2017년 3월 27일 월요일

realidad 22

realidad 22


FEDERICO.
 
Lo entiendo..., en principio lo entiendo. Pero veo que no cuentas con
la realidad. Esa aspiración tuya es un sueño. Olvidas que estás ya
casada.
 
AUGUSTA.
 
Es cierto. Con esa idea me traes á la vida real. Iba yo por los
espacios imaginarios, como las brujas que vuelan montadas en una
escoba. Pero, en fin, el que no podamos hacer vida normal no estorba
para que yo intente mejorar tu existencia y librarte de ciertos
suplicios. ¿Te lo digo más claro? Pues guardando las formas y
respetando lo que debo respetar, quiero que participes de los bienes
materiales que yo disfruto. La desigualdad entre mi bienestar y tu
malestar me mortifica. Hay que repetirlo cien veces: es preciso que
nos volvamos muy prosaicos, muy caseros. (_Sonriendo._) Sin duda esto
es efecto de la edad. Ya voy siendo vieja.
 
FEDERICO, _con exaltada pasión_.
 
¡Vieja tú! Eres la juventud eterna, la gracia infinita y la tentación
del mundo entero.
 
AUGUSTA, _riendo y abandonándose_.
 
¡Borrico!
 
_Intermedio largo._
 
 
ESCENA X
 
La misma decoración.
 
_Los mismos personajes._ FEDERICO, _en el gabinete, reclinado en la
silla-larga_. AUGUSTA, _dentro de la alcoba. No se la ve al principio
de la escena. Es de noche. La lámpara está encendida._
 
FEDERICO, _mirando el reloj_.
 
Yo creí que era más tarde: las siete menos diez.
 
AUGUSTA, _desde la alcoba_.
 
¿Qué? ¿Deseas que corra el tiempo? ¿Tienes prisa de que me vaya?
 
FEDERICO.
 
Al contrario; cuento los minutos, y si pudiera, pondría por delante
los que ya están á la espalda.
 
AUGUSTA.
 
Esta noche podré estar hasta las ocho menos cuarto; pero ya sabes que
no has de entretenerme cuando llegue la hora de marcharme. Llegando á
casa á las ocho, ocho y quince, no hay temor. Resultará que he pasado
la tarde en casa de la tía Serafina. Para saber lo que debo decir,
he mandado á Felipa á que se entere de lo que ha ocurrido esta tarde
allá.
 
FEDERICO.
 
¿Y si tu marido ha ido á ver á la enferma?
 
AUGUSTA.
 
Casi nunca va.
 
FEDERICO.
 
No te fíes, no te fíes.
 
AUGUSTA, _apareciendo en la puerta de la alcoba_.
 
Veo que eres tú más receloso que yo.
 
FEDERICO.
 
Pues digo, si pudiera realizarse lo que antes me proponías, todas las
precauciones serían inútiles y el disimulo absolutamente imposible.
 
AUGUSTA.
 
No es imposible... Monín, déjate guiar por esta loca. (_Acercándose
á él._) Lo dicho, dicho. Acábese el romanticismo, y empiece la época
positiva, positivista ó como quieras llamarla. Es menester, amigo de
mi alma, que nos pongamos en prosa. Yo pienso mucho en ello, y se me
ocurren mil planes.
 
FEDERICO.
 
Cuéntamelos. Me gusta oirte divagar con tanto donaire sobre
lo imaginario y lo imposible, y admiro en ti la voluntad más
independiente que existe en el mundo.
 
AUGUSTA, _sentándose junto á Federico en una banqueta, y reclinando
su cabeza sobre el pecho de él_.
 
Te contaré una cosa interesante. Esta mañana me dijo el Santo: «Tengo
un proyecto para modificar la vida de ese pobre Federico y librarle
de la plaga de sus acreedores.»
 
FEDERICO, _agitado_.
 
Por Dios, no me hables de eso. No sabes el daño que me causas.
 
AUGUSTA, _vivamente_.
 
Considera que si algo hacemos por ti, no es él quien lo hace, sino yo.
 
FEDERICO.
 
No puedo considerar tal cosa. Querida mía, si me amas, impide por
cuantos medios estén á tu alcance los favores de ese hombre, á quien
yo, por mil motivos, debería reverenciar... (_con mucha inquietud_), de
un hombre á quien tú y yo ofendemos gravemente. (_Augusta da un suspiro
y cierra los ojos._)
 
AUGUSTA, _después de una pausa_.
 
¿Sabes que me dormiría yo aquí tan ricamente? Siento el latido de
tu corazón, ¡pum, pum!, y el chiqui-chiqui de tu reloj. Con ambos
arrullos y el sueño que tengo, me quedaría como piedra en un pozo.
¡Ay qué gusto, si el tiempo maldito no me aguijonara el pensamiento
para mantenerme en vela!
 
