2016년 1월 25일 월요일

Letras Obras Completas 8

Letras Obras Completas 8


Ved rosas de sangre y de piedad. Deteneos en ese «beautiful Bombay»;
escuchad, a la orilla del mar, cantares de melancólicas insinuaciones.
Vuelve un eco de los pasados madrigales, de las primeras delicias
juveniles, de los primeros despertamientos del deseo.
 
Con una gracia de virtuoso os narrará el portalira un idilio sajónico.
Se celebrará el prestigio de antiguas proezas de familiares caballeros.
Habrá una variada confusión de rememoraciones y de sensaciones, y junto
a un paisaje de Goa se encenderá en su dulce fuego azul la bahía de
Nápoles; y después de una evocación mortuoria, se tornará a la eterna
tentación femenina. He ahí la sonatina de las hojas caídas y el cuento
del rey de Brocelianda, de la más feliz y sonora elegancia. He ahí a
Sisina:
 
Sisina, a Rosea e Flava, a graça do Velabro.
 
He ahí un cuento de monjas, a propósito de las cuales sabemos que, como
reza en la Historia de la Fundación del convento de Santa Mónica de Goa,
«las sutilezas con que el común adversario procura impedir las obras del
servicio de Dios, son todas como suyas; mas cuando este Señor quiere que
ellas aparezcan a la luz, importan poco sus sutilezas y sus ardides.
Halla el poeta asuntos en bellos hechos pasados, y así recuerda las
leyendas de la India, de Gaspar Correa, o la Historia trágico-marítima
del naufragio del gran galeón San Juan en la costa del Natal, el año
1552. O canta el sitio de San Francisco de Goa, arcaicamente:
 
Gritos de morte, pragas de furor,
E as labaredas tresdobrando o horror...
 
ó la dramática muerte de don Juan de Eça.
 
Mas nada es tan de mi placer como los cantos en que surge la poesía
índica, con sus perfumes, sus notas, su extraña melancolía, y «surumba»
y «oh Dunga»... Y como en el libro viene la notación musical, he hecho
que lindos labios de Europa me den la ilusión de las voces de la tierra
brahamánica.
 
_Sati_, es un poema que me deleita en su rareza de tema y de decoración;
y bien me gustaría departir de tan mágicos asuntos, en aquellas regiones
ensoñadas, con Osorio de Castro y su amigo «el fino Lírico de
Guserathe», Ardeshir Framji Khabardar. «¿Cómo se puede ser persa?», dice
la frase célebre francesa... Yo encuentro tan natural el ser hindú, o
persa, o japonés!...
 
En verdad os digo que este poeta me ha hecho un precioso regalo. Por él
he pasado instantes especiales en un reino de hechizo. Por él he
escuchado el launim de la canción de la bayadera que ha compuesto
Djaiégri Maneken Shirodcârine. Por él sé que «allá lejos» se llaman las
bayaderas: Zaiu, Sazerên, Tará, Gangá, Priaga, Anahany, Calhiâne, Mogrên
Vigei, Baigy, Surata, Nanum, Baghèn, Gultchábou, Camenên, Mâinâ, Nonan,
Mothu, Sarassepâti, Manequên...
 
Y todo eso es, para mí, excelente.
 
 
 
 
EUGENIA DE GUÉRIN
 
 
Fervor, veneración casi religiosa, devoción que casi va a la plegaria;
he ahí lo que profesa a la dulce hermana de Mauricio de Guérin el
piadoso y patriota conde de Colleville. Para él, Eugenia es una santa
que a la diestra de Dios está en el Paraíso entre los santos.
 
