realidad 62
AUGUSTA.
Eso es, perdón á Dios, y á mí que me partiera un rayo. ¿Por qué no
me había de pedir perdón también á mí, aunque no fuera sino por
este rastro de deshonra que tras sí deja? ¿Sabes? Hay quien dice
que le maté yo. ¡Qué infamia tan estúpida!... Yo estoy muerta de
pena y desconsuelo; de pena por él, porque le amé, quizás más de
lo que se merecía; desconsolada porque no le volveré á ver, porque
murió queriéndome poco ó nada, dejándome afligida y celosa...,
sí, celosa... ¡Si yo pudiera olvidar esta terrible pesadilla!...
¿Crees tú que el tiempo me hará perder la memoria? No, no hay tiempo
bastante largo para borrar esto. No sé qué será de mí.
FELIPA, _con agudeza_.
El tiempo es muy bueno; trabaja sin que se sienta, y del fin de unas
cosas hace el principio de otras.
AUGUSTA.
Cada hora que pasa me siento más acongojada y padezco más. Aquella
noche, cuando me dejaste aquí, la misma turbación, el terror mismo,
me daban cierta energía. Creí salir del paso haciéndome la valiente.
Por la mañana me vestí para ir á misa, y cuando Pepe me dió la
noticia, me asustó como si fuera una novedad para mí. Hízome el
efecto de ver traducida á la realidad una cosa soñada. Desde aquel
momento perdí el valor y me descompuse. Postrada en este sofá pasé
un día horrible, y tuve que dominar ante mi marido mi pena inmensa,
aparentando otra pena muy distinta y menor. Fingir lo pequeño para
ocultar lo grande es trabajo de prueba. Más fácilmente fingimos los
sentimientos muy vivos que los ligeros y superficiales. Figúrate tú
que, cuando se te ha muerto un hijo, te hubieras visto obligada á
aparentar que sólo llorabas al gato de la casa.
FELIPA.
¡Ay, no me lo diga! Reviento yo antes que hacer tal comedia.
AUGUSTA.
Pues considera si sufriré. Por eso te digo que el castigo es
desproporcionado á la falta. ¡Luego de la situación esta se derivan
tantos suplicios diferentes! La presencia de mi marido despierta en
mí sentimientos tan extraños, que me pongo á morir cuando entra aquí
y me habla. A veces me figuro que no hay entre los dos nada de común,
y su serenidad ni me lastima ni me inquieta; á veces paréceme que le
admiro todo lo que admirarse puede, y me pondría de rodillas delante
de él para adorarle como á un ser que no participa de nuestras
miserias.
FELIPA, _advirtiendo que Augusta tiene una mano envuelta en un
pañuelo_.
¿Qué es esto?
AUGUSTA.
La magulladura que me hice en la muñeca cuando forcejeamos para
quitarle aquel maldito revólver. No la noté hasta la mañana siguiente.
FELIPA.
A mí también me dejó en este brazo un cardenal que me duele bastante.
AUGUSTA.
He dicho que me quemé lacrando una carta. Pero aunque nadie lo ha
puesto en duda, se me antoja que llevo aquí un espantoso dato para
los que me creen asesina.
FELIPA.
El miedo, el miedo hace ver visiones. No seamos tontas. D. Tomás se
creerá lo del lacre.
AUGUSTA, _con profunda tristeza_.
¡Ay! ¡Si vieras tú qué recelosa estoy de que lo sabe todo, aunque
aparenta ignorarlo! Tengo mil motivos para conocer su penetración,
que en ciertos casos supera á cuanto se puede decir. No obstante
su tranquilidad, que me hace dudar... «Si lo sabe, me pregunto yo,
¿por qué no me lo dice? Su calma, ¿es la expresión más refinada del
desprecio que le merezco, ó significa una situación de espíritu
muy diferente?» Anoche me pasó lo que no me ha pasado nunca: tener
pesadillas horribles, una tras otra, y no poder discernir después lo
real de lo soñado. Creí que Federico estaba aquí, y vi reproducida
la terrible escena, lo mismo, Felipa, lo mismo que la vimos tú y
yo. De que esto fué imaginario no tengo duda. Pero después..., y
aquí entran mis dudas, porque el recuerdo que ha quedado en mí,
aunque turbio y calenturiento, es vivísimo en las imágenes. Pues
oye. Me levanté..., fuí al despacho de Tomás y llamé á la puerta.
