Niebla Nivola 7
De su padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se
le perdía en lo más lejano; era una nube sangrienta de ocaso.
Sangrienta, porque siendo aún pequeñito lo vio bañado en sangre, de
un vómito, y cadavérico. Y repercutía en su corazón, a tan larga
distancia, aquel ¡hijo! de su madre, que desgarró la casa; aquel
¡hijo! que no se sabía si dirigido al padre moribundo o a él, a
Augusto, empedernido de incomprensión ante el misterio de la muerte.
Poco después su madre, temblorosa de congoja, le apechugaba a su
seno, y con una letanía de ¡hijo mío! ¡hijo mío! ¡hijo mío! le
bautizaba en lágrimas de fuego. Y él lloró también, apretándose a su
madre, y sin atreverse a volver la cara ni a apartarla de la dulce
oscuridad de aquel regazo palpitante, por miedo a encontrarse con los
ojos devoradores del Coco.
Y así pasaron días de llanto y de negrura, hasta que las lágrimas
fueron yéndose hacia dentro y la casa fué derritiendo los negrores.
Era una casa dulce y tibia. La luz entraba por entre las blancas
flores bordadas en los visillos. Las butacas abrían, con intimidad de
abuelos hechos niños por los años, sus brazos. Allí estaba siempre el
cenicero con la ceniza del último puro que apuró su padre. Y allí, en
la pared, el retrato de ambos, del padre y de la madre, la viuda ya,
hecho el día mismo en que se casaron. Él, que era alto, sentado, con
una pierna cruzada sobre la otra, enseñando la lengüeta de la bota,
y ella, que era bajita, de pie a su lado y apoyando la mano, una
mano fina que no parecía hecha para agarrar, sino para posarse como
paloma, en el hombro de su marido.
Su madre iba y venía sin hacer ruido, como un pajarillo, siempre
de negro, con una sonrisa, que era el poso de las lágrimas de los
primeros días de viudez, siempre en la boca y en torno de los ojos
escudriñadores. «Tengo que vivir para ti, para ti solo—le decía por
las noches, antes de acostarse—, Augusto.» Y éste llevaba a sus
sueños nocturnos un beso húmedo aún en lágrimas.
Como un sueño dulce se les iba la vida.
Por las noches le leía su madre algo, unas veces la vida del Santo,
otras una novela de Julio Verne o algún cuento candoroso y sencillo.
Y algunas veces hasta se reía, con una risa silenciosa y dulce que
trascendía a lágrimas lejanas.
Luego entró al Instituto y por las noches era su madre quien le
tomaba las lecciones. Y estudió para tomárselas. Estudió todos
aquellos nombres raros de la historia universal, y solía decirle
sonriendo: «Pero ¡cuántas barbaridades han podido hacer los
hombres, Dios mío!» Estudió matemáticas, y en esto fué en lo que
más sobresalió aquella dulce madre. «Si mi madre llega a dedicarse
a las matemáticas...»—se decía Augusto. Y recordaba el interés con
que seguía el desarrollo de una ecuación de segundo grado. Estudió
psicología, y esto era lo que más se le resistía. «Pero ¡qué ganas de
complicar las cosas!»—solía decir a esto. Estudió física y química
e historia natural. De la historia natural lo que no le gustaba era
aquellos motajos raros que se les da en ella a los animales y las
plantas. La fisiología le causaba horror, y renunció a tomar sus
lecciones a su hijo. Sólo con ver aquellas láminas que representaban
el corazón o los pulmones al desnudo presentábasele la sanguinosa
muerte de su marido. «Todo esto es muy feo, hijo mío—le decía—; no
estudies médico. Lo mejor es no saber cómo se tiene las cosas de
dentro.»
Cuando Augusto se hizo bachiller le tomó en brazos, le miró al bozo,
y rompiendo en lágrimas exclamó: «¡Si viviese tu padre...!» Después
le hizo sentarse sobre sus rodillas, de lo que él, un chicarrón
ya, se sentía avergonzado, y así le tuvo, en silencio, mirando al
cenicero de su difunto.
Y luego vino su carrera, sus amistades universitarias, y la
melancolía de la pobre madre al ver que su hijo ensayaba las alas.
«Yo para ti, yo para ti—solía decirle—, y tú, ¡quién sabe para
qué otra!... Así es el mundo, hijo.» El día en que se recibió de
licenciado en derecho, su madre, al llegar él a casa, le tomó y besó
la mano de una manera cómicamente grave, y luego, abrazándole, díjole
al oído: «¡Tu padre te bendiga, hijo mío!»
