realidad 30
ESCENA V
_Los mismos, menos_ OROZCO.
AUGUSTA.
¿Pero ustedes se han creído que le va á echar á cajas destempladas?
MALIBRÁN.
¡Cómo he de creer yo tal cosa! Felicitemos á nuestro protegido,
porque le está cayendo el maná.
AUGUSTA.
Si Tomás dice que no hace nada por él, no le lleven ustedes la
contraria. Finjan más bien creer que le ha echado por la escalera
abajo. _I promesi sposi_ están de enhorabuena. No les faltará pan
para sus hijitos, y seguramente tendrán uno cada año, porque estos
matrimonios ilusionados, que se afanan por el nido antes de tenerlo,
son horriblemente fecundos.
MALIBRÁN.
Lo que á mí se me ocurre, señora mía, es que con estas filantropías
van ustedes á perder á uno de los amigos más leales y consecuentes.
Federico, cegado por la soberbia, dirá: «El amigo de mis enemigos es
mi enemigo.»
AUGUSTA.
Una cosa es decirlo y otra... ¡Ay!, ante la soberanía de los hechos,
no hay orgullo que no se rinda tarde ó temprano... Esta es mi
opinión. Y por mi parte, he de hacer los imposibles porque Federico
se reconcilie con su hermana. No es mal sermón el que le espera esta
noche, si parece por aquí.
VILLALONGA.
No le reducirá usted con sermones. Está fuera de sí. Anoche creí que
me pegaba porque se me antojó disculpar á Clotilde.
MALIBRÁN.
Corazón fiero, orgullo indomable, ideas anticuadas y consistentes,
de esas que desafían con su firmeza el empuje de la opinión vulgar;
ideas macizas, que serían muy buenas en una época de acción y de
unidad, pero que se vuelven ineficaces y hasta ridículas en una época
de inestabilidad, de polémicas y de dudas.
AUGUSTA.
¡Cuando digo que estamos hoy muy sabios!...
MALIBRÁN.
No lo puedo remediar. Mi pedantería es hija de los desengaños,
que me han obligado á estudiar la vida. Compadézcame usted en vez
de zaherirme por lo que sé. Y sé más (_con fineza de dicción y de
intención_), mucho más de lo que usted cree.
AUGUSTA.
No, si yo no he puesto límites ni fronteras á su sabiduría. Es que,
francamente, me pareció que había examinado usted con buena crítica
las ideas de Federico.
MALIBRÁN.
De quien nada ofensivo dije. Conste. No hay motivo, pues, para que
usted se altere.
AUGUSTA, _ligeramente desconcertada_.
¡Yo!... ¡Alterarme yo!
MALIBRÁN.
Un poquitín, aun antes de que yo completara mi juicio. Me faltaba
añadir que de su mismo orgullo, de su susceptibilidad extrema y de
la pugna entre sus ideas y sus medios sociales, nacen los hábitos de
envilecimiento que á pesar suyo le dominan, y que son su desgracia
irremediable y su problema insoluble.
AUGUSTA, _devorando su ira_.
Todas esas cosas, ¿por qué no se las cuenta usted á él?
INFANTE, _con sequedad_.
Habla usted de hábitos de envilecimiento, y me parece que no se ha
fijado usted en la significación de la palabra. De otro modo, haría
mal en sostenerla. Yo afirmo que Federico es un caballero.
MALIBRÁN, _rectificando_.
No lo he dudado nunca... Esos hábitos, que todo el mundo conoce,
deben de ser calificados quizás de un modo más suave, tratándose de
un amigo. Emplearemos otra palabra.
AUGUSTA.
Mejor sería no haberla pronunciado.
MALIBRÁN.
No fué mi intención ofenderle.
INFANTE, _para sí_.
Decididamente, el italiano éste es de una blandura fenomenal. No
entra, no entra, por más que se le pongan picas hasta el hueso.
AUGUSTA.
Vamos, usted quiso decir que Federico no es caballero.
INFANTE, _para sí_.
¡Qué bien me le capea ésta!... Pero no entra... Cada vez más huído.
MALIBRÁN.
Perdone usted, amiga mía. Jamás califico yo acerbamente á una persona
con quien me une amistad. (_Para sí._) ¿Quieres una estocada? Pues
allá va. (_Alto._) Lo que yo quise decir es que caballerosidad y
necesidad rara vez se llevan bien. ¡Ay de aquél en quien estos dos
estímulos se reúnen! En público son muy difíciles de conciliar,
y sólo en la esfera privada pueden algunos armonizarlos. En el
misterio, en los escondites que labran el miedo y la prudencia, se
hacen cosas que, á la clara luz del día, son condenadas con cierto
énfasis. Hay dos esferas ó mundos en la sociedad: el visible y el
invisible, y rara es la persona que no desempeña un papel distinto en
cada uno de ellos. Todos tenemos nuestros dos mundos, todos labramos
nuestra esfera oculta, donde desmentimos el carácter y las virtudes
que nos informan en la vida oficial y descubierta.
AUGUSTA, _vivamente_.
Perdone usted, Malibrán; todos no: la tendrá usted; pero eso de todos
es un poco fuerte. (_Para sí, con ira disimulada._) ¿No habría quien
le parara los pies á este majadero?...
MALIBRÁN, _para sí_.
Vuelve por otra. (_Se levanta._)
AUGUSTA.
Pero qué, ¿nos deja usted ya?
MALIBRÁN.
Ya debiera estar en el Ministerio.
AUGUSTA.
No me acordaba... (_Irónicamente._) Es tan grata su compañía, y nos
adormece de tal modo el encanto de su conversación, que olvidamos lo
necesaria que es su presencia en el Ministerio para que marchen bien
los asuntos exteriores.
MALIBRÁN, _para sí_.
Búrlate todo lo que quieras. Ya me la pagarás.
AUGUSTA, _estrechándole la mano_.
Váyase usted prontito. No le retengo, no quiero tener la
responsabilidad de una catástrofe europea.
MALIBRÁN.
Tema usted las domésticas, no las internacionales. Y cuando se
dispare el primer cañonazo, avise usted á los buenos amigos. ¿Llamar,
eh?
VILLALONGA.
Dos toques y repique. (_Dándole la mano._) Adiós, diplomático.
Memorias al marqués de Salisbury.
MALIBRÁN.
De tu parte. Adiós, Infante. (_Vase._)
ESCENA VI
_Los mismos._ OROZCO.
OROZCO, _entrando, con semblante risueño_.
Vamos, le despaché... Se va el pobrecillo muy descorazonado. Pero yo
¿qué le he de hacer? Pues sólo faltaba que...
AUGUSTA, _con gracejo_.
Eso es: fuertecillo. ¡Qué genio vas echando, hijo de mi alma!
OROZCO.
Lo siento; pero no he podido darle ni esperanzas siquiera.
AUGUSTA.
Sí, te lo conozco en la cara.
VILLALONGA.
Su cara revela satisfacción.
INFANTE.
La satisfacción de las malas acciones.
OROZCO.
Ni buenas ni malas.
AUGUSTA, _en voz baja á Infante_.
¿Pero tú le crees?
INFANTE.
¿Qué le hemos de creer? Para mí, Santanita se ha puesto las botas.
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