realidad 45
CLOTILDE.
A mi hermano, que prometió venir á verme. No puedo apartar de la
calle mis ojos, esperando verle entre los que pasan.
VIUDA DE CALVO, _separándola del balcón_.
No te aflijas, chiquilla, ni te impacientes, que ya parecerá, si es
cierto que ha manifestado propósitos y deseos de verte.
CLOTILDE.
Díjome Bárbara que vendría por la tarde, y la tarde se acaba.
VIUDA DE CALVO.
¿Tan pronto? ¿Cómo se ha de concluir el día antes de las cuatro de la
tarde?
CLOTILDE, _señalando al balcón_.
Ya lo ve usted, es casi de noche. El sol se pone.
VIUDA DE CALVO.
¡Qué se ha de poner, bobilla! No te empeñes en acelerar la carrera
del sol, que bastante de prisa andan los días, sobre todo para los
que ya los vemos pasar sin ninguna ilusión. Tu hermano vendrá, si no
de tarde, de noche, ó cuando quiera venir.
CLOTILDE.
¡Ay! ¡Cuánto deseo verle! Siete días hace que de él me separé, y
me parecen siete años. ¡Pobre hermano mío! Cuando salí de su casa,
la fiebre de la resolución que tomé no me dejaba presentir la pena
de esta ausencia. Federico tiene sus defectos, como todos; pero su
corazón es noble. En los últimos días que pasé con él, sus defectos
se abultaban á mis ojos y sus cualidades disminuían. Pues ahora me
pasa lo contrario: las cualidades crecen y los defectos me parecen
insignificantes.
VIUDA DE CALVO.
Es caballeroso, inteligente, simpático y de buen natural; pero has
de convenir conmigo en que no sirve para criar hermanas. Descuellan
en él estímulos de altanera dignidad, instintos de nobleza que
lucirían bien en una posición opulenta, como piedras preciosas
montadas en oro; pero que se despegan del cobre dorado de la penuria
vergonzante en que se empeña en ponerlos. ¡Ay, hija de mi alma! La
realidad, con sus lecciones dolorosas, me ha enseñado á mí lo que es
decadencia. Ideas de vanagloria tuve yo también, y con ellas posición
muy distinta de la que tengo ahora. Pero caí, y me encontré con que
las tales ideas, y el puntillo de honor y todo lo demás, eran de
muy mal ver sobre las ruinas que me rodeaban. Aprendí á ver mayores
extensiones de mundo; la necesidad me hizo viajar por regiones
bajas, que son las más interesantes y las que más vida encierran, y
descubrí que el reino de la humanidad tiene muchas más provincias y
comarcas de las que yo creía. Por eso abracé tu causa, sin asustarme
del escándalo que dabas, ni de tu desigual elección, ni del camino
torcido que escogías para llegar al matrimonio. Cuando se miran las
cosas desde arriba, se ve la grandeza de los móviles humanos, y no
se distingue la pequeñez microscópica de los trámites sociales. Os
protegí y os protegeré mientras pueda, sin hacer caso de los furores
de tu hermano ni de los asombros de lo que llaman opinión, asombros
que no vienen á ser más que un movimiento de curiosidad, detrás del
cual está la indiferencia.
CLOTILDE.
¡Ay, cuánto sabe usted, señora! (_Con entusiasmo._) Habla lo mismito
que un libro.
VIUDA DE CALVO.
Los años, hija mía, son mis libros, el tiempo mi biblioteca y
mi estudio el vivir... (_Suena un timbre: se sienten pasos._)
Pero alguien ha entrado... ¡Si será al fin el caballero de los
imposibles!... (_Clotilde corre á la puerta del fondo._)
ESCENA IX
_Las mismas._ FEDERICO.
VIUDA DE CALVO, _viéndole entrar_.
¿No lo dije?
CLOTILDE.
¡Hermanito...! (_Abrazándole._) ¡Gracias á Dios!
FEDERICO, _abrazándola_.
¡Ingrata! (_Saluda á la señora de Calvo._)
VIUDA DE CALVO.
