2017년 3월 26일 일요일

Realidad 11

Realidad 11


el insomnio y las cavilaciones nos llevan á una verdadera locura.
¡Confesarme á Tomás! No me comprendería, como yo no comprendo las
sutilezas de su conciencia, que por querer adelgazarse tanto, se
quiebra; incurriría en las vulgaridades de la moral gruesa y común,
de esa que parece que se compra por kilos. ¡Ay!, digan lo que
quieran, estamos gobernados por leyes estúpidas..., hechas para
regularizar lo irregularizable, para contener en distancias muy
medidas el vuelo de las almas..., porque yo también tengo plumas.
(_Hace con las manos movimientos de aleteo._) ¡Vaya que se me ocurren
unas cosas cuando cavilo á estas horas!... Sí, ardo en calentura;
como que dudo á veces si estoy despierta ó estoy soñando..., y hasta
me parece que un diablillo gracioso me sopla al oído lo que he de
pensar... Despierta estoy, y discurro claramente que la sociedad
y sus leyes son obra de la tontería. (_Accionando como si hablara
con alguien._) Y lo digo y lo sostengo: si no nos encontrásemos
atados por estos nudos del convencionalismo, yo podría tener un gran
consuelo. Ante la razón grande, hablo de la grandísima, de la que
anda por allá arriba sin que nadie la pueda coger, ¿qué inconveniente
habría en que este hombre, que miro como hermano de mi alma, este
hombre de entendimiento superior, de gran corazón, todo nobleza,
supiera lo que me está pasando, y que lo oyera de mi propia boca?...
Esto que parece absurdo..., ¿por qué lo es?; mejor dicho, ¿por qué lo
parece? No; lo absurdo no es esto que pienso, sino lo otro, todo el
armatoste social... (_Sonriendo._) ¿Por qué me río?... No me río: es
rabia; es que mi sabiduría, esta ciencia que me entra por las noches,
me hace reir... de rabia.
 
OROZCO, _para sí, despertando súbitamente y volviéndose._
 
Tengo la cabeza tan despejada como á las doce del día. Y francamente,
no veo la necesidad de dormir toda la noche. Después de un breve
letargo reparador, no hace falta más. En vez de embrutecernos en el
sueño, ¡cuánto mejor es meditar sobre los graves problemas que nos
rodean, examinar nuestras acciones del día pasado, preparar las del
siguiente!... (_Pausa._) Lo que más me enoja es que me aplaudan, como
si fuera yo un cómico. Quiero que mis actos sean tan secretos que
nadie los penetre; más aún: quiero que resulten con apariencias de
maldad, para que el mundo los censure y los ridiculice. Pero esto es
difícil, muy difícil. El maldito tiene un gran olfato para rastrear
la verdad, y no es fácil engañarle... Porque el bien no es tal bien,
si no se le disfraza, para que vaya por la calle bien enmascaradito.
Y lo peor es que no puede uno evitar que los favorecidos salgan por
ahí con mucho bombo y mucho cascabel pregonando el bien que uno
les hace, mientras yo... no sé qué daría porque me formaran una
reputación de tacaño y cruel. Nada me molesta tanto como la gratitud,
y las manifestaciones de ella... Verdad que hay muchos ingratos, y
esto ya es un consuelo... (_Pausa._) También me gusta cavilar sobre
los términos precisos de este orden de creencias que yo he encontrado
en mi propio pensamiento y en mi corazón; obra mía es todo, y la
primera necesidad que experimento es recatarla del mundo. Aquí no
cabe propaganda, ni yo he de hacerla más que con mi mujer. Sólo á
una persona tiernamente amada comunicaré esta creencia honda, que
proporciona al alma tan grandes consuelos... Sólo á mi pobrecita
Augusta... (_Reparando en su esposa sentada junto al lecho._)
Augustilla, hija mía, ¿qué haces que no duermes?
 
AUGUSTA.
 
Ya estaba acostándome, cuando me pareció notarte inquieto. ¿Te
sientes mal?
 
OROZCO.
 
No, hija de mi alma. Estoy muy bien; he dormido un rato, y no
necesito descansar más. Déjame que medite sobre cosas que te iré
comunicando en forma tal que puedas comprenderlas.
 
AUGUSTA, _para sí_.
 
Vuelta á lo de anoche... (_Alto._) No pienses en eso. Eres bueno, y
por ser mejor te estás dando muy malos ratos. Es hasta un rasgo de
soberbia el pretender salirse de la imperfección humana.
 
OROZCO.
 
