inevitables miserias en las tragedias y sainetes
de la hostil existencia cotidiana. Y luego, a desfacer entuertos. He
allí la parte del eterno Quijote, en el defensor de los débiles, sin
curarse de si una vez los galeotes libertados, no se volverán contra él
y le lapidarán, como es muy de razón que así sea. ¡Y el amor de la
verdad, el peligroso amor de la verdad! Decir la verdad, gritar la
verdad, a riesgo de las naturales consecuencias, y prestar para ello su
vocabulario al argot, a los clásicos, a Quevedo sobre todo, y, sin temor
a lo escatológico, ¡al mismo general Cambronne! Y en seguida gemir por
un niño mártir, por un dolor ajeno, por una tristeza que necesita
consuelo... Bonafoux el Feroz se convierte en San Luís Bonafoux.
 
* * * * *
 
Al recorrer este último libro, no puedo menos que pensar: ¡Si Bonafoux
escribiese sus memorias! Pues hay aquí las más sabrosas páginas sobre
españoles e hispanoamericanos en París. Artistas, escritores,
diplomáticos, hombres de bien y pillos están tratados conforme con sus
merecimientos. Y desenfadadamente, para unos maneja el sonoro
instrumento en que por lo general se percute la piel de los asnos; para
otros, también desenfadadamente, emplea un nudoso garrote. Sobre todo,
no caben en él disimulo y engaño. _Mentiri nescio._ Mas, en medio de
esas tareas, no descuida el ir una que otra vez a dar una vuelta por su
jardín. Y allí están, cultivadas casi con pudor, casi a escondidas,
bellas rosas de arte, frescos lirios de sentimiento, frías y pomposas
hortensias de fantasía. Lo cual no obsta para que, en cuanto sale de
nuevo a la diaria faena, no deje de gritar por ejemplo: ¡Vaya cardo! y
lo dé por espuertas a los que de ello han menester.
 
En Asnières, lugar florido, lejos de los ruidos de París, tiene hace
tiempo su casa de trabajo y de reposo, al amor de su familia, pues es
varón de orden y de hogar. Cuando viene a París, casi siempre está
acompañado. La persona que con él podéis ver, puede ser un príncipe
destronado, un periodista, un hombre de negocios, un anarquista. Unos le
buscan por asuntos de bombos y otros por asuntos de bombas... Tal su
ministerio.
 
Tiene larga fama. Hay quienes en Río Janeiro, o en Tánger, leen tales o
cuales diarios por el artículo de Bonafoux. Y lleva la carga de su
talento, con talento. Y la cinta de la Legión de Honor, con honor.
 
 
 
 
EN EL PAÍS DE BOHEMIA
 
 
He visto varias veces el «Glatigny» de Catule Mendès. Es un bello
espectáculo. Bello como el ensueño y triste como la vida. Glatigny,
príncipe y fauno de un cuento improbable, es un personaje de ayer no
más, de carne y hueso; poca carne, huesos largos, pálido y soñador,
nefelíbato y lascivo, que murió tísico por una equivocación. Un bohemio.
Muchos amigos suyos existen aun, entre ellos el mismo Mendès. Vive
también un su hermano, en provincias. Y Camille Pelletan, el que fué
ministro de Marina, también fué de sus compañeros y acaba de hacer de él
este amable retrato: «Sí, dice, he conocido a Glatigny y su figura era
de las que uno no olvida. Pocas he visto tan extrañas y tan potentes.
Este pagano furioso parecía descender por cierto lado del Sátiro de
Víctor Hugo, suelto en los bosques llenos de ninfas y de náyades, ebria
el alma de las florestas; y es sin duda por un recuerdo de familia que
ha escrito un día:
 
Et je danse dans l’herbe avec des pieds fourchus.
 
Pero por otro lado de su genealogía, la sangre que corría en sus venas
era bien gala: descendía de Rabelais por Panurgo. Tenía de él la risa
estallante, el don de las bromas enormes, la pasión de las aventuras y
la alegre imprevisión. Debo agregar que no era todo lo que esa
naturaleza valiente y leal había tomado al compañero bastante cobarde y
bastante perverso de Pantagruel, de Epistemón y de frère Jean des
Entommeures. Cómo, con ese doble origen, nació hijo de gendarme en su
muy prosáico _cheflieu_ de cantón de l’Eure, es lo que sería difícil de
explicar. Sabéis que, como el mundo contemporáneo no tiene lugar para
los seres fantásticos de antes, él se encontró arrojado en la existencia
azarosa de los personajes de la novela cómica de Scarron: cómico errante
como Destin o La Rancune; yendo de escena de provincia a escena de
provincia; tan detestable actor por otra parte (no lo ocultaba él mismo)
como excelente poeta».
 
Hugólatra, discípulo de Banville, compañero de Baudelaire, de Mendès, de
los jóvenes poetas que hoy peinan canas o duermen en la tumba, Glatigny
vivió en un tiempo de entusiasmo que hoy nos parece tan lejano, y
exprimió el jugo de sus «viñas locas» y lanzó, lleno de un fuego
apolíneo, sus «flechas de oro». No pensó nunca en el mañana. Le
persiguió naturalmente la miseria; le abrumó la vida de café; le
engañaron los colegas, las mujeres, el éxito, las máscaras: la Gloria,
ella no, no le olvidó.
 
Glatigny es uno de tantos Don Quijotes como vagan por el mundo.
Solamente, en el drama funambulesco de Mendès muere sin recobrar la
cordura. Su Dulcinea, sus visiones, hechas de fantasía y deseo, le
acompañan en la agonía, y, seguramente, aunque sin confesión y sin buen
sentido, se va a la mortal sombra misteriosa, más feliz. Se va para
siempre en su postrer «salida».
 
* * * * *
 
He aquí el drama: En un pequeño pueblo normando vive Glatigny, con su

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