Niebla Nivola 4
¡No, a ti no! Pero, calla, ¿no te llamas tú Domingo?
—Sí, señorito—respondió Domingo sin extrañeza alguna por la pregunta
que se le hacía.
—¿Y por qué te llamas Domingo?
—Porque así me llaman.
«Bien, muy bien—se dijo Augusto—; nos llamamos como nos llaman. En
los tiempos homéricos tenían las personas y las cosas dos nombres,
el que les daban los hombres y el que les daban los dioses. ¿Cómo me
llamará Dios? ¿Y por qué no he de llamarme yo de otro modo que como
los demás me llaman? ¿Por qué no he de dar a Eugenia otro nombre
distinto del que le dan los demás, del que le da Margarita, la
portera? ¿Cómo la llamaré?»
—Puedes irte—le dijo al criado.
Se levantó de la mecedora, fué al gabinete, tomó la pluma y se puso a
escribir:
«Señorita: Esta misma mañana, bajo la dulce llovizna del cielo,
cruzó usted, aparición fortuita, por delante de la puerta de
la casa donde aún vivo y ya no tengo hogar. Cuando desperté
fuí a la puerta de la suya, donde ignoro si tiene usted hogar
o no le tiene. Me habían llevado allí sus ojos, sus ojos,
que son refulgentes estrellas mellizas en la nebulosa de mi
mundo. Perdóneme, Eugenia, y deje que le dé familiarmente este
dulce nombre; perdóneme la lírica. Yo vivo en perpetua lírica
infinitesimal.
No sé qué más decirle. Sí, sí sé. Pero es tanto, tanto lo que
tengo que decirle, que estimo mejor aplazarlo para cuando nos
veamos y nos hablemos. Pues es lo que ahora deseo, que nos
veamos, que nos hablemos, que nos escribamos, que nos conozcamos.
Después... Después, ¡Dios y nuestros corazones dirán!
¿Me dará usted, pues, Eugenia, dulce aparición de mi vida
cotidiana, me dará usted oídos?
Sumido en la niebla de su vida espera su respuesta.
AUGUSTO PÉREZ.»
Y rubricó diciéndose: «Me gusta esta costumbre de la rúbrica por lo
inútil».
Cerró la carta y volvió a echarse a la calle.
«¡Gracias a Dios—se decía camino de la Avenida de la Alameda—,
gracias a Dios que sé adónde voy y que tengo adónde ir! Esta mi
Eugenia es una bendición de Dios. Ya ha dado una finalidad, un hito
de término a mis vagabundeos callejeros. Ya tengo casa que rondar; ya
tengo una portera confidente...»
Mientras iba así hablando consigo mismo cruzó con Eugenia sin
advertir siquiera el resplandor de sus ojos. La niebla espiritual
era demasiado densa. Pero Eugenia, por su parte, sí se fijó en él,
diciéndose: «¿quién será este joven? ¡no tiene mal porte y parece
bien acomodado!» Y es que, sin darse clara cuenta de ello, adivinó
a uno que por la mañana la había seguido. Las mujeres saben siempre
cuándo se las mira, aun sin verlas, y cuándo se las ve sin mirarlas.
Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en direcciones contrarias,
cortando con sus almas la enmarañada telaraña espiritual de la calle.
Porque la calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas de
deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de amor, de odio, viejas
palabras cuyo espíritu quedó cristalizado, pensamientos, anhelos,
toda una tela misteriosa que envuelve las almas de los que pasan.
Por fin se encontró Augusto una vez más ante Margarita la portera,
ante la sonrisa de Margarita. Lo primero que hizo ésta al ver a aquél
fué sacar la mano del bolsillo del delantal.
—Buenas tardes, Margarita.
—Buenas tardes, señorito.
—Augusto, buena mujer, Augusto.
—Don Augusto—añadió ella.
—No a todos los nombres les cae el don—observó él—. Así como de
Juan a don Juan hay un abismo, así le hay de Augusto a don Augusto.
¡Pero... sea! ¿Salió la señorita Eugenia?
—Sí, hace un momento.
—¿En qué dirección?
—Por ahí.
Y por ahí se dirigió Augusto. Pero al rato volvióse. Se le había
olvidado la carta.
—¿Hará el favor, señora Margarita, de hacer llegar esta carta a las
propias blancas manos de la señorita Eugenia?
—Con mucho gusto.
—Pero a sus propias blancas manos, ¿eh? A sus manos tan marfileñas
como las teclas del piano a que acarician.
—Sí, ya, lo sé de otras veces.
—¿De otras veces? ¿Qué es eso de otras veces?
—Pero ¿es que cree el caballero que es ésta la primera carta de este
género...?
—¿De este género? Pero ¿usted sabe el género de mi carta?
—Desde luego. Como las otras.
—¿Como las otras? ¿Como qué otras?
—¡Pues pocos pretendientes que ha tenido la señorita...!
—Ah, ¿pero ahora está vacante?
—¿Ahora? No, no, señor, tiene algo así como un novio... aunque creo
que no es sino aspirante a novio... Acaso le tenga en prueba... puede
ser que sea interino...
—¿Y cómo no me lo dijo?
—Como usted no me lo preguntó...
—Es cierto. Sin embargo, entréguele esta carta y en propias manos,
¿entiende? ¡Lucharemos! ¡Y vaya otro duro!
—Gracias, señor, gracias.
Con trabajo se separó de allí Augusto, pues la conversación nebulosa,
cotidiana, de Margarita la portera empezaba a agradarle. ¿No era
acaso un modo de matar el tiempo?
«¡Lucharemos!—iba diciéndose Augusto calle abajo—¡sí, lucharemos!
¿Conque tiene otro novio, otro aspirante a novio...? ¡Lucharemos!
_Militia est vita hominis super terram_. Ya tiene mi vida una
finalidad; ya tengo una conquista que llevar a cabo. ¡Oh, Eugenia, mi
Eugenia, has de ser mía! ¡Por lo menos, mi Eugenia, ésta que me he
forjado sobre la visión fugitiva de aquellos ojos, de aquella yunta
de estrellas en mi nebulosa, esta Eugenia sí que ha de ser mía, sea
la otra, la de la portera, de quien fuere! ¡Lucharemos! Lucharemos y
venceré. Tengo el secreto de la victoria. ¡Ah, Eugenia, mi Eugenia!»
Y se encontró a la puerta del Casino, donde ya Víctor le esperaba
para echar la cotidiana partida de ajedrez.
III
—Hoy te retrasaste un poco, chico—dijo Víctor a Augusto—, ¡tú, tan
puntual siempre!
—Qué quieres... quehaceres...
—¿Quehaceres, tú?
—Pero ¿es que crees que sólo tienen quehaceres los agentes de bolsa?
La vida es mucho más compleja de lo que tú te figuras.
—O yo más simple de lo que tú crees...
—Todo pudiera ser.
—¡Bien, sal!
Augusto avanzó dos casillas el peón del rey, y en vez de tararear
como otras veces trozos de ópera, se quedó diciéndose: «¡Eugenia,
Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor
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