Desde que la niña supo que usted vendría, la ansiedad y el contento
no la han dejado vivir. Los siete días de ausencia se le antojaban
siglos, impaciente por ver á su hermano y oir de él palabras de
concordia y perdón.
CLOTILDE, _que besa las manos de Federico, llorando_.
¿No es verdad que me perdonas, que olvidas la pena que te dí?
FEDERICO.
No soy rencoroso. Te perdono el mal que me hiciste emancipándote
de mí y huyendo de mi lado sin consultarme tu inclinación. Si me
hubieras pedido consejo, yo te habría quitado de la cabeza ese error
deplorable.
CLOTILDE.
¿Aún insistes en que es error? Yo no te consulté, persuadida de que
me habías de decir nones. Era cuestión grave. Me sentía sola en el
mundo, y creí que estaba en mi derecho eligiendo por mí misma al que
había de ser mi marido.
FEDERICO.
Creiste mal. Pero no he de volver ya sobre lo que no tiene remedio.
El error está cometido, y yo, aunque te perdono, no varío de modo de
pensar respecto al fondo de él. Lo hecho, hecho está. Me someto á
la realidad, pero dentro de la medida que me marca mi criterio. Te
perdono: te miraré siempre como hermana; pero no me pidas más de lo
que humanamente puedo darte.
CLOTILDE, _con tristeza_.
Eso quiere decir que transiges conmigo, pero no con el que va á ser
mi esposo.
FEDERICO.
Así es.
CLOTILDE, _á la señora de Calvo_.
¿Le parece á usted...? ¡Qué crueldad, qué orgullo!
VIUDA DE CALVO, _festivamente_.
Hija mía, él es así; pero pierde cuidado, que se modificará.
CLOTILDE.
¿Cuándo?
VIUDA DE CALVO, _riendo_.
Cuando tenga mis años. Si tan largo me lo fías... Sr. de Viera, es
usted un chiquillo y piensa y obra como tal.
FEDERICO.
¡Qué quiere usted, señora! No podemos ser de otra manera que como
somos. Perdóneme la perogrullada.
VIUDA DE CALVO.
No tema el caballero de los imposibles que yo me ponga á sermonearle.
No acostumbro predicar á quien no quiere oir. Lo único que le diré,
para que vaya abriendo los ojos, es que Clotildita ha demostrado buen
tino en la elección de marido, porque Santana, sin ser un Gutibamba
ni un Mucibarrena, es mozo de muy buen natural y de gran talento para
cultivar la ciencia del vivir. Hoy por hoy no tiene sobre qué caerse
muerto; pero acuérdese usted de lo que le dice esta vieja: llegará
día en que el caballero de los melindres, abandonado de todo el
mundo y sin tener donde guarecerse, llame á la puerta de su hermana
pidiendo un asilo y un pedazo de pan. Y su cuñado, que es un alma de
Dios, aunque no vista elegante, se lo dará. Y usted tan... agradecido.
FEDERICO.
No dudo de que posea usted el don de la profecía, señora. Lo que ha
dicho podrá suceder... (_Para sí._) Parece propiamente una bruja esta
buena señora.
VIUDA DE CALVO.
Vamos, no se enfade porque le diga la buena ventura. Sr. de Viera,
leo en su pensamiento. En este instante está usted diciendo para sí:
«Parece una bruja esta buena señora.»
FEDERICO.
¡Oh!, no; no he pensado tal cosa. Usted habla como la experiencia;
yo contesto como la terquedad y las preocupaciones. ¿Qué culpa tengo
de no convencerme? Están mis ideas muy remachadas, y no hay quien me
las arranque. No nos traslademos al siglo que viene; estamos donde
estamos, y en este momento yo no quiero ni oir hablar de la persona
que me ha quitado el cariño de mi hermana, tomándose una mujer que no
merece ni se merecerá nunca, aunque llegue á reunir los millones de
Rothschild.
CLOTILDE, _enojada_.
Pues sí que me merece. Vale más que yo, mucho más.
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