Su madre jamás se acostaba hasta que él lo hubiese hecho, y le dejaba
con un beso en la cama. No pudo, pues, nunca trasnochar. Y era su
madre lo primero que veía al despertarse. Y en la mesa, de lo que él
no comía, tampoco ella.
Salían a menudo juntos de paseo y así iban, en silencio, bajo el
cielo, pensando ella en su difunto y él pensando en lo que primero
pasaba a sus ojos. Y ella le decía siempre las mismas cosas, cosas
cotidianas, muy antiguas y siempre nuevas. Muchas de ellas empezaban
así: «Cuando te cases...»
Siempre que cruzaba con ellos alguna muchacha hermosa, o siquiera
linda, su madre miraba a Augusto con el rabillo del ojo.
Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y dulce, indolorosa,
que entró de puntillas y sin ruido, como un ave peregrina, y se la
llevó a vuelo lento, en una tarde de otoño. Murió con su mano en la
mano de su hijo, con sus ojos en los ojos de él. Sintió Augusto que
la mano se enfriaba, sintió que los ojos se inmovilizaban. Soltó la
mano después de haber dejado en su frialdad un beso cálido, y cerró
los ojos. Se arrodilló junto al lecho y pasó sobre él la historia de
aquellos años iguales.
Y ahora estaba aquí, en la Alameda, bajo el gorjear de los pájaros,
pensando en Eugenia. Y Eugenia tenía novio. «Lo que temo, hijo
mío—solía decirle su madre—, es cuando te encuentres con la primera
espina en el camino de tu vida.» ¡Si estuviera aquí ella para hacer
florecer en rosa a esta primera espina!
«Si viviera mi madre encontraría solución a esto—se dijo Augusto—,
que no es, después de todo, más difícil que una ecuación de segundo
grado. Y no es, en el fondo, más que una ecuación de segundo grado.»
Unos débiles quejidos, como de un pobre animal, interrumpieron su
soliloquio. Escudriñó con los ojos y acabó por descubrir, entre la
verdura de un matorral, un pobre cachorrillo de perro que parecía
buscar camino en tierra. «¡Pobrecillo!—se dijo—. Lo han dejado recién
nacido a que muera; les faltó valor para matarlo.» Y lo recojió.
El animalito buscaba el pecho de la madre. Augusto se levantó y
volvióse a casa pensando: «Cuando lo sepa Eugenia, ¡mal golpe para mi
rival! ¡Qué cariño le va a tomar al pobre animalito! Y es lindo, muy
lindo. ¡Pobrecito, cómo me lame la mano...!»
—Trae leche, Domingo; pero tráela pronto—le dijo al criado no bien
éste le hubo abierto la puerta.
—¿Pero ahora se le ocurre comprar perro, señorito?
—No lo he comprado, Domingo; este perro no es esclavo, sino que es
libre; lo he encontrado.
—Vamos, sí, es expósito.
—Todos somos expósitos, Domingo. Trae leche.
Le trajo la leche y una pequeña esponja para facilitar la succión.
Luego hizo Augusto que se le trajera un biberón para el cachorrillo,
para Orfeo, que así le bautizó, no se sabe ni sabía él tampoco por
qué.
Y Orfeo fué en adelante el confidente de sus soliloquios, el que
recibió los secretos de su amor a Eugenia.
«Mira, Orfeo—le decía silenciosamente—, tenemos que luchar. ¿Qué me
aconsejas que haga? Si te hubiese conocido mi madre... Pero ya verás,
ya verás cuando duermas en el regazo de Eugenia, bajo su mano tibia y
dulce. Y ahora, ¿qué vamos a hacer, Orfeo?»
Fué melancólico el almuerzo de aquel día, melancólico el paseo, la
partida de ajedrez melancólica y melancólico el sueño de aquella
noche.
VI
«Tengo que tomar alguna determinación—se decía Augusto paseándose
frente a la casa número 58 de la Avenida de la Alameda—; esto no
puede seguir así.»
En aquel momento se abrió uno de los balcones del piso segundo, en
que vivía Eugenia, y apareció una señora enjuta y cana con una jaula
en la mano. Iba a poner el canario al sol. Pero al ir a ponerlo
faltó el clavo y la jaula se vino abajo. La señora lanzó un grito de
desesperación: «¡Ay, mi Pichín!» Augusto se precipitó a recojer la
jaula. El pobre canario revoloteaba dentro de ella despavorido.
Subió Augusto a la casa, con el canario agitándose en la jaula y el
corazón en el pecho. La señora le esperaba.
—¡Oh, gracias, gracias, caballero!
—Las gracias a usted, señora.
—¡Pichín mío! ¡mi Pichincito! ¡Vamos, cálmate! ¿Gusta usted pasar,
caballero?
—Con muc
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