No sin razón asegura que en Inglaterra tiene aquella lilial mujer muchos
admiradores; Mauricio espera que ha de canonizarse a Eugenia, pues es de
aquellas que el Soberano Pontífice honra profundamente. ¿Se quieren
milagros? ¿Qué milagros mayores que la conversión de su hermano Mauricio
y la de Barbey d’Aurevilly? El conde católico está en su razón. Por lo
que respecta al nombre, será lindo en el santoral: Santa Eugenia de
Guérin, virgen. ¿Y por qué no mártir? ¿No sufrió lo inexpresable en su
vida de penar, por sí, por su hermano, por los tristes y los pobres
todos? La obra que le ha consagrado el conde de Colleville pudiera
decirse que pertenece a la hagiografía. Con justicia Coppée cree
percibir, por las flores recogidas en el jardín de la doncella, un olor
de santidad. El personaje no puede ser para Coppée más simpático.
 
Ha tenido desde sus primeros años una hermana que le consagró su vida,
que ha sido todo para él... «ce qui m’émeut plus que tout, ayant vécu
auprè d’une excellente sœur qui ne me quitta jamais...» Pues el amor
de Eugenia para Mauricio era todo el amor, ternuras de madre, suavidades
de esposa, cuidados sacerdotales, todo en un ambiente de Leyenda Dorada,
impregnado de perfume bíblico, y más que bíblico, cristiano. Eugenia era
un espíritu. Creyérase que la fisiología no tenía que ver con ella. Nada
manifiesta del niño enfermo y doce veces impuro... Tanto alejamiento de
lo terreno explica la adoración que por ella sienten sus devotos. Sobre
todo si se la compara con la alta dama de hoy, en quien las principales
preocupaciones son principalmente mundanas y sportivas. M. de Colleville
no deja de señalar a este respecto las respetables excepciones: Madame
de Mac-Mahon, Mme. de Cureville, la baronesa de Puille, Mme. de Saint
Laurent, Mme. de Brigde, Mme. de Boury, «todas las que batallan por Dios
y por la patria». Eugenia, es verdad, tenía poco de combativa. Era una
monja sin hábito. Dios la llamó. Con tanta más razón que no era bonita.
Como no tuvo devaneos ni pasiones amorosas, toda su femenina facultad se
concentró en su hermano, y ese ardor sororal fué al propio tiempo la
delicia y la amargura de su existencia. Colleville la define: «el
perfecto modelo de la _fille de race_, absolutamente virtuosa y
cristiana, ella es a la vez de una distinción acabada, de una educación
exquisita, habla una lengua divina, y esta artista maravillosa hace ella
misma su cocina, hila en su rueca, socorre a los enfermos, visita a los
moribundos. Es leyendo a Platón, Fenelón, Bossuet, Corneille, cuando
ella descansa de las tareas del hogar, es enseñando el Catecismo a los
pobrecitos, hablando de Dios a los vagabundos, cuando ella emplea la
lengua más noble y más sencilla del siglo XVII».
 
Tal arcaismo de expresión da en efecto a los escritos de Eugenia de
Guérin un aire _suranné_, que le sienta a maravilla y le da el aspecto
de otra edad, de tiempos más puros o menos contaminados que el siglo XIX
en que escribiera.
 
Los Guérin son de origen veneciano. Guarini. La suntuosa Venecia de la
más bella de las épocas reaparecerá en el paganismo íntimo del autor del
_Centauro_, que debe haber amado como artista la Anadiómena de las
ciudades. Mauricio y Eugenia, bajo el amparo de Dios, formaron la pareja
perfumada de virtud casi angélica, que con los soplos del diablo y en
los antiguos existires venecianos se habría transformado en una de
aquellas locas llamaradas de incestos patricios que enrojecen las
crónicas del tiempo. La noble ascendencia llega hasta ella diluída en fe
religiosa y en caridad columbina. He dicho que no era linda; mas sus
biógrafos hacen resaltar su distinción innata y su sencillez de casta
flor. Paréceme en su cultura discreta y exquisita, nutrida de vidas de
santos y de filósofos dulces. Cuando tenía catorce años, al despertar de
la juventud, momento crítico en las niñas, ella «era entonces primitiva
y casi ignorante, pero dotada de una bondad suma, como Francisco de
Asís; amaba las bestias y conversaba con los pájaros». Es muy otra que
Jacqueline Pascal. No ha nacido para las humanidades. Creo que no sabe
griego ni latín; mas podría conversar con su hermana la alondra y su
hermano el ruiseñor. Su fina lengua sabe, como muy pocas, alabar a Dios.
Diríase que en ella no existe sexo. Y la facultad maternal que pudo
tener se deriva toda en la pasión de su hermano, a quien trata como a un
hijo, como a un esposo, como a un amigo.
 