Desconoces los verdaderos grados del bien. Tu inteligencia es grande;
pero no ve la verdad. No me extraña eso. Yo te iniciaré. Eres la
persona que más quiero en el mundo, y es preciso que vengas tras
de mí, ya que no conmigo. Según mis creencias, la primera de mis
obligaciones es proporcionarte todos los placeres lícitos, rodearte
de las comodidades y encantos que nuestra fortuna nos permite. Hoy
por hoy, no cuadra á mis ideas el cambiar de vida. Me conviene que
continúe este lazo que al mundo nos une y aparentar que, lejos de
haber en mí perfecciones, soy lo mismo que los demás.
 
AUGUSTA, _para sí_, _confusa_.
 
¿Estoy segura de entender lo que me dice? (_Alto._) Eso me agrada;
pues si tuvieras tú vocación de anacoreta, yo no creo tenerla nunca.
 
OROZCO, _algo excitado_.
 
No, no es eso. En el mundo, en plena sociedad activa, es donde
se debe luchar por el bien. Nada de ascetismo: los que se van á
un páramo, no tienen ningún mérito en ser puros. Sigamos aquí...
Cabalmente esa es la dificultad: realizar cuanto me piden mis
creencias en medio de este tráfago, y en el torbellino de maldades
que nos envuelve. Jamás te apartaré del medio social en que vives. La
regeneración no puede ser eficaz sino dentro de ese medio. Nada de
privaciones materiales, nada de vida de cartujo; eso es de caracteres
mediocres.
 
AUGUSTA, _para sí_.
 
Pues lo que ahora dice me parece muy razonable. (_Alto._) Todo eso
está muy bien; pero vale más que lo dejes para mañana, y que duermas
ya y descanses.
 
OROZCO.
 
¡Si no tengo sueño, ni me hace falta dormir! (_Inquieto._) Mejor será
que me levante y me pasee por el gabinete.
 
AUGUSTA, _corriendo á él y deteniéndole_.
 
No, no hagas tal. Te lo prohibo.
 
OROZCO.
 
Bueno, pues yo no puedo consentir que estés desvelada por
acompañarme. Ya que no tienes nada en qué pensar, porque tu
conciencia no chista, recógete y duérmete. No me levantaré, para
que no estés inquieta por mí. Acuéstate, y si no te entra sueño,
hablaremos un poco de cama á cama. (_Augusta se acuesta._)
 
OROZCO.
 
¿Sabes en lo que pienso ahora? En la carta que he recibido hoy de
Joaquín Viera, el padre de Federico.
 
AUGUSTA, _con viveza_.
 
¿Sí?..., ¿y qué es?
 
OROZCO.
 
Pues me dice que llegará aquí del 26 al 28, y que viene á tratar
conmigo de un asunto de intereses.
 
AUGUSTA.
 
Sablazo seguro. Por amor de Dios, Tomás, ponte en guardia.
 
OROZCO.
 
No caigo en qué podrá ser. Dejémosle venir.
 
AUGUSTA.
 
¡Qué trasto ese Joaquín!... No se parece nada á su hijo, que aunque
mala cabeza y desordenado, tiene un fondo de caballerosidad que...
 
OROZCO.
 
Es verdad. El papá es tal, que no tiene el diablo por donde
desecharle.
 
AUGUSTA.
 
Y abusa de tu bondad siempre que quiere. Mucho cuidado, Tomás; ponle
mala cara cuando le recibas. Recuerda que Joaquín, hace dos años,
después de explotarte indignamente, dijo de ti horrores.
 
OROZCO.
 
Debemos perdonar las ofensas.
 
AUGUSTA.
 
¿Crees tú que toda ofensa se debe perdonar?
 
OROZCO.
 
Todas en absoluto, y sin reserva de ninguna clase.
 
AUGUSTA.
 
¿Estás dispuesto tú á perdonar toda ofensa que se te haga?
 
OROZCO.
 
Sin género alguno de duda. Me agravias sólo con dudarlo. Pues qué,
¿no tienes tú en tu alma la misma decisión?
 
AUGUSTA, _vacilante_.
 
No sé. Eso no puede asegurarse sino frente á los hechos. La
resistencia moral, como el grado de tensión de una cuerda, no se
conoce hasta que se prueba... Pero me parece que hemos hablado
bastante, hijito. Ahora, á dormir.
 
OROZCO.
 
A dormir tú, yo no.
 
AUGUSTA.
 
Los dos... (_Para sí._) ¡Ay, cuánto me molesta este diálogo!...
Quiero estar sola y pensar lo que á mí me dé la gana, sin tener que
llevar á cuestas el pensamiento ajeno... Fingiré que duermo para que se calle.   

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