2017년 3월 28일 화요일

realidad 48

realidad 48


FEDERICO.
 
Es cierto.
 
OROZCO.
 
Dame una razón.
 
FEDERICO, _después de vacilar_.
 
Porque no puedo, porque es absolutamente imposible que acepte.
 
OROZCO.
 
Pero eso no es razón... Dame una, siquiera sea del tamaño de una
lenteja.
 
FEDERICO.
 
Las tengo del tamaño de calabazas.
 
OROZCO.
 
Pues vengan. Porque no comprendo yo delicadezas extremadas hasta la
sinrazón. Eso ya es ingratitud y orgullo satánico.
 
FEDERICO.
 
¡Orgullo satánico! Es que yo sostengo que Lucifer no fué malo al
rebelarse... Era un ángel muy delicado.
 
OROZCO.
 
Pase como chascarrillo. Tratemos la cuestión formalmente. ¿Qué
agravio recibe tu decoro con adoptar una manera de vivir que te libre
de amarguras y te asegure la paz moral para toda la vida? Empieza por
considerar que lo que se te ofrece no es mío: es de tu padre.
 
FEDERICO.
 
Imposible considerarlo así. Las cosas son lo que son.
 
OROZCO.
 
Bueno, pues sea de quien sea. Explícame por qué te humillan los
favores de un amigo.
 
FEDERICO, _turbado_.
 
No es que me humille; es que... (_Para sí._) Este hombre me está
asesinando.
 
OROZCO.
 
¿Qué orgullo es ese? ¡Qué casta de dignidad tan incomprensible! ¿Te
rebaja el beneficio otorgado por un amigo, por un compañero de la
infancia, y no te envilecen otras cosas? ¿Cómo entiendes tú el honor?
Tus arbitrios angustiosos y degradantes de buscarte la vida no te
sonrojan, y te sonroja lo que te propongo.
 
FEDERICO.
 
Es que mis arbitrios degradantes son hábitos, y ya no puedo vivir
sin ellos. Tomás, Tomás, me duele mucho decírtelo; pero te lo diré.
Soy vicioso. La idea de una vida sosa y correcta, con el bienestar
acompasado de un modesto rentista, me horroriza. No quiero esa vida,
no la quiero. El veneno se ha adaptado á mi naturaleza, y no puedo
existir sin él.
 
OROZCO.
 
Palabrería ingeniosa. Tú no sientes lo que dices. Me engañas, y yo,
al menos, merezco de ti la sinceridad. ¿Cómo pretendes hacerme creer
á mí que prefieres esa vida de sobresaltos á...?
 
FEDERICO, _interrumpiéndole_.
 
Créelo, sí. Me carga la tranquilidad. No sé cómo explicártelo. Los
conflictos diarios, las angustias, el no respirar, el no vivir,
la excitante lucha, me producen placer insano. ¿No lo comprendes?
Soy como el borracho incorregible, que se siente envenenado por el
alcohol y lo apetece con todas las energías de su naturaleza. Yo
apetezco el mal, el picor terrible de las dificultades pecuniarias,
las emociones del azar, con sus desmayos hondos y sus alegrías
delirantes.
 
OROZCO.
 
Nada de eso pertenece á la realidad. Ó es desvarío de enfermo, ó una
manera hábil de argumentar. Otras razones te mueven á despreciar lo
que te ofrezco. Dímelas, y quizás me sea fácil rebatirlas. Imposible
que dejes de comprender las ventajas de la vida decente y sosegada.
¿Sabes cuál es mi aspiración y la de Augusta, que en esto, como
en todo, está de acuerdo conmigo? Pues que te entiendas con tus
hermanos, y viváis juntos. Por eso te escribió mi mujer suplicándote
que visitaras á Clotilde. Accediste, y pensamos que tu aquiescencia
en este punto era señal de ceder también en el otro. Te propusimos el
vivir con tu familia, calculando que de este modo os luciría más el
pequeño capital que debéis á las travesuras de Joaquín. Porque á él,
fíjate bien, á él en primer término debéis agradecerlo más que á mí.
 
FEDERICO.
 
¡No nombres á mi padre, por Dios! ¿Qué tiene él que ver con esto?
 
OROZCO.
 