El dijo desde dentro: «¿quién es?», y yo respondí: «soy _La Peri_».
Abrió; entré, y sentándome á su lado, confesé sin omitir nada. ¡Qué
atrocidad! Pues he pasado todo el día de hoy revolviendo en mi cabeza
aquel acto, y trabajando por poner en claro si fué real ó no. Tengo
los sesos derretidos de tanto cavilar. Me parece que estoy viendo
á Tomás cuando yo le contaba aquellos horrores. Ponía una cara de
conmiseración que me lastimaba enormemente, y yo le decía: «Soy _La
Peri_; no vayas á creer que soy tu mujer»; y luego vuelta á contarle
cómo y por qué se mató Federico. Lo que me atormenta y me confunde es
la duda de si este delirio sólo tuvo realidad dentro de mi cerebro, ó
si, en efecto, yo me levanté de mi cama, y fuí al despacho de Tomás,
y él me abrió, y hablamos, y...
FELIPA.
Señorita, ¡por los clavos de Cristo!, eso no se hace nunca sino en
sueños.
AUGUSTA.
Pero en el trastorno en que yo estuve anoche, trastorno de los
sentidos y del alma toda, no sé... ¿No sabes tú que hay personas que
dormidas andan y hablan y repiten lo que les ha pasado recientemente?
FELIPA.
Sí, y á esos llaman sonámbulos.
AUGUSTA.
Yo no me he tenido nunca por sonámbula. ¡Oh, no, imposible que este
recuerdo amarguísimo sea recuerdo de un acto real! ¿Verdad que no?
La impresión del hecho que llevo en mí es de pesadilla, de esas
que á veces se quedan dentro de nosotros tan bien estampadas como
los hechos positivos. Pero... todo podría ser. Anoche deliraba yo
como un tifoideo, y tenía fiebre muy alta. Yo cerraba los ojos, y
al abrirlos de tiempo en tiempo, Tomás junto á mí, mirándome sin
pestañear. Sus miradas me penetraban hasta el fondo del alma. No
puedo asegurarte si le veía despierta ó le veía dormida. ¿Hablé yo?
¿Me levanté y anduve? Conservo una idea vaga de haber sentido sus
pasos alejándose hacia el despacho, á no sé qué hora de la noche.
También ha quedado en mí una obscura reminiscencia de lo que me
atormentó la idea de ser yo _La Peri_, ese trasto, y de los esfuerzos
que hice para no ser ella, sino quien soy. ¡Lucha espantosa entre un
nombre y mi conciencia!... Pero nada puedo afirmar con certeza. No
sé qué daría por disipar esta duda horrible, cerciorándome de que no
hablé, de que no me vendí. (_Pasándose la mano por la frente._) ¡Cómo
está esta cabeza!
FELIPA, _atisbando á la puerta_.
Me parece que el señor viene. (_Se levanta._)
ESCENA XII
_Las mismas._ OROZCO.
OROZCO, _á su mujer_.
Querida, aunque no es tarde, harías bien en irte á descansar. ¿Por
qué no te acuestas?
AUGUSTA.
Espero á tener sueño. ¡He dormido tanto en este sofá!...
OROZCO.
La conversación no te conviene. (_Tomándole el pulso._) Ni pizca de
fiebre; pero la charla puede hacerte daño, y has picoteado bastante
esta noche: primero con tu papá, después con Manolo Infante, ahora
con Felipa.
AUGUSTA.
Hablar me distrae. Di, ¿se han ido todos ya?
OROZCO.
Todos. Como no estabas tú, la reunión, cansada de su propia
insipidez, se ha disuelto temprano. Y ahora nos quedaremos solos,
porque ésta se marchará también. Felipa, retírate, que algo tendrás
que hacer en tu casa.
FELIPA, _para sí_, _turbada_.
Parece que me echa. Sabe más que Merlín el señor éste... Imposible
que deje de... (_Alto._) Con permiso...
AUGUSTA.
Felipa, quedamos en que mañana recogerás en casa de Sobrino
veinticuatro varas, que con las diez y media que tienes...
FELIPA, _oficiosamente_.
Ocho y poco más, señorita... Pues hacen treinta y dos.
AUGUSTA.
Eso es; pero antes de cortar me traes la batista para verla, porque
si no es igual á la otra, la devolveremos.
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