FEDERICO, _para sí, meditabundo_.
 
Alma ambiciosa de lo desconocido, de lo ilegislado, no puedo seguirte
en tu vuelo. En ti no hay idea moral, al menos la idea mía, elemental
y rutinaria, la que á mí me argumenta sin descanso. Hay entre tú
y yo algo inconciliable, irreductible, y la tremenda muralla se
alza cuando menos lo pienso. La belleza, la gracia de esta mujer me
trastornan. Por ese lazo nos unimos. De la conciencia de ambos parte
lo que eternamente nos separa. ¿Cómo decírselo sin ofenderla?
 
AUGUSTA, _suspira otra vez y levanta la cabeza_.
 
Habíamos convenido en no hablar nunca de mi falta, ó lo que sea.
Legalmente no tengo disculpa. ¿Pero no habíamos hecho nosotros, en la
embriaguez primera, un código, de estos que hacen todos los amantes,
unas _Tablas_ muy monas, en que derogábamos toda la legislación que
anda por esos mundos?
 
FEDERICO, _para sí_.
 
Su valor es tan grande como su pasión. Defiende sus faltas como si
fueran méritos. ¡Con qué brío se lanza por ese camino de vértigo y
de sofismas! Mis ideas son claras; pero sin duda alcanzan poco. Me
gustaría deslumbrarme como ella, y poder seguirla hasta los abismos
del disparate, que sin duda están llenos de flores.
 
AUGUSTA.
 
Pero no necesitas decirme nada para que yo respete al hombre cuyo
nombre llevo, para que le profese un cariño fraternal. Él se merece
más: yo le doy lo que puedo. La equidad es letra muerta en cosas de
amor.
 
FEDERICO, _con sequedad_.
 
Está bien. Pero no me hables á mí de favores de ese hombre, porque no
puedo admitirlos.
 
AUGUSTA.
 
¿Ni míos tampoco los admites?
 
FEDERICO.
 
Tampoco.
 
AUGUSTA.
 
De modo que la pared vuelve á alzarse, y tú la haces más fuerte y más
gruesa, recordando que somos pecadores. ¡Qué moral está el tiempo,
querido mío!
 
FEDERICO.
 
Te diré... Si he sacado á relucir la cuestión moral, no ha sido por
petulancia ni por gazmoñería. Me propuse no ocuparme de ella; pero
desde el momento en que me hablas de generosidades de tu marido hacia
mí y de sus proyectos de favorecerme, la cuestión moral se me impone,
y plantea un dilema que tanto tú como yo debemos mirar con la mayor
seriedad.
 
AUGUSTA, _inquieta y malhumorada_.
 
Ya, ya veo venir el sermoncito. El otro día apuntaste algo..., sí,
y ya me esperaba yo hoy un chubasco de moral. ¿Es verdadera virtud,
ó simplemente falta de valor?... Bueno, déjame á mí el pecado
entero y coge para ti los escrúpulos. No me importa; tengo fuerza
para cargar toda la culpa, con tal de verte contento, tranquilo y
hecho un varón santo. Tú no me quieres, y por no quererme me das
la leccioncita de buena conducta. Yo estoy enamorada, y por eso no
podré quizás entenderla. Te contaré todo lo que pasa en mi interior,
y luego vengan sermones. (_Se dan las manos._) Yo siento á veces en
mi conciencia tumultos de reprobación, pero en seguida salen, por
aquí y por allá, mil ideas que me absuelven. Conforme á la ley, yo no
debiera quererte. La religión manda que combata y ahogue este loco
amor. Y las fuerzas para combatirlo y ahogarlo, ¿dónde están? Yo
no las tengo, ni me parece que las tendré nunca. Es como si al que
carece de vigor muscular le mandan que levante un peso de tantos
quintales. Reconozco como nadie el mérito de mi marido, y en cuanto
á su bondad, sólo yo, que á su lado vivo, sé bien toda la extensión
de ella. Me inspira un cariño acendrado y puro, una gran admiración;
pero Dios ha establecido la diferencia entre el amor que debemos á la
divinidad, á la perfección moral, y el amor terreno, el que tenemos á
nuestro igual, al semejante á nosotros por el pecado y la impureza.
Yo reverencio á Tomás, le rezaría, ¿sabes?...; pero te amo á ti. Me
casé sin saber lo que es amor, y no lo supe hasta que tú no me lo
enseñaste. Todavía no me he convencido de que esto sea una cosa muy
mala, rematadamente mala. Qué quieres; soy muy torpe, y quizás de
condición perversa. Lo que sí te digo es que cuando me sermonees, no
necesitas hacer el panegírico de la persona que conozco mejor que
tú y mejor que nadie. Bien sé que no hay otro que se le asemeje,
aunque... te diré una cosa que hasta ahora no he querido decirte.

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