Sí, porque él, inconscientemente, nos ha proporcionado los medios
para esta combinación feliz.
 
FEDERICO, _espontaneándose_.
 
Tuya, tuya y sólo tuya es esta idea, que tiene una cara divina y un
reverso diabólico. Todo lo hermoso de ella te pertenece; bien lo sé.
Conmigo no te valen tus farsas de modestia; conmigo no te sirve el
desprenderte de tu corona sublime. Te conozco y sé apreciarte en lo
que vales. Desgracia mía es no poder corresponder á tanta... no sé
cómo llamarlo. Tomás, despréciame, no hagas caso de mí. Yo no merezco
ni que me mires siquiera.
 
OROZCO.
 
No te escapes por ese registro de los elogios, para aturdirme y
apartar la cuestión de sus verdaderos términos. Por reducirte y
ablandarte, soy capaz hasta de transigir con lo que más detesto, que
es la vanidad, y llenarme de ella, y atribuirme virtudes y méritos,
con tal que accedas á nuestra pretensión... ¿Te conviene este trato?
Dime que aceptas, y yo diré que soy tu protector si así te acomoda.
Por el contrario, ¿te molesta mi protección?, ¿tu orgullo se subleva
contra lo que crees humillante? Pues me anularé. Nada habrá en mí que
te recuerde la situación de favorecido. Es más: si quieres mostrarte
ingrato conmigo, mejor, tanto mejor. Si te da por mostrarte
olvidadizo, no creas que eso me incomoda: al contrario...
 
FEDERICO, _con viva emoción_.
 
Tomás, si te digo que te tengo por sobrenatural, no expreso todo lo
que siento. Cállate y déjame; no puedo oirte...
 
OROZCO, _deteniéndose en un portal_.
 
Piensa en lo que te he dicho. Yo me quedo aquí.
 
FEDERICO, _deseando escapar_.
 
Pues adiós... Sí; pensaré...
 
OROZCO.
 
Adiós. (_Entra en una casa. Federico sigue._)
 
 
ESCENA XII
 
FEDERICO, _solo, vagando por las calles, en estado de vivísima
agitación_.
 
¡Ay, qué descanso!... ¡Libre de ese hombre! Huiré y me esconderé
donde no pueda oir su voz, donde su mirada noble y profunda no me
anonade. Imposible vivir así... Si otra vez me habla, mi sinceridad
se desbordará, y le diré la verdadera causa de mi... ¡Enorme y
absurda pretensión que yo acepte tal cosa! Me moriré cien veces
antes. (_Reflexionando._) ¿Pero á qué revelarle yo los motivos de
mi rebeldía, si él ha de saberlos pronto? Yo confiaba, ¡menguado
de mí!, en que este secreto no se descubriría fácilmente, y ahora
resulta que no tardarán en conocerlo todos nuestros amigos, medio
Madrid, y él... ¡Pero qué hombre, santo Dios! ¿Por qué le hiciste de
tan rara perfección, para ponérmele delante en la más crítica hora
de mi vida? ¿Por qué no es un malvado, un egoísta sin entrañas, un
envidioso, un falso al menos, siquiera un hombre vulgar, de éstos
que se encuentran á centenares, á millares más bien?... No, no iré
esta noche á ninguna parte donde pueda verle. No comeré en su casa.
Me acosa su presencia; su voz me persigue; me espanta la idea de que
si hoy consigo evitarle, no lo conseguiré mañana. ¡Tal suplicio un
día y otro, y al fin...! Porque lo ha de saber. (_Inquietísimo._) ¿No
valdría más que yo se lo dijera? «Amigo mío, estoy imposibilitado
para aceptar tus beneficios, porque te he robado á tu mujer.» ¡Qué
locura! Esto sería denunciarla cobardemente. Vale más esperar á pie
firme á que algún malicioso le revele la terrible y afrentosa verdad.
Sucederá entonces lo que es de rúbrica: el hombre ofendido me exigirá
reparación; se la daré con la estúpida forma del duelo, y... ¡Cuán
grotesca es la sociedad! ¡Debiéramos todos pintarnos la cara con
albayalde como los _clowns_, ó colgarnos cascabeles de las orejas
como los antiguos bufones, pues somos unos grandes mamarrachos...!

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