2017년 3월 27일 월요일

realidad 24

realidad 24


¡Borricote!
 
 
 
 
JORNADA TERCERA
 
 
ESCENA PRIMERA
 
Sala en casa de Federico.
 
CLAUDIA, BÁRBARA, _la primera con un chiquillo en brazos, la segunda
con manto, como si entrara de la calle_.
 
BÁRBARA.
 
Cuéntame, mujer. Es particular que todos los lances gordos han de
ocurrir siempre en los días que yo estoy fuera.
 
CLAUDIA.
 
Pst... chitito... Habla bajo... Federo no duerme, aunque está en la
cama. Además, ha venido el papá.
 
BÁRBARA.
 
¡El señor!
 
CLAUDIA.
 
Anoche entró por esa puerta. La semana pasada, cuando empezamos á ver
en el cielo la estrella con rabo, me dijo Pepe: «Alguna desgracia
vendrá sobre el universo mundo.» Y ya ves cómo no se equivocó. Pepe
tiene mucho talento, y también anunció lo de Clotilde. «Esa niña--me
decía--os va á dar un disgusto.»
 
BÁRBARA.
 
Francamente, no la creí capaz de una resolución tan fuerte.
Cuéntame... ¡Pobre niña! Ni pensé que la apretaran tanto las ganas de
marido. ¿Es cierto que no está ya en la casa?
 
CLAUDIA.
 
Chist... (_Vigilando las puertas_.) Pues voló. ¡Valiente chasco nos
ha dado! Yo tampoco la creí con alma para arrancarse así. Federo,
rabioso, te echa á ti la culpa.
 
BÁRBARA.
 
¡A mí! En el nombre del Padre...
 
CLAUDIA.
 
Dice que tú le has dado alas, y que cuando el chiquillo ese empezó á
hacerle garatusas, con la pluma en la oreja, desde el entresuelo de
enfrente, tú y yo debimos cerrar los balcones y no permitir á la niña
que se asomase. Claro, quería que fuéramos _verdugas_ de la infeliz
señorita.
 
 
BÁRBARA.
 
Verdugos se dice... Es un egoísta, un tirano, y no se hace cargo de
que Clotilde, por vivir aquí sin trato con sus iguales, no había de
librarse de la regla de amor. Llegada la edad en que el corazón hace
cosquillas, las mujeres necesitamos querer y que nos quieran; y si
no se presentan duques, apencamos con lo que sale, aunque sea un
suda-tinta. No sé para qué quiere el señorito el talento que tiene,
si no le sirve para hacerse cargo de una cosa tan sencilla.
 
CLAUDIA.
 
Eso no tiene vuelta de hoja. Pero no lo entiende. Ayer nos ha puesto
á ti y á mí que no había por donde cogernos... Que si tú le traías
las cartas á Clotilde, que si... ¡Josús!
 
BÁRBARA.
 
Pues no me pesa..., ea. ¿A quién, como no fuera de bronce, no se
le partiría el alma viendo las miradas de pólvora que se echaban
los pobrecitos de balcón á balcón? Era una contracaridad dejarles
consumirse sin el consuelo de un papelito. Francamente, yo no he
nacido para ver padecer á nadie. Traje la primer carta..., y la
segunda y la tercera. Por cierto que tiene una letra preciosa, y que
pone la pluma con muchísima sal.
 
CLAUDIA.
 
Pues de mí dice que merezco la horca y el presidio y hasta el
infierno, porque le abrí la puerta al otro para que entrase á
ver de cerca á su novia... Que se ponga en mi caso. Los chicos,
con el carteo y las miradas, estaban tan babosos, que no se les
podía aguantar. Ella ni dormir, ni comer, ni hacer cosa ninguna al
derecho. Intenté quitarle de la cabeza su locura, y me puse ronca
de tanto predicarle. Pues como si hablara con esta mesa. «Clotilde,
mira que tu hermano no consiente esto..., mira que...» Mientras más
le chillaba, peor. Cosa perdida. ¿Qué íbamos ganando con cerrarle la
puerta al jovencito ese?
 
BÁRBARA.
 
Nada; que no pudiendo entrar por la puerta entrase por la ventana. Un
hombre ciego de amor es temible. Hasta pudo suceder que pegase fuego
á la casa para poder entrar disfrazado de bombero. Se han dado casos.
 
CLAUDIA.
 
Esa misma cuenta echéme yo. Pero á Federo no le entran razones, y
lo que es yo bien tranquila tengo la conciencia, porque si abrí...
(_Suena el timbre de la puerta_.) Llaman. Debe de ser alguna fiera.
Aguarda un momento. (_Sale_.)
 
BÁRBARA, _sola_.
 
¡Ay!, qué egoístas son estos hombres. Todo lo bueno ha de ser para
ellos, y para nosotras, las del bello sexo, trabajos, hambres de
amor y el no gozar de nada. Ellos se divierten con cuanta mujer
encuentran, y á nosotras, si un hombre nos mira ó le miramos, ya nos
cae encima la deshonra, y empieza el run run de si lo eres ó no lo
eres... ¿Pues qué quería ese tonto? ¿Que mientras él se daba la gran
vida su hermana se pudriera en casa como una monja? No; la chiquilla,
aunque parece tan para poco, tiene el moño muy tieso, y ha demostrado
que sabe dejar bien puesto nuestro pabellón. ¡Ay, bello sexo! ¡Qué
falta te hacen muchas así, resueltas y con garbo para darle el
quiebro á la tiranía!
 
CLAUDIA, _entrando_.
 
Lo que dije: era un _inglés_..., el de las alfombras. Le he dado el
jabón que usamos aquí... ¡Qué _tronitis_ en esta casa! Pues te decía
que si abrí la puerta á ese mocoso ha sido con la mejor intención del
mundo, y si se vieron algunos ratitos fué delante de mí. Otra cosa no
hubiera yo consentido. ¿Qué pudo pasar? Que cuando yo me distraía ó
daba una vuelta á la cocina, se pegaban de besos; pero como yo estaba
con mucho ojo, y... Ya sabes cómo las gasto. Les reprendía, les ponía
cara muy dura, diciéndoles que no me comprometieran, y el chico tan
agradecido... «Doña Claudia--me decía,--cuando nos casemos usted será
nuestra segunda madre.»
 
BÁRBARA.
 
¡Pobres criaturas! No les entenderá quien no sepa lo que es un primer
amor. ¿Qué sabe Federico de esto, si él no ha tenido primer amor, y
todos los que gasta son segundos? Yo me acuerdo de cuando me emperré
por Valeriano el cochero, que me dió palabra de casarse conmigo...
¡Qué amarguras y qué dulzuras!... Pero esto no viene al caso.
Cuéntame lo de la fuga. Yo me imagino que se engolosinaron con la
besuquina, y con verse las caras de cerca..., es cosa que marea..., y
que resolvieron morir ó casarse.
 
CLAUDIA.
 
Así debió de ser. Los pícaros la tramaron por cartas, pues delante
de mí nunca hablaban más que soserías, como si tuvieran vergüenza
el uno del otro. Pues señor, anteanoche sentí á Clotilde levantada.
Como suele velar para coserse la ropa, no me extrañó. La bribona,
según después comprendí, estaba recogiendo y empaquetando en dos ó
tres líos sus vestidos y la poca ropa blanca que tiene. Por la mañana
temprano, la sentí andando con pisadas de gato por los pasillos, y me
alarmé. Díjele á Pepe que aquellos andares me olían á escapatoria, y
Pepe, que es muy largo, rezongó: «¡Cuando digo yo que...!» Levantéme;
pero por pronto que acudí, ya el pájaro había salido de la jaula.
Echábame yo la enagua; cuando la sentí descorriendo el cerrojo con
mucho cuidado, como lo descorren los rateros. Salí al pasillo..., y
ya iba ella echando chispas por las escaleras abajo. Se llevó la ropa
en tres paquetes grandes.
 
BÁRBARA.
 
¿Y cómo sabes que fué en tres?
 
CLAUDIA.
 
Porque me lo dijo la portera que vió salir á Santanita, primero con
un paquete, luego con dos, y después con Clotilde: total, cuatro
paquetes... Yo me quedé como puedes suponer. Pero me tranquilicé
pensando: «Lo que había de ser, que sea de una vez.» Sobre la mesa
del comedor dejó la chiquilla una carta para su hermano; pero éste no
se enteró de la fuga hasta la hora de almorzar. ¡Qué mal rato pasé,
hija! Nada, que me eché á llorar, y de la medrana que sentí, se me
fijó un dolor de clavo en la sien, ¡ay!, que no se me ha quitado
todavía. No te quiero decir cómo se puso el hombre al leer la carta.
Tuve que salirme y dejarle solo: la cama retemblaba de la fuerza de
los aspavientos que hacía. Y después de despotricarse contra mí, la
emprendió contigo, y á esta quiero á esta no quiero, nos zarandeó
bien. Pues nada, que inmediatamente nos habíamos de plantar en la
calle, porque éramos unas... alcahuetas, _etcétera_...
 
BÁRBARA, _riendo_.
 
¡Qué bobo! Sí; cualquier día nos echa á nosotras, debiéndonos, como
nos debe, tres mil y pico de reales.
 
CLAUDIA.
 
Y aunque no nos los debiera... ¿Pero tú crees que puede vivir sin
nuestras reverendísimas personas? Le somos tan necesarias como el
aire.
 
BÁRBARA.

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