realidad 61
CALDERÓN.
Si tú has gozado con el estudio de caras, ellos se habrán divertido
fotografiándote la tuya.
OROZCO.
No, porque en ésta nada pueden notar que no adviertan todos los días.
La cara mía que expresa y siente, ¡ay!, es la que mira para adentro.
(_Llegan más personas._) Parece que esta noche carga el gentío que
es un primor. Naturalmente, el crimen misterioso despierta inmenso
interés: el público necesita emociones, contemplar rostros de víctimas,
ó de criminales, ó de testigos; examinar el lugar de la catástrofe; ver
los sitios por donde vaga el ánima del interfecto, olfatear la sangre,
tocar los objetos que llevan impresa la huella del delito... (_Con
amargura._) En suma, el drama está en mi casa y tengo esta noche un
lleno completo. (_Dirígese á saludar á los que llegan._)
CALDERÓN, _para sí_.
Hombre sin igual es éste. Todo lo sabe y parece que lo ignora todo.
ESCENA XI
Tocador de Augusta. Es de noche.
AUGUSTA, _doliente, recostada en un sofá_; FELIPA, _en pie, delante
de ella_.
AUGUSTA.
¡Gracias á Dios que vienes á tranquilizarme!
FELIPA.
Dos veces estuve aquí esta mañana; pero la señorita dormía y no quise
molestarla.
AUGUSTA.
¡Dormir! No he descansado desde aquel momento terrible... No sé si
esto es dormir ó no; ignoro si mis impresiones son fingidas ó reales;
estoy como idiota, Felipa, y el temor que llena mi alma no me permite
ordenar los recuerdos ni apreciar lo sucedido. Ni aun puedo formar
juicio de mis acciones desde aquel instante, ni de cómo vine aquí.
Cuéntame lo que ha pasado después. Estoy en ascuas. ¿Qué hiciste?
¿Se ha descubierto? Dímelo todo, sin ocultarme cosa alguna, por
terrible que sea.
FELIPA, _bajando la voz_.
Tranquilícese la señorita. No se ha descubierto ni se descubrirá
nada. En cuanto dejé á la señorita aquí, después de lavarle las
manchas de barro, y una muy chiquita de sangre que había en la manga,
me volví allá. ¡Nos habíamos olvidado del sombrero, el sombrero del
pobre...!
AUGUSTA, _dando un gran suspiro_.
¡Ay!
FELIPA.
Afortunadamente, en cuanto entré, lo vi sobre una silla.
AUGUSTA.
¿Lo tiraste á la calle?
FELIPA.
Bajé, y asegurándome de que no había nadie, le tiré junto á la valla.
Después corrí en busca de mi hermana, y entre las dos lavoteamos las
manchas de sangre de la alfombra, muy poquita cosa... Examinamos con
remuchísimo cuidado la escalera, temiendo encontrar en ella gotas
de sangre; pero no hallamos... ni esto. Los vecinos del principal,
únicos que hay en la casa, como si estuviesen en Babia. No se
enteraron de cosa ninguna. Verdad que el tiro retumbó muy poco. Lo
habrían oído los vecinos si hubieran estado encima; pero, claro, al
otro piso no llegó la bulla. Los porteros, sordos, mudos y ciegos: de
ellos respondo, y no hay nada que temer. Ya les pueden echar jueces.
Les he prometido que la señorita les librará de quintas al hijo.
AUGUSTA.
¿Uno, un hijo solo?... Les libraré más: todos los que tengan.
FELIPA.
Uno tan sólo. Con esto y la gratificación, tan contentos los pobres.
Son unas almas de Dios.
AUGUSTA.
¡Ay!, habla más bajo... Tengo un miedo horrible... Mira si hay
alguien en el gabinete.
FELIPA, _que se asoma al gabinete y vuelve_.
Ni una mosca. Podemos hablar sin recelo. Esta mañana fuí, y ¿qué
hice? Llevé allá á mi hermana con toda su chiquillería, y atesté de
muebles la sala, y ya está Rafael trabajando. Quitamos primero la
alfombra, desmontamos la cama, me llevé las botas, el sombrero y
vestido de la señorita...; saqué del pupitre los papeles, cartas á
medio escribir, cigarros de él; en fin, todo lo que había me lo llevé
á mi casa...
AUGUSTA.
Mejor sería que lo quemaras todo...
FELIPA.
Lo que pudiera comprometer, ceniza es ya. De la casa, tan cierto
como Dios es mi padre, no sacará el juez ni tanto así de luz. Por
donde puede flaquear la trama es por el lado de doña Serafina, quiero
decir, que si van y averiguan que la señorita no estuvo aquella
noche...
AUGUSTA, _secreteando_.
Ya está prevenida Ramona, y bien recompensada. Esta mañana vino
á verme. Confío en que no me faltará. Si la curia hiciera alguna
tontería corriéndose en las averiguaciones, mi padre lo arreglará.
Hablamos esta noche: no cree nada malo de mí; pero esto de que los
periódicos me lancen chinitas le subleva. Es amigote del juez, y
quedó en hablarle mañana mismo.
FELIPA, _casi entre dientes_.
Todo irá como en las propias manos del Silencio, y aquí el que más
mira menos ve.
AUGUSTA.
¡Ay, Felipa, qué buena eres! Lo que has hecho por mí de ningún modo
podré recompensarlo. Me serviste fielmente hasta que te casaste.
Cierto que te he protegido; pero mis beneficios son muy cortos en
comparación de la lealtad y la adhesión con que me los estás pagando.
FELIPA.
No hablemos de eso. Por usted me dejaría yo matar, si fuera preciso.
AUGUSTA, _conmovida_.
No merezco tanta abnegación... Déjame que llore. ¡Ay de mí! Todavía
no acierto á dominar la situación en que me encuentro. A ti, que me
has ayudado á ocultar mi falta; á ti, que sabes la verdad de esta
deshonra sin necesidad de que yo te la explique, puedo decirte á boca
llena que me reconozco mala, muy mala; pero que considero el castigo
desproporcionado á la culpa. Esto no puede ser castigo, porque si
fuera castigo, no resultaría tan terrible. No merezco tanto, no.
¡Verle morir así, sin que en su agonía tuviera para mí una palabra
de ternura!... ¿No te acuerdas?, parecía que me despreciaba..., ¡á
mí que le he querido tanto, que estaba dispuesta á sacrificarle mi
posición, mi honor!... El desdén con que me trató después de atentar
á su vida por primera vez me ha destrozado el alma, dejándome una
herida que no se cerrará nunca. Recordarás que me dió un nombre
ofensivo, ultrajante, el apodo de esa mujerzuela...
FELIPA.
El trastorno, la ofuscación... Si no supo lo que hacia, menos había
de saber lo que hablaba.
AUGUSTA.
Pero la proximidad de la muerte, aun muriendo por la propia mano,
aviva en el alma los sentimientos dominantes en ella. ¿Por qué no
me dijo una palabra cariñosa, que yo pudiera recordar después como
consuelo?
FELIPA.
No olvide usted que dijo: «Sé lo que debo hacer, y pido á Dios que me
perdone.»
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