Encanta esa vida gentil. La jovencita aprende a leer en la _Imitación de
Jesucristo_ y en San Francisco de Sales. Y ella enseña a su hermano
menor, a su predilecto fraternal, a leer y a rezar, y a sentir la
hermosura de la naturaleza, todo con una tendencia divina. Es matinal
como las aves del bosque. Se complace en cultivar su inteligencia, pero
se dedica asimismo a los trabajos de la casa. Dice sus oraciones, se
pasea por el campo, visita a los enfermos.
 
En el dominio familiar del Cayla lleva una vida de «año cristiano». Un
día escribirá a Mauricio estas palabras: «Sacarme de aquí es como sacar
a Paula de su gruta; es preciso que sea por ti que yo pueda dejar mi
desierto, por ti por quien Dios sabe que iría al extremo del mundo.
¡Adiós al claro de luna, al canto de los grillos, al glú glú del arroyo!
Antes tenía también al ruiseñor; mas siempre algún encanto falta a
nuestros encantos. Ahora nada, sino mi plegaria a Dios y el sueño.»
 
La prosa de la mujer amable y predestinada se desliza a modo de un agua
de fuente. Es transparente, cristalina. Bajan a ella--se pensaría--a
beber los corderos del amor divino, los corzos blancos de la caridad.
Mauricio, que empieza la vida al claror de esa alba, no ha de olvidar
nunca tanta candidez celestial, a pesar de las tempestades de París y de
las tempestades de su propia alma de artista, en que palpitan violentos
los jugos de la tierra.
 
Deseaba la hermana estar siempre al lado del hermano, y asistía a sus
clases, hasta a la de latín; «cela m’aidera à comprendre mes offices»,
decía ella: ¡Cuan lejos del cotillón y del bridge! Por su parte,
Mauricio, se manifestaba castamente enamorado de Eugenia.
 
Hélas! le monde entier sans toi
N’a rien qui m’atache à la vie.
 
«El sentimiento que inspiraba a Pablo estas palabras para Virginia, no
era más sincero que el mío.» En efecto, son dos almas que se aman de
amor, excluyendo toda sombra de malicia o pecado. Ella se aplica hasta a
tareas de lavandera, evocando para el caso a Nausica, Santa Catalina de
Sena y a las princesas de la Biblia. A los veinte años, sin belleza, es,
sin embargo, atrayente. Lamartine ha dejado de ella un agradable retrato
en que hace notar «el contorno armonioso del rostro» y «el talle esbelto
y flexible que hace resaltar las formas del cuerpo». Toda ella se
consagra a la devoción y a las prácticas religiosas. A la devoción, a
las prácticas religiosas y a su hermano. Escribe versos inocentemente
románticos. Y cuando la tristeza la invade, tiene el remedio de la
oración. Los tempranos desencantos de Mauricio la hacen sufrir, y no
cesa de darle, por lo tanto, buenos consejos. Él, soñador, como todos
los de su tiempo, está enfermo de lo que se llama en estos momentos «el
mal del siglo». Ella desearía verle dedicado a la carrera religiosa,
confesarse con él, como la madre de San Francisco de Sales se confesaba
con su hijo. Y luego, él tiene que ir a París. ¡París! ¡El pecado, la
corrupción, el campo del demonio! Y deja Mauricio el Cayla y parte a la
gran ciudad a continuar sus estudios. Comienza a escribir en los
periódicos, se une a su maestro Lamennais, y cuando Lamennais se insurge
contra la autoridad papal, Mauricio comparte sus opiniones, cosa que
desola a Eugenia. Esta, entretanto, escribe sus admirables cartas y su
_Diario_. Este libro es tenido como uno de los más